"El Epítome del Éxtasis"

"El alma del hombre se asemeja a un abismo;

su voluntad es su propia ley,

pero cada decisión que toma arroja una sombra que lo persigue.

Lo que una vez llamaste tu verdad,

hoy se levanta contra ti como un espectro.

No hay redención sin enfrentamiento,

ni futuro sin la carga del pasado."

-Inspirado en el pensamiento de Friedrich Nietzsche-

El universo era un lienzo sin forma cuando Eltrouhides emergió de las entrañas del olvido —¡no como sombra, sino como la conciencia encarnada en éter negro!—, un pasado petrificado en la negrura primordial. Su existencia era un grito desgarrado en el silencio cósmico, una entidad forjada con los jirones de memorias que ni los dioses osaban recordar.

Como aquel que, despreciando las leyes escritas en el código del tiempo, insiste en caminar sobre las brasas del error infinito, se alzó ante Eohedon con la ironía de un destino tejido en lágrimas de titanes. ¡Cual marea maldita que azota el acantilado una y otra vez, desgarrándose a sí misma en su furia eterna!, su encuentro fue la colisión de dos fuerzas que el vacío jamás debió unir: ¡dos almas en un solo cuerpo, un solo propósito en dos abismos! Eohedon, ente consciente, guardaba en su sombra un pensamiento tan abisal como el agujero negro que devora constelaciones; Eltrouhides, espejo negro de su psique, se inclinó —no por sumisión, sino porque el vínculo entre ellos era más indestructible que las cadenas del destino.

El viaje comenzó —¡una daga de estrellas muertas clavada en el costado de la eternidad!—, rumbo a un destino tan incierto como los delirios de un dios enloquecido por su propia omnipotencia. El mundo, en su silencio cósmico, guardó un mutismo que cortaba como navaja de obsidiana.

Eohedon existía, pero no vivía; el tiempo, para él, fue un torbellino de siglos y segundos fundidos en caos: días que se deshilachaban como telarañas, eones comprimidos en suspiros, milenios reducidos a polvo entre sus dedos. Eltrouhides, su sombra-oráculo, hablaba con palabras talladas en huesos de titanes caídos; palabras que Eohedon escuchaba con el desdén de quien se cree escultor de su propia inmortalidad. Pero el destino —¡ese juez sin rostro cuyos veredictos se escriben con sangre de nebulosas!— había urdido para este día un giro que haría temblar los pilares de la creación.

Parecía un día cualquiera —¡era la calma putrefacta que antecede al rugido del abismo!—. Ante Eohedon se alzaba el Iztrholltour, el umbral maldito donde, según los gritos ahogados en los anales de lo innombrable, nació Xhtrel: el aliento que estranguló el caos de las primeras estrellas, la raíz de toda verdad olvidada. Sus muros, tallados en hueso de colosos , brillaban con un fulgor pálido, como dientes de bestia antinatural. Arrastrado por su humanidad residual —¡ese último jirón de debilidad que lo ataba a la ilusión de mortalidad!—, Eohedon eligió la senda engañosamente simple, pavimentada con los cráneos de los que lo precedieron. ¡Ay, criatura de hybris infinita! Creyó, como un insecto que se arroja a la llama creyéndose fénix, hallar en aquel camino el sentido último de su ser. Pero los destinos simples son trampas urdidas por entidades que susurran desde el otro lado del velo; tras ellos aguardan abismos forjados con los huesos de los que osaron desafiar el orden cósmico.

Eltrouhides, al reconocer la oscuridad ancestral que emanaba de las grietas del lugar, rugió —¡su voz un terremoto que partió el aire en dos mitades sangrantes!—:

—¡Aquí, Eohedon, la sangre no es líquido, sino veneno de almas condenadas! Sangre de dioses que vendieron su divinidad por un suspiro de poder... sangre de mortales que rogaron por una chispa de lo eterno y fueron reducidos a ceniza. —Su brazo, extendido como una lanza forjada en el núcleo de una supernova, señaló el río que serpenteaba cual gusano carmesí sobre la tierra agrietada—. ¡Ese torrente no lleva agua, sino la rabia de los condenados a ambicionar por siempre! Sus corrientes son cicatrices en la piel del mundo, y quienes beben de ellas... —una sonrisa grotesca retorció sus labios— ...se vuelven adictos a su propia destrucción.

Sus ojos, pozos sin fondo donde nadaban constelaciones agonizantes, se clavaron en el bosque de flores pétreas que se alzaba al este.

—¡Esas bellezas no son flores... son cárceles esculpidas en el mármol de la vanidad! —vociferó, y cada palabra era un martillazo en el yunque de la realidad—. Cada pétalo es la tumba de un narciso que amó solo su reflejo, cuyos susurros no son cantos... ¡son gritos de agonía disfrazados de melodía! ¡Cada aroma que emana es el último aliento de los que prefirieron ahogarse en su propio ego antes que ver la vastedad del cosmos!

Una ráfaga de viento helado arrastró el eco de risas fantasmas, y por un instante, las flores parecieron inclinarse hacia Eohedon, sus tallos crujiendo como huesos rotos.

Eltrouhides giró bruscamente, su manto de sombras ondeando como bandera de guerra, y señaló una grieta en el aire que sangraba oscuridad.

—¡Allí! —aulló, su dedo tembloroso trazando círculos en el vacío—. En ese pliegue de la nada, donde el tiempo se retuerce como gusano en sal, aguarda el Innombrable: el que sembró el primer pecado antes de que los dioses aprendieran a temblar. Su nombre fue arrancado de los pergaminos de la historia, pero su legado... —una carcajada gutural retumbó— ...es el cimiento de toda ambición fracasada.

Una figura indistinta se movió al otro lado de la grieta, sus contornos fluctuando entre lo humano y lo monstruoso.

—En Iztrholltour —continuó Eltrouhides, su voz ahora un susurro que quemaba como ácido—, ¡arriba y abajo están invertidos!, verdad se mezcla con grandilocuencia, así como en la mas profunda de las profecías, solo hallaras los cuerpos de los ignorantes.

—¡Toma lo innombrable! —tronó, y cada palabra fue un golpe en el pecho del universo—: ¡ aquello que desafía las leyes escritas en el corazón de los agujeros negros! Una llave forjada con el silencio de los dioses muertos. Con él, el camino se arrastrará a tus pies... pero ¡cuidado! —Sus ojos se estrecharon—. Hasta lo divino es una trampa para los necios que olvidan que cada don... es una deuda, donde se paga con alma.

Eohedon, erguido como un monumento a la arrogancia cósmica, replicó con voz que hizo sangrar los oídos del silencio:

—Tú, Eltrouhides, guía de reyes cadáveres y sombra de dioses olvidados... tus palabras son ecos de una era que se desvanece ante mí como niebla al alba. —Su mirada brilló con el fulgor de un agujero negro devorando la luz de mil soles—. ¡Yo soy Eohedon: el que pisa donde los propios arquetipos se desintegran, el que bebe del cáliz de lo imposible y escupe veneno a los pies del destino!

Y avanzó —no con pasos, sino con la furia contenida de una supernova a punto de estallar—, mordiendo el fruto prohibido no por ignorancia, sino por el puro éxtasis de la rebelión contra lo establecido.

—¡Detente! —La voz de Eltrouhides estalló como una estrella muriendo, su eco rasgando el tejido mismo de lo real. Pero ya era tarde: el espacio se desgarró con un gemido metálico, las leyes de la física hechas añicos como cristal bajo el talón de un gigante.

Entonces... todo dejó de existir. Montañas que habían resistido el embate de mil cataclismos se pulverizaron en átomos de nihilismo; océanos de hidrógeno primordial se evaporaron en suspiros de entropía; galaxias enteras, con sus billones de almas, se desvanecieron como lágrimas en el fuego. Solo quedó el vacío: un abismo sin fin donde el tiempo se retorcía en su lecho de muerte y los sentidos eran juguetes rotos en manos de un niño.

—Aquí yace el primer usurpador —jadeó Eltrouhides, su voz desvaneciéndose como lágrimas en una pira funeraria—. El que quiso robar el aliento de la creación... y se convirtió en esclavo de su propio reflejo.

Eohedon lo comprendió entonces: la voz de su sombra se extinguía, devorada por la inexistencia que todo lo consume. No hubo viento, ni tierra, ni rastro de vida. Y allí, en la soledad más pura —la que nace cuando hasta las sombras huyen de su creador—, Eohedon enfrentó el silencio... y en él, reconoció el mismo vacío que siempre había habitado en su pecho, latiendo como un segundo corazón hecho de preguntas sin respuesta.

El viaje terminó donde comenzó: en la nada que lo contenía todo. Y así, el ciclo —como la marea, como el latido de un agujero negro.