En la vastedad del tiempo y el abismo del ser, el hombre es el artífice de su propia condena y la fragua de su propia gloria; pues ningún dios lo ata, ninguna estrella lo guía, salvo aquellas que él mismo enciende en su alma. Dígase: El hombre está condenado a ser libre.
– Inspirado en el existencialismo de Jean-Paul Sartre
Así, pareciese revelarse ante Eohedon un destino. Iztrholltour, como quien en su sino reconoce lo vedado, se revela en camino a Eohedon, despojado de las complejidades que antaño pareciese haber ostentado.
El sendero, digno de un escrutinio minucioso, se extendía pavimentado con bloques de sangre coagulada: una visión tan macabra como sublime, capaz de perturbar incluso al más devoto de lo grotesco.
Adentro o afuera, era difícil precisar dónde se hallaba Eohedon al transitar tal camino, pues, aunque el ambiente resultaba escalofriante en su esencia, se tornaba mundano ante la iluminación recién descubierta. Su travesía, simple y concreta, se vio sosegada ante la imponente batiente.
Mas, ante él, tal obstáculo era inexistente. Movió simplemente su brazo, como quien ahuyenta una molestia, y, como por mandato inscrito en piedra, la batiente se abrió.
En el centro, una invitación a la reflexión: tras esa encrucijada se alzaba una sala en forma de cúpula. Tanto sus paredes como el suelo y el techo estaban adornados con los más sublimes pasajes y otros aspectos de la vida. En ellos se veían retratos de la concepción, la filiación, la copulación, la relación y cualquier acto imaginable en la existencia material. Quien aquí llegase indeciso sería, por ende, víctima del deseo de sus placeres. En el centro de tan epifanía, como un alegato a la elocuencia en su forma más pura, un trono se erguía de espaldas ante Eohedon, apuntando hacia la puerta que probablemente sería la salida.
Al avanzar un paso, fue repentinamente retenido por la voz de Eltrouhides:
—Eohedon, este lugar carece de cortesías al ilustrar tan obscenas vistas; aquí no distingo de noción alguna, mas detecto inestable alguna presencia.
Eltrouhides, en su etérea prudencia, irrumpía en la escena con una observación que parecía sintonizada con fuerzas más allá de la mera percepción sensorial. Su advertencia no era una reacción al espectáculo de la cúpula, sino la intuición de que algo más acechaba entre aquellos muros, los cuales rezumaban la historia misma del deseo y de la existencia.
Eohedon, sin perder la compostura, dejó que sus ojos recorrieran los relieves y las figuras inmóviles que parecían cobrar vida con cada parpadeo. La opulencia del trono, la disposición de la sala y la tentación implícita en cada grabado… Todo parecía diseñado para encerrar al visitante en una contemplación sin fin.
Pero, si algo había aprendido en su camino, era que nada existe sin propósito.
—Eltrouhides —respondió Eohedon, con una calma afilada—, si esta sala busca devorarme con lo que soy, entonces solo puede significar que aún hay algo dentro de mí que le pertenece.
Su voz resonó en el espacio y, por un instante, hasta el aire pareció estremecerse. ¿Era la sala un ser viviente o la mera sombra de la duda en la mente de Eohedon la que le confería poder?
Dio un paso más, atento a lo que su espíritu percibiera. Si había una presencia inestable, ¿sería un enemigo o acaso un reflejo de sí mismo aguardando su llegada? Pero, como en una comedia de lo absurdo, prosiguió su camino. De pronto, otra voz lo interrumpió:
—¿No gustas de lo que aquí se contempla?
La voz emergió de la nada —o quizá de todas partes a la vez—, con un matiz oscilante entre la burla y la profunda curiosidad. No era un simple sonido, sino una presencia, una insinuación que reptaba entre las figuras esculpidas, deslizando su esencia entre los pliegues de la historia plasmada en aquellas paredes.
Eohedon detuvo su andar, más por interés que por sorpresa. Sus ojos escudriñaron la vastedad de la cúpula en busca de un interlocutor; pero no había rostro ni sombra, solo el eco de unas palabras arraigadas en el propio aire.
—Gustar —repitió, como quien saborea un concepto antes de decidir si lo escupe o lo traga—. No es cuestión de gusto, sino de propósito.
Eltrouhides permaneció en silencio, su presencia era una advertencia latente, un centinela invisible ante lo desconocido.
—Ah… —la voz arrastró la exhalación con la dulzura de un amante y la malicia de un carcelero—. Entonces, ¿eres de aquellos que buscan propósito en todo… incluso en lo que no lo tiene?
La pregunta quedó suspendida en el aire, como un veneno esperando a ser inhalado.
Eohedon sonrió apenas, la curvatura de sus labios tan mínima como una grieta en la roca, pero tan irreversible como el destino.
—Si no lo tiene —susurró—, se lo daré.
Con ello, la cúpula pareció responder, como si sus muros respiraran por primera vez. Las imágenes esculpidas adquirieron una fluidez imposible, sus rostros se torcieron en expresiones de éxtasis y tormento, y en el trono, de espaldas, una silueta comenzó a definirse lentamente.
Eltrouhides exhaló un murmullo:
—Sea lo que sea lo que aquí yace, ya sabe quién eres.
Eohedon no respondió; simplemente avanzó, desafiando el umbral de lo inevitable. Llegó frente al trono y lo contempló. Describirlo como "complejo" sería poco: aunque tenía afinidad con lo humano, no se podía asignarle simplemente género o edad. Su voz, profundamente bella y cautivadora, revelaba una dualidad: era pequeño como un niño y, al mismo tiempo, angustiado como un ancestro.
—Alegas que a todo poder se le puede hallar respuestas o darle sentido —pronunció ese ser, cuya voz, en grácil dulzura, contrastaba con la abismal profundidad del tema que abordaba—. Entonces, ¿Cuál es el motivo de la vida, de mi vida, de mi existencia misma? Porque por donde veo, todo carece de propósito. Los dioses que antaño nos guiaban han muerto; nosotros, los hemos matado. Lo que antes parecía un edén hoy se revela como pesadilla. Y lo único que ha permanecido es que, ante la gravedad de la existencia, al final de la vía, todo se reduce a nada.
—Si no tienes propósito, tampoco tienes nombre. ¿O acaso te han llamado de alguna forma? —respondió Eohedon, con tono desafiante pero sereno—. Tu existencia carece de propósito, y por ello, ha de carecer de nombre.
Eohedon, imperturbable, se mantuvo erguido ante el ser que lo observaba desde el trono. La sala, que antes era un eco de pasión y deseo, se transformó en un campo de batalla silencioso, donde los principios más elevados de la existencia se enfrentaban en un combate de palabras.
La figura en el trono, esa criatura que mezclaba lo infantil con lo anciano, se conmovió ante el desafío de Eohedon. No reaccionó con ira, sino con una inquietud profunda, como si lo que Eohedon había dicho hubiera tocado una cuerda que llevaba siglos resonando en esa forma ambigua.
—Mi nombre, mi propósito, mi existencia —murmuró la criatura, contemplando sus propias manos como si fueran ajenas—. Todo se ha diluido en el abismo que devora dioses, hombres y recuerdos. No tengo nombre, porque en la vastedad del olvido toda identidad se disuelve. Y mi propósito… —levantó la cabeza, sus ojos vacíos brillando con la frialdad de la desesperación—, ¿Qué sentido tiene seguir existiendo si el propósito de todo es ser reducido a nada?
Eohedon no se movió. Sus palabras fluían con la calma de un río que, habiendo superado los tumultos de la duda, simplemente sigue su curso.
—La nada —dijo Eohedon con suavidad, pero con la certeza de lo más profundo—, es solo una perspectiva otorgada por la mente humana. Lo que llamas nada no es más que el vacío que la mente no logra llenar. Pero en ese vacío hay espacio para lo inenarrable. Si no tienes nombre, eres la posibilidad misma, aquello que aún no ha sido definido. Y en ello hay propósito: el propósito de ser lo que aún no es.
La criatura lo miró fijamente, y sus ojos comenzaron a despertar de la oscuridad que lo había aprisionado durante una eternidad. Algo en las palabras de Eohedon había tocado un punto esencial, como si el velo de la desesperación se rasgara. Eohedon no se movió. Sus palabras fluían con la calma de un río que, habiendo superado los tumultos de la duda, simplemente sigue su curso.
—Eres como un eco de algo olvidado —dijo la criatura, su voz ahora menos solemne, como si recordara algo enterrado—. La creación es, en sí misma, un acto de dar sentido a lo que no lo tiene. Pero aún te preguntas: ¿por qué seguir si al final todo colapsa?
—Porque en el colapso —respondió Eohedon, casi susurrando—, es donde nacen las nuevas formas. En la disolución del viejo orden, emerge lo nuevo.
La criatura alzó sus manos hacia Eohedon, no en súplica, sino como quien intenta sostener las últimas migajas de su propia sustancia. Sus dedos, antes sólidos, comenzaron a fracturarse en motas de luz pálida, como arena arrastrada por un viento ancestral. Cada partícula que se desprendía de su ser no moría, sino que danzaba en el aire, girando en espirales que recordaban a las constelaciones olvidadas en los anales del tiempo.
—¿Ves? —susurró la criatura, su voz ahora un eco de mil tonos simultáneos—. Aún en la disolución… hay belleza.
El trono, otrora macizo, empezó a translucirse, revelando en su interior un vacío pulsante, como un corazón negro que latía al ritmo de un universo nonato. La criatura, reducida ya a un espectro de sí misma, miró a Eohedon con ojos que ahora brillaban no con desesperación, sino con la curiosidad de un niño ante un juguete nuevo.
—Quizá… —murmuró, mientras su torso se deshacía en átomos iridiscentes— …la nada… solo es el lienzo…
Antes de que pudiera terminar, su boca se desvaneció, y lo último en desaparecer fueron aquellos ojos: dos agujeros negros que, por un instante, reflejaron no el vacío, sino el paisaje reconfigurado de la sala… ahora inundado de una luz dorada que jamás había existido allí.
Donde antes hubo un trono, solo quedó un remolino de polvo estelar, girando lentamente hasta esparcirse sobre los grabados de las paredes. Las escenas de deseo y decadencia absorbieron aquellas partículas, y por un momento, los rostros esculpidos sonrieron… no con lujuria, sino con la serenidad de quien ha sido liberado de su propio mito.
El silencio que siguió fue pesado, pero cargado de posibilidad. La sala, antes impregnada de deseo y decadencia, ahora contenía una calma que invitaba a la reflexión.
Eohedon dio un paso atrás. Con un último vistazo a la sala vacía, comprendió que la verdadera pregunta no era si había propósito, sino si estaba dispuesto a darle uno a todo, comenzando por su propio ser. En ese reconocimiento encontró la clave de su redención.
Eltrouhides, en su silenciosa presencia, observó sin pronunciar palabra. Las palabras de Eohedon habían desbloqueado algo más allá de lo que ambos podían comprender. El viaje de Eohedon aún no terminaba, pero en ese cruce entre creación y nada, entendió que el propósito no se encuentra, se forja.
Y con esa comprensión, Eohedon avanzó, no con certeza, sino con la audacia de quien se atreve a caminar en lo desconocido, dejando que el camino se forje bajo sus pasos.
—No hay realidad que justifique la existencia, ni existencia que justifique la realidad. No hay propósito en la vida, ni vida en el propósito. En última instancia, solo nuestra conciencia nos da forma. Mas el caos es, y seguirá siendo, inmutable en su principio.