El ego se sacia con el eco de su propio nombre, pero la grandeza se oculta en el silencio de aquellos, que saben que el universo no les debe nada.
Él partió de Iztrholltour, abandonando cualquier falacia de confín excluyente, tan arraigada a soluciones aparentes y dóciles. Así, como quien, en la gracia de la razón, halla la fe profunda, y en esa misma fe conoce al desconcierto que retorna a la razón, Eohedon se vio renacido, tal fénix en su destino.Eltrouhides, no menos comprensivo, habitaba en un estado profundo de contemplación, inmerso en los sucesos ocurridos en el efímero presente. Tal estado habría sido eterno, de no ser por la pausa abrupta de su viaje.
—Eltrouhides, en este mundo que une tierra y alba, en el cual cada regreso me llena de gratitud, me embelesa la vista —exclamó Eohedon con voz serena, tan calmada como un manantial al amanecer—. Cuando nos detenemos a contemplar tales momentos, nos acercamos a la sintonía con nuestro propio ser.
Sin embargo, Eltrouhides permaneció en un silencio inefable, sin respuestas que rompieran la quietud.
—¡Señor! ¡Espere un momento! —clamó una voz distante.
Eohedon, con paciencia casi infinita, aguardó la llegada del orador. Al cabo de unos instantes, se encontró frente a una joven cuyos ojos brillaban con una mezcla de temor y esperanza.
—Dime, pequeña oradora, ¿qué puedo hacer para responder a tu llamado?
Con voz tímida pero cargada de determinación, la joven replicó:
—Joven señor, que en ilustre tela te encuentras arropado, en gran sabiduría posado y de tan noble porte, sería en su inmensa y magnificente benevolencia, capaz de ofrecerme algo de ayuda —exclamó la joven, con un tono común de quien, al ser menos agraciada, se concibe inferior al que desciende en dorado esplendor.
—Pequeña oradora, me veo sorprendido por tu fluido léxico. Brava, por lo que necesites, y, de serme posible, te guiaré —respondió Eohedon, con una ligera inclinación, dispuesto a ofrecer su ayuda.
Con voz entrecortada, la joven prosiguió:
—En la localidad de Merggit, no muy lejana, habito con mi padre, un humilde leñador, y mi hermana, que trabaja como sastre. Recientemente, mi hermana cayó en cama, como sucedió con mi difunta madre, y desde entonces no ha logrado recobrar fuerzas. Mi padre, sobrecargado de responsabilidades, ya ni puede permitirme continuar mis modestos estudios, y me he visto relegada a las tareas del hogar. Por ello, imploro su benevolencia: ayúdeme a curar a mi hermana. Ningún médico local ha hallado remedio, la costosa medicación resulta ineficaz y vivimos al borde de la extrema pobreza. Mi nombre es Iridia y, aunque carezco de recursos para pagarte, si aliviara a mi hermana, podrías considerarme tuya como retribución.
Antes de que Eohedon pudiera responder, la voz de Eltrouhides irrumpió con una furia que estremecía el aire:
—¡Blasfemias! —exclamó Eltrouhides con una intensidad comparable al estruendo de la marea en la costa—. Mira, Eohedon, observa su rostro, esos ojos, ese cabello, incluso su estructura ósea. Esas características son el producto nativo de aquellas aberraciones mal llamadas elfos. Estas criaturas, consecuencia de nuestra supremacía, jamás debieron existir. Su sufrimiento es inútil; esta especie, subproducto de nuestra condena, no debió nacer.
Eohedon, al escuchar las palabras de Eltrouhides, se vio sumido en una reflexión profunda. El fulgor de la ira en la voz de su compañero era tan palpable como una tormenta que ruge al horizonte, pero algo en su interior le pedía silencio y paciencia. La ira de Eltrouhides, aunque poderosa, no era el eco que debía resonar en ese momento. La pregunta que se presentaba ante él era mucho más compleja: ¿cómo enfrentar el caos sin dejarse arrastrar por su corriente?
Miró a Iridia, cuya figura parecía aún más pequeña bajo el peso de la mirada de Eltrouhides, y sintió la contradicción entre las palabras de su compañero y la realidad frente a él. Irhidia, con sus ojos llenos de desesperación, no parecía nada más que una joven afligida que pedía ayuda. Su humanidad, esa misma humanidad que Eltrouhides despreciaba, se mostraba clara en su voz temblorosa, en su súplica por la vida de su hermana.
Eohedon, inmóvil ante la tormenta verbal que se desataba a su alrededor, se sumió aún más en su contemplación. La lucha interna entre el eco destructivo de Eltrouhides y la sincera súplica de Iridia era un reflejo de las tensiones de su propio ser, de los demonios que batallaban dentro de su alma. En cada palabra de su compañero, sentía la furia del juicio, pero en cada mirada de la joven oradora, percibía la vulnerabilidad de un ser humano buscando una chispa de esperanza.
La mente de Eohedon se expandió, abrazando la multiplicidad de lo que estaba sucediendo: la presencia de un mal absoluto, la del desdén hacia los "otros", hacia aquellos considerados inferiores por su origen o aspecto. Pero también la aparición de una humildad pura, la de la joven que, sin más riquezas que su propia desesperación, se atrevía a pedir ayuda, ofreciendo incluso su vida a cambio de la salvación de su hermana.
En ese espacio de tiempo suspendido, Eohedon sintió que algo profundo se movía dentro de él, algo que ya no podía ser ignorado.
Tomando aire, Eohedon habló con voz firme, pero serena:
—Eltrouhides, tu ira, por intensa que sea, no logra comprender el verdadero peso de la vida. Tú ves el mundo a través del prisma de la supremacía, incapaz de mirar más allá de la piel y las formas. Has olvidado lo fundamental: sentir, sanar, dar sin esperar nada a cambio. Es precisamente eso lo que ennoblece al ser.
Iridia, sorprendida por las palabras de Eohedon, alzó la mirada, como si por un momento, la niebla de su angustia se disipara. Eohedon continuó, su mirada fija en ella, la paz que emanaba de sus palabras como un refugio en la tormenta.
—Iridia, no te pido que ofrezcas tu vida, ni que busques compensación por el simple acto de ser. Tu hermana es parte de ti, y si la sanación está dentro de mi alcance, te lo prometo: la ayudaré. No por un pago, no por una deuda, sino porque la vida misma exige compasión, exige dar sin medida, sin esperar recompensa. La belleza está en ofrecer lo que no se puede tomar.
Eltrouhides, al escuchar estas palabras, sintió la intensidad de un conflicto que ya no podía desoír. La ira, aunque ardiente, comenzó a apagarse ante la serenidad de la verdad que Eohedon había desplegado. Pero aún así, no pudo evitar alzar la voz en protesta.
—¡Eohedon! ¡El mundo está hecho de principios claros, de supremacía! No puedes simplemente… ¡diluirlo todo en compasión!
Eohedon, sin apartar la vista de Iridia, apenas reaccionó a la furia de Eltrouhides.
—La supremacía que hablas es solo una ilusión que fortalece el ego, Eltrouhides. Aquello que se cree grande es a menudo el más frágil. La verdadera fuerza reside en reconocer la humanidad común que compartimos todos, no en alzarnos sobre ella.
Con una calma profunda, Eohedon se acercó a Iridia, cuyos ojos reflejaban una mezcla de esperanza y escepticismo. La joven, al ver la serenidad en él, entendió que su destino no estaría en manos de un juicio cruel, sino en las acciones de alguien dispuesto a sanar lo que otros habían condenado.
—¡Eohedon! Son una especie blasfema, aunque poderosos en su conexión con el mundo ridículos en su sometimiento a los placeres, tanto entre ellos mismos como entre otras especies tal sátira a la grandeza es merecedora de los mas profundos dolores.
—Que no te importe lo que piensen los demás —continuó Eohedon—. Hay poder en la verdad de tu ser, en tu humanidad, en tu amor por los tuyos. Eso es lo que yo veré, eso es lo que sanará a tu hermana. En ese instante, Eohedon extendió su mano hacia Iridia. Al principio vacilante, ella la aceptó con un suspiro de gratitud. El sol, elevándose en el horizonte, bañó la escena con una luz que parecía bendecir la decisión tomada. Mientras tanto, Eltrouhides, con la tensión aún visible en su rostro, se retiró a la distancia, sumido en su propia lucha interna.
Más tarde, al regresar, Iridia encontró a su hermana rebosante de vida y a su padre radiante, agradecidos por la gracia y el amor ofrecidos por aquel enigmático ser, como si los dioses mismos hubieran descendido en forma de un árbol sagrado. Iridia, en silencio y sin revelar sus inquietudes, continuó celebrando la nueva esperanza que había nacido en su interior.
Eohedon, observando la escena, meditó en silencio:
-Eltrouhides, pensó Eohedon. La sombra de tu ser colmada por una era donde el hombre transitaba de mano junto a aquellos mal nombrados dioses a creado en tu ego un prejuicio que pesa sobre ti mas que una montaña.