"Aquel Donde el Poder Calla"

El hombre se libera en el instante en que abraza su anhelo de independencia; sin embargo, la verdadera libertad solo se alcanza cuando conquista su propio ser. La felicidad se erige en la pureza de sus pensamientos, y el conocimiento íntimo de uno mismo es la fuente inagotable de sabiduría. Así, quien domina su interior trasciende en grandeza al que vence a mil adversarios en la contienda.

 

Eltrouhides, nublado por su sesgo, se vio relegado a ser la vigía de lo que antaño un gran profeta hubiese sido. Aceptando su vínculo con la sombra, permaneció en la de Eohedon, sin pronunciar palabra alguna.

 

Eohedon, al reconocer en su sino las complejidades atadas a la mente, le concedió el espacio que tanto anhelaba. Y, como en una sátira de todo acto sublime, su travesía, guiada por la divina gracia, los condujo a una ciudad cuyo nombre les era ajeno, pero cuya esencia les resultaba extrañamente familiar, como si el destino se lo susurrara al alma.

 

El pulso de aquella urbe era un enigma que desafiaba toda razón. Acostumbrado a la serenidad de Magistic, Eohedon jamás había presenciado un caos tan absoluto, tan puro en su desorden, que parecía despojar a sus habitantes de la misma existencia en cada instante. La gente se desplazaba frenéticamente, como si sus vidas se desintegraran en breves destellos, y su apuro era el eco inevitable de aquellos encadenados por un propósito impuesto: una promesa vacía, una misiva ilusoria que jamás podría colmar las carencias que la asolaban.

 

Extrañado ante aquella grotesca parodia del esfuerzo, Eohedon avanzó entre la multitud. No lo hacía por ostentar grandeza, sino porque su calma —un grito silencioso en medio del tumulto— se alzaba en contraposición a la agitación que lo rodeaba. Pronto, entre murmullos y susurros, surgieron voces que buscaban desentrañar su enigmática serenidad:

 

—¡Miradlo! Tan tranquilo, crédulo e ignorante.

—¿Acaso no conoce las normas?

—¿O desconoce el nombre de Reinlgeick? Aquel que no admite refuto, cuyo mandato está escrito en el mismo concreto...

 

Un escalofrío recorrió el aire, como un susurro reptante entre los adoquines, y tras una pausa expectante, una voz apenas audible rompió el silencio:

 

—¿O es que acaso... no conoce el miedo?

 

Eohedon se detuvo. Las palabras parecían atravesar la murmuración del viento, acariciando lo más profundo de su ser. Sin responder de inmediato, levantó la mirada hacia un cielo grisáceo, espejo de la opresión que emanaba de las calles. La pregunta flotaba en su mente, tan leve como un suspiro, pero con la fuerza de un vendaval: ¿Conoce el miedo? La duda, tejida con fragmentos de recuerdos y certezas, se desplegaba ante él, recordándole que el miedo —aquella oscura fuerza que una vez lo había tocado— ya no tenía el poder de dominarlo cuando se integra en el conocimiento del propio ser.

 

Pero la ciudad era otro monstruo. Una bestia sin rostro, alimentada por el desasosiego colectivo, cuyo aliento era el ansia que emanaba de las entrañas de su gente. Eohedon lo comprendió de inmediato: aquí, el miedo no era asunto individual, sino un espectro compartido, una maldición invisible que mantenía a todos prisioneros.

De pronto, en medio del alboroto, emergió una presencia que evocaba el más puro instinto de violencia. Con voz que forzó la atención de todos, se dirigió a Eohedon, haciendo que los ojos se inclinaran en un reconocimiento tembloroso:

 

—Eres tú, ese llamado Eohedon, por el cual Katherine no cesa de abogar y molestar a mi señor.

 

El tono, burlón y agresivo, era típico de aquellos que se creen grandes, pero carecen de verdadero poder. Sin embargo, Eohedon se mantuvo inmutable; sus ojos fijos en la figura revelaban una serenidad que disipaba la insustancialidad de su enemigo.

—Katherine. —Dijo Eohedon con la frialdad de quien nombra una sombra que se desvanece en la necedad del presente.

 

La figura, imponente en ropas que pretendían autoridad, mostraba en cada gesto una falsedad palpable. No se veía ante él a alguien que temiera, sino a quien se desvanecía ante la mirada penetrante de Eohedon.

 

—No juegues con los hilos del destino, Eohedon —sentenció la voz, dura y venenosa, disfrazando una inseguridad latente.

 

Eohedon, observando a la multitud que seguía su danza frenética, giró la vista hacia el vacío de la ciudad. Su voz, suave pero profunda, resonó entre los ladrillos antiguos:

 

—¿Es este tu poder?

 

Entre aplausos y murmullos, surgió una nueva figura, una forma de noble porte que irradiaba la confianza de quienes ejercen el poder con naturalidad. Su presencia, en contraste con el caos circundante, era una encarnación de autoridad sin necesidad de proclamarla: cada paso parecía llevar el peso de siglos de experiencia, y su mirada atravesaba a Eohedon con la intensidad de un destino compartido.

 

A diferencia de su antagonista, este nuevo ser no recurría a amenazas vacías ni a ostentaciones; en sus ojos se reflejaba una calma profunda, un desafío silencioso a la violencia y al miedo que aún asolaban la ciudad. La esencia de este hombre era un faro en medio de la oscuridad, una prueba de que el poder verdadero se ejerce desde la comprensión y la serenidad del alma.

 

Eohedon no apartó la mirada del recién llegado, reconociendo en él la presencia con la que debía confrontarse. La figura se detuvo frente a él en un silencio cargado de siglos de secretos y poder contenido:

 

—Eohedon... —La voz sonó no como amenaza, sino como una afirmación rotunda—. Veo por qué Katherine se aferra a ti y clama por tu socorro.

 

En ese instante, el aire se volvió denso, y la ciudad pareció desvanecerse, dejando solo ese encuentro, como un río subterráneo de conciencia compartida. La voz del hombre, tranquila y firme, tenía la suavidad de un río en calma y la fiereza de un león acechando en la penumbra:

 

—Tu viaje te ha traído hasta aquí. La guía del destino parece obvia: sométete a mí, y te daré el silencio que anhelan los océanos

 

Las palabras vibraron en el silencio, un reto a la voluntad de Eohedon, que ahora se encontraba en la encrucijada de su destino. Entre el eco del pasado y la promesa del futuro, la pregunta final se alzaba en el aire: ¿estará Eohedon dispuesto a abrazar un poder que lo transforme, o seguirá forjando su camino hacia la verdadera libertad?