No es la mera existencia lo que forja el destino, sino el temple con que desafiamos al tiempo.
— Inspirado en Sócrates. —
El camino que abandonaba Reinlgeick no era recto, sino un sendero serpenteante, cubierto de raíces retorcidas que emergían como venas de la tierra. Cada una le recordaba las grietas en su propio espíritu. Eohedon caminaba, pero Reinlgeick danzaba en su sombra, sus calles adheridas a su piel como tatuajes de un pasado que no podía desprenderse. ¿Se puede abandonar un lugar cuando su esencia se ha convertido en el aire que respiras?
El cielo, antes gris plomizo, se desgarraba en jirones de luz pálida. Entre las nubes, el sol luchaba por brillar, como su esperanza por emerger de la niebla de sus dudas.
—¿Soy yo quien avanza, o solo un eco de Reinlgeick? —susurró al viento, mientras una bandada de cuervos surcaba el horizonte, sus graznidos rasgando el silencio como advertencias no dichas—. ¿Qué queda del hombre que tembló ante su madre, del que huyó de Katherine? ¿O todos murieron en tus calles?En su mente, dos voces:
La primera, clara como el filo de una espada: «Avanza. No mires atrás».La segunda, susurrante y astuta: «¿Y si el remedio es peor que la herida? ¿Si tu liberación es otra cadena?».
Un río cruzó su camino. Sus aguas tranquilas ocultaban remolinos que arrastraban hojas hacia el abismo. Eohedon se detuvo, viendo en ellas su propia lucha:
—¿Soy la corriente que fluye... o la hoja que se ahoga? —musitó, mientras una flor marchita flotaba hacia él, atrapada en un remolino. La tomó, y al contacto con sus dedos, los pétalos se desintegraron. Solo quedó una semilla negra, dura como el hierro.
—No es el destino lo que carga con nosotros, sino nosotros con él —murmuró, guardando la semilla en su bolso, sin saber que sería la llave de un futuro que ni siquiera el oráculo de Magistic habría podido predecir.
El sendero se abría a un páramo vasto, donde el viento tallaba figuras efímeras en la arena. Una silueta se vislumbraba a lo lejos, demasiado estática para ser humana. Eohedon sintió que el aire se espesaba, pero avanzó. Al acercarse, la figura se desvaneció, dejando solo un símbolo grabado en una roca: un círculo partido por una grieta. El mismo que Reinlgeick usaba en sus estándarartes.
—No escapas de mí —rugió el viento con voz de mil susurros—. Llevas mi marca en la sangre.
Eohedon apretó la semilla en su bolso, sintiendo su peso como un latido adicional.
—No soy tu esclavo —respondió, no al viento, sino a la sombra que crecía en su pecho—. Soy el fuego que reduce tus cadenas a ceniza.
Y así, Eohedon siguió adelante. El horizonte ya no era un lienzo en blanco, sino un pergamino antiguo, manchado por las cicatrices de quienes lo precedieron. Cada paso era un verso escrito en tinta indeleble, cada respiración, un ritmo en la sinfonía inacabada de su existencia.
En el crepúsculo, mientras las estrellas comenzaban a punzar el manto oscuro del cielo, una figura encapuchada emergió de la nada. No dijo una palabra, pero en sus manos sostenía un espejo roto. Eohedon miró su reflejo y vio no uno, sino tres rostros superpuestos.
La figura lanzó el espejo al suelo. Al romperse, los fragmentos se transformaron en mariposas de alas negras, que surcaron el cielo como cometas malditos.
—¿Quién eres? —preguntó Eohedon, pero la figura ya se había desvanecido.
En su lugar, solo quedaron palabras ilegibles en la arena.