Los ojos no perciben la verdad del mundo, sino el reflejo del alma que los guía.
—Inspirado por el pensamiento de Anaïs Nin—
Al final, todo se reduce al poder. Desde sus albores, esta sociedad ha estado en conflicto, tanto con otras como consigo misma. La única realidad indiscutible desde el primer pecado es el poder, que en su estado más puro rige el mundo y lo hace danzar a su antojo. Pero, ¿qué es el poder?
¿Es acaso una gracia reservada a quienes se elevan sobre los demás? ¿O el fruto de los mayores sacrificios, el derecho ganado por aquellos que han entregado todo, menos su voluntad? ¿Será la capacidad de transformar el mundo, de imponer orden sobre el caos, de ejercer el control absoluto?
Para Eohedon, que había presenciado incesantes prejuicios y despropósitos, la respuesta era inequívoca. La acción misma le había negado una madre, un padre y había sumido a Katherine en la miseria más profunda. El poder es la base que estructura todo sistema, condenado por la ambición de su propia conquista a caer en la más perversa de las depravaciones. En términos simples, es la máxima expresión de la corrupción humana. Esa palabra se convierte en una excusa burda, una justificación disfrazada de ley natural; en esencia, no es más que el instinto de quienes ansían doblegar a otros… o de aquellos que, en su debilidad, se entregan a ser doblegados. El poder es el mayor de los parásitos, aquel que, una vez introducido, se adueña de todos, arrastrándolos a un juego que profesa grandeza, pero desemboca únicamente en la más absoluta penuria.
Así, quien funda su vida en cualquier forma de poder talla, en su propio epitafio, la condena que yacerá sobre su sepulcro. Quienes conciben astutamente la dominación, tanto externa como interna, pecan en el principio mismo de la existencia genuina. Es, en esencia, un detonante de evolución caótica que siempre desemboca en la más devastadora destrucción. No hay persona a la cual no corrompa, pues no existe mal que por bien no venga; nadie puede manipularlo sin arrastrar consigo el derecho inalienable de los demás.
Eohedon aborrecía el poder en todas sus manifestaciones, pero lo que más temía era el suyo propio. Al contemplar este abismo, permaneció inmóvil, absorto, sin pronunciar palabra, mientras observaba el pueblo de Reinlgeick: una encarnación de opresión, un caos regido por un cielo gris que parecía encerrar el estrecho panorama de ese lugar, incapaz de escapar al mundo.
Tras un tiempo indefinido, Eohedon rompió el silencio y se dirigió al ser que tenía frente a sí:
—He pensado en mostrarte lo que sigue, mas primero agradecería conocer a la persona a quien me dirijo.
Ante él, el hombre esbozó una sonrisa leve, propia de quienes se complacen al doblegar la voluntad ajena, y dijo:
—Mi nombre es Reinlgeick, aquel cuyo nombramiento inspiró este pueblo y quien ostenta su máxima autoridad.
—Así que, eres tú —respondió Eohedon, el artífice de esta total barbarie, la encarnación misma de la opresión, con una voz mínima y oscura, una serenidad inusual y una inquietud contenida.
El silencio que se extendió entre ambos fue más denso que la niebla que cubría las calles de Reinlgeick. En los ojos de Eohedon no había ira, sino un juicio inamovible, como si ante él se manifestara no un hombre, sino un concepto repugnante. Reinlgeick, por su parte, dejó escapar una sonrisa casi imperceptible, la de aquellos que creen controlar el destino de otros.
—¿Barbarie? —repitió con tono mesurado, cruzando las manos detrás de la espalda—. Veo que tu juicio es tan implacable como la historia que pretendes condenar. Pero dime, viajero, ¿qué es la opresión sino el precio de la estabilidad? ¿Acaso crees que el hombre es capaz de vivir sin cadenas? La libertad, esa quimera que tantos ansían, no es más que el pretexto de los débiles para justificar su incapacidad de gobernarse a sí mismos.
Eohedon no apartó la mirada. Las palabras de Reinlgeick retumbaban con la cadencia de incontables tiranos de antaño; un discurso pulido, casi elegante, como un cuchillo forjado con esmero, cuyo filo es sutil pero letal.
—¿Y qué te hace pensar —respondió Eohedon, con voz serena, cada sílaba esculpida con fría precisión— que tu gobierno es más que el reflejo de la misma debilidad que desprecias? Quien teme al caos más que a la opresión no busca orden, sino refugio en su propio terror. La tiranía no es la fortaleza del hombre, sino su confesión de impotencia ante un mundo que se resiste a ser comprendido.
Reinlgeick dejó escapar una leve risa, como quien escucha las palabras de un iluso. Se acercó unos pasos, deslizándose como una sombra bajo la mortecina luz de los faroles, y dijo:
—Eres un hombre de palabras agudas, pero dime: si la opresión es el mal absoluto, ¿qué alternativa propones? ¿Un mundo sin jerarquías, un equilibrio sin sacrificio?
Eohedon inclinó apenas la cabeza, como si meditara la pregunta, pero la respuesta ya ardía en su interior:
—No soy tan necio como para creer en la utopía —susurró, sin ira, solo con la ineludible verdad—. Sin embargo, jamás llamaré virtud a la esclavitud.
—Por ello, al transgredir mi propio principio —añadió con voz queda pero firme—, por alguna quimera de bien mayor, yo cargaré con todo el sacrificio del mundo.
Al concluir su diálogo, Eohedon alzó su mano izquierda hacia el cielo, mientras sus túnicas se deslizaban suavemente a su alrededor. Ante este gesto, Reinlgeick se tensó, presintiendo la gravedad de lo que estaba por suceder, mientras Eohedon pronunciaba su última sentencia.
—! Reingleick! ¡Te despojo de todo cuanto engrandece tu ser y te posiciona superior a otros!
Entonces el mundo mismo tembló el espacio circundante emitió una sensación cacofónica y exaltante como si difundiese el juicio de Eohedon. El mismo mientras tanto marcho de ahí y, Reingleick permaneció arrodillado presenciando su ir, mientras se sentía mas completo que nunca.