“GENESIS”

Que el metal marcado por reyes vuelva a sus forjadores, mas el aliento impreso con fuego divino no se doblegue ante tronos de ceniza.

—Evangelio; según San Mateo—

 

Aidglan, infierno de unos, paraíso de otros; sin duda, el centro del mundo, el principio del bien y del mal, la representación viva de la historia humana. Aquí habitan aquellos condenados a ambicionar por siempre, marcados por el peso de sus penurias y refugiados en la sombra de su ser.

Así también se encuentran humanos de amor finito, que antes de abrazar oprimen, como un ruiseñor herido, perdidos en la pasión de sus carencias. Y, en contraste, están los que odian con una pasión desmedida, haciendo del rencor su única existencia y del desprecio su cumbre. No olvidemos a aquellos de necesidad precaria, incapaces de percibir más allá de sus mentes cerradas.

 

Aidglan, mezcla de amores y rencores, encarna lo más sublime y lo más ruin. Sus muros, aunque invisibles, son imponentes en su mera mención; poseen ojos que todo lo observan y manos que todo sienten. La ciudad, teñida de tonos que desafían la comprensión, susurra ecos de mandatos ancestrales plasmados en textos de caligrafía sublime, que narran eras de gloria olvidada. Y su cielo, portador de la presencia de un observador impasible, refleja tanto el desconcierto como la complejidad intrínseca de la existencia.

 

Eohedon, en su insignificante grandeza efímera, yacía frente a aquel monumento al mandato divino.

—Aquí se cierra mi travesía, la concientización del origen, de mi propia existencia —anunció con voz solemne, como aquel que renace al final de un principio.

 

De repente, una voz lo interrumpió:

—¿Eres tú? ¿Aquel predestinado desde antiguo augurio?

Una figura se acercó. Con paso ligero y sonrisa irónica, el joven continuó:

—Soy Rylen, un humilde servidor... aunque, para serte sincero, no te veía como imaginaba.

 

La presencia de Rylen rompía la solemnidad de Aidglan con una irreverente calidez, como si su burla fuera una invitación a cuestionar la imagen mítica que Eohedon había forjado a su alrededor.

—Gran Eohedon —prosiguió el joven con tono desenfadado—, debo confesar que, al conocerte, pareces tener mi edad; sin embargo, tu rostro alargado evoca más la sabiduría y el peso de los años que la vitalidad de la juventud.

 

Eohedon, extrañado ante la confianza de este individuo contesto, su tono, una mescla entre la calma y la reflexión.

 

—Rylen, ¿acaso te deleitas en desafiarme? Dime, ¿quién eres y qué te ha traído a este lugar?

 

Desde lo alto, la figura del observador impasible observaba el encuentro entre Eohedon y Rylen, su mirada vacía y distante, pero llena de un conocimiento que no podía ser comprendido por la mente humana.

 

—El juicio no es para él —susurró una voz dentro de la mente de Eohedon, como una vibración en el aire. No era una voz humana, sino algo más, algo eterno—. Tú, que te ves atrapado en tu propio reflejo, debes trascender más allá de lo que tus ojos pueden ver. No temas, pues el camino será oscuro, pero a través de él hallarás lo que siempre buscaste: la verdad.

 

Eohedon, con la sensación de estar siendo observado por algo más allá de la comprensión, miró hacia el cielo. La ciudad parecía callarse, como si también aguardara el siguiente movimiento.

 

Eohedon, con los ojos clavados en el cielo tormentoso, percibió la quietud de la ciudad como si todo estuviera suspendido en un único, infinito aliento. La sensación de ser observado, de estar al centro de una mirada ajena y profunda, lo hizo dudar, aunque no se permitió flaquear. Su mente se debatía entre la incertidumbre y la ira contenida, mientras las palabras susurradas por la presencia superior retumbaban dentro de su ser.

 

Rylen, como si adivinara la lucha interna, dio un paso más cerca, y su tono irreverente no mostraba ni miedo ni respeto, sino una curiosidad pura, como si todo esto fuera solo un juego en el que él no estaba dispuesto a perder.

 

—¿Estás buscando algo, Eohedon? —preguntó, con una sonrisa que delataba un pensamiento oculto. La pregunta no era una simple indagación, sino un reto que cuestionaba el fundamento mismo de la existencia de Eohedon.

 

Eohedon lo miró fijamente, sin pronunciar palabra, como si estuviera pesando cada sílaba que surgiría de sus labios.

 

—¿Qué sabes tú sobre lo que busco, Rylen? —respondió finalmente, su tono frío y penetrante, como la superficie de un río profundo que oculta su verdadera naturaleza—. ¿Acaso piensas que mis pasos fueron guiados por la necesidad de encontrar respuestas? Yo ya tengo mis certezas.

 

Rylen, sin inmutarse, se dejó caer sobre una piedra cercana y, con el gesto de quien observa el paso de una estrella fugaz, replicó:

 

—Certezas... —repitió, como quien saborea la palabra—. Qué curiosa es la gente que busca lo absoluto sin preguntarse si las certezas realmente existen. El mundo es más vasto que cualquier dogma, Eohedon, y, sin embargo, todos corren en busca de respuestas encerradas en sus propios miedos.

 

La mención de "miedos" hizo que Eohedon se tensara, como si las palabras de Rylen fueran un aguijón que tocaba una herida no visible. Un resplandor tenue apareció en su mirada, una chispa momentánea que parecía desafiar su calma. La ciudad, con sus muros invisibles, observaba como un ente que también respiraba, en espera de una respuesta.

 

—¿Miedo? —repitió Eohedon, sus ojos reflejando el tormento interno—. Yo no temo. Ni al destino ni a los hombres. Ni siquiera al juicio que me aguarda.

 

Rylen lo miró con una mezcla de simpatía y crítica, como si estuviera ante un actor que no sabía que el escenario ya había sido abandonado por su público.

 

—No, Eohedon. No temes, pero ¿acaso comprendes lo que temes? La falta de miedo no significa victoria. La verdadera victoria es el entendimiento de uno mismo, algo que tú has evitado durante tanto tiempo. No huyas más de la confrontación, de la que te separa del mundo que te rodea.

 

En ese momento, una corriente de aire helado recorrió las calles de Aidglan, como si la misma ciudad respirara profundamente, y el observador impasible pareció inclinarse un poco más hacia el abismo que separaba el cielo de la tierra. La figura en lo alto, inmutable y distante, parecía manifestar una quietud palpable, como un pensamiento contenido que aguardaba el giro del destino.

 

Eohedon cerró los ojos por un breve segundo, como si la presencia del observador hubiera tocado alguna fibra en su interior. La ciudad susurraba, los ecos de voces perdidas cruzaban sus pensamientos. Su espíritu, desgarrado entre la certeza de su poder y la duda de sus intenciones, comenzó a vacilar.

 

La voz, esa misma voz que había susurrado en su mente, se hizo más clara, más nítida, como un mandato que brotaba de su ser:

 

—No es el juicio lo que te teme, Eohedon, sino lo que aún no te has permitido ver. Abandona el reflejo, y mirarás lo que de verdad eres. No busques más fuera de ti, porque no habrá respuesta en los otros, solo en tu interior.

 

La ciudad, en su silencio imponente, parecía agitarse en respuesta a la revelación. Rylen, al notar el cambio en la expresión de Eohedon, se levantó lentamente, ya no con burla, sino con una especie de respeto taciturno.

 

—¿Qué elegirás, entonces, gran Eohedon? ¿Seguirás buscando respuestas en las sombras que te rodean, o te enfrentarás al abismo de lo que eres?

 

Eohedon abrió los ojos, la lucha interna aún presente, pero algo más había cambiado. Ya no era la furia lo que dominaba su ser, sino una comprensión naciente. El sol, oculto tras las nubes densas, parecía surgir un instante, bañando a ambos en una luz tenue, como si el mundo en su totalidad estuviera esperando una decisión.

 

Permaneció inmóvil, como si el peso de las palabras de Rylen hubiera desgarrado la cortina de su mente, dejándole ver un abismo donde antes solo había certezas. La luz tenue del sol, filtrada por las nubes, parecía acariciar su rostro, como una caricia incierta. Rylen no era ya un joven burlón ante él, sino una puerta abierta a lo desconocido.

 

-Esfúmense de mi presencia

 

Las palabras salieron con fuerza, pero su voz temblaba apenas. El viento, que ahora soplaba con mayor furia, arrancó una de las hojas doradas de los árboles cercanos y la dejó caer suavemente sobre el suelo, como si el mundo mismo respirara un aliento contenido. Eohedon, sin embargo, no se apartó de su camino interior. En su mente, el combate entre el ego y la verdad comenzaba a revelarse como un laberinto sin salida, donde todo lo que creía saber se desmoronaba ante la revelación de sí mismo.

 

Rylen, al ver la vacilación en sus ojos, dio un paso hacia él, sin el tono desafiante de antes. Esta vez, había algo distinto, como si la sinceridad estuviera dejando de ser una opción y se estuviera convirtiendo en una necesidad.

 

—No tienes que elegir ya, Eohedon —dijo con voz baja, como si quisiera evitar que las palabras se perdieran en la tormenta que rodeaba la ciudad—. El mundo no espera una respuesta definitiva. Todo es un devenir, una constante transformación, una verdad fluida. Lo que temes no es el juicio, sino la inmovilidad. El miedo que sientes no está en lo que has sido, sino en lo que podrías llegar a ser.

 

Eohedon lo miró, incapaz de responder. Las sombras que se alargaban bajo las columnas de la ciudad parecían tomar forma y rodearlo, como tentaciones que jugaban con su conciencia.

 

Un silencio profundo se instaló entre ellos, una pausa en la que los susurros de la ciudad parecían alzarse en una sinfonía melancólica. Eohedon sentía, como nunca antes, el peso de lo inmutable, de los juicios que se acumulaban en su alma. El cielo, que antes se había mostrado impasible, ahora parecía reflejar la angustia misma de su ser.