“Spherae Obscurae Dei Patris”

"Temed, arquitectos de clemencia estéril, cuya justicia, tallada en mármol de lágrimas falsas, alimenta el hambre de los mismos dioses que denunciáis.

Pues cuando el espejo de vuestros actos se quiebre, la marea de mi ira, silente y ancestral, ahogará vuestros cimientos de sal…

Y en vuestra boca, solo quedará el sabor de la verdad que os negasteis a nombrar.

…Ecos de Cenizas."

— Eohedon—

 

Eohedon, alzándose en la infinitud del abismo, detuvo su avance, como si el mismo tejido del cosmos hubiera sucumbido ante su presencia. Su mirada, más allá de toda percepción humana, penetró las capas del tiempo y del espacio, y contempló la hybris de Aidgland y los engranajes rotos de su destino. Como el ojo de una divinidad omnisciente, que observa la danza de las estrellas y la caída de los reinos, su alma se impregnó de la fatalidad de aquellos que se atreven a desafiar lo divino.

 

En ese instante, su voz se alzó, como el estruendo de un trueno celestial, resonando en la abismal vastedad de la creación, como un mandato emanado de la boca del propio Génesis:

 

He sido advertido en los rincones más lejanos del vacío, iluminado por los blasfemos que se erigen como dioses en su arrogancia, juzgado por las almas decadentes de imperfectos, aduladores y falsos, vistos como un crédulo errante y confundido por la niebla de lo incomprensible. En Aidgland, la cúspide misma de la aberración, la corrupción de lo eterno, la escoria de la creación, se alza ante mí.

 

Eohedon, tan consciente de su divinidad como de la abrumadora inmensidad de su ser, culminó su alegato en un acto tan puro de divinidad que el tiempo mismo se inclinó ante él. El universo, en su magnificencia y en su caos, suspendió su marcha. En el éxtasis de su ascenso, Eohedon contempló la más sublime de las caídas, la redención definitiva que nace del abismo. Se elevó, no como un ser común que desafía la gravedad, sino como si desafiara las leyes mismas que gobiernan el firmamento, como si despojara a la existencia de su principio y fin.

 

Entonces, un silencio absoluto, insondable, se apoderó del universo: ni Rylen, ni Aidgland, ni observador alguno, ni murmullo o suspiro. Solo el caos, en su naturaleza primordial, se presentó como un testigo mudo. Y aún aquel, quien desde su altísima y sagrada morada se consideraba el juez eterno, alzó su mirada, vacía de arrogancia, para contemplar a Eohedon, quien, en la cúspide del todo, proclamó su mandato con la autoridad de los dioses:

 

Alegan aceptar, mas se desconocen. Dialogan de amor, pero nutren su corazón de odio. Se erigen como heraldos de la paz, pero traen consigo la guerra. Se dicen creyentes, pero son hipócritas, erigiendo ídolos de barro en su templo. Juzgan, pero no obran, critican, pero no actúan. Creen que mi juicio será su condena, mas mi vasta calma los doblegará. Soy aquel que desafía lo imposible, el que escupe sobre la majestad del destino y lo convierte en polvo ante mis pies. Soy, fui y seré el fin del principio, alfa y omega, el inicio del final... final del inicio, omega y alfa, principio del fin el Soy. Aquellos que se postran ante alegatos vacíos y vanos se entregan a la perdición. Quien acepte este juicio peca, y quien peca, fracasará, pues su alma se disolverá como la niebla ante la luz del amanecer.

 

Rueguen, pues mi benevolencia ha tocado su límite. Ahora, en este instante eterno. Desataré, en este alegato, el aleph donde lo existente y lo negado se besan con dientes de acero. Desesperen…

 

Solo en esa desesperación, en el abismo más oscuro de la nada, hallaréis la paz, pues solo allí se alcanzará la calma infinita.

 

Al contemplar la hybris de Aidgland, Eohedon no vio una ciudad, sino el reflejo de su propia sombra: aquel instante remoto en que, como ellos, creyó que su divinidad era absoluta. Por eso su ira era silente… porque al destruirlos, se juzgaba a sí mismo.

 

Así, Eohedon alzó ambos brazos hacia los cielos, sus palmas abiertas hacia el abismo primordial, como si las huellas de su ser pudieran alcanzar las mismas fibras de la creación. El sol, el rey de los astros, pareció desplomarse del firmamento, como un dios desterrado de su trono. Su luz vaciló, como si los últimos vestigios de la creación misma se desmoronaran ante la majestad de Eohedon.

En el instante previo al juicio, Eohedon dudó. No por piedad, sino porque en la fisura más oculta de su ser divino, una voz susurró: ¿Y si tú también eres un engranaje de un dios mayor?

 

A pesar de que algunos intentaron huir, sus cuerpos se desintegraron en el aire. Aunque Rylen, rogase con lágrimas de desesperación, su clamor fue silenciado por la vastedad del juicio. Aún aquel observador impasible, quien, desde su altura inalcanzable, trató de escapar de la visión de la catástrofe, fue impotente. Nada pudo evitar lo inevitable.

 

El mundo entero, suspendido en su fragilidad, sintió la desesperación más profunda. Aidgland, en su núcleo mismo, sintió cómo la desesperación se apoderaba de su alma. Cada rincón de su existencia, cada estructura y cada suspiro, se rindió ante la magnitud de su destino. Desesperó hasta la cúspide de su inexistencia, desintegrándose en el polvo cósmico, la misma esencia primordial de las estrellas que, en tiempos inmemoriales, la habían dado a luz, en arenas de espacio y tiempo.

 

En el aleph, una de las esferas se abrió, y por un instante, Eohedon vio a Rylenah: su luz era idéntica a la de Rylen, el pontífice que ahora suplicaba. ¿Eras tú mi castigo o mi perdón?, pensó, demasiado tarde.

 

Aidlgand, ahora existente solo en su inexistencia incomprendida, se mantuvo siempre aquello que pudo y no ser.

 

Y, al final ante todo solo quedo Eohedon en ese lugar inhóspito del mundo o quizás solo ese lugar quedo en Eohedon, entonces mirando hacia el cielo pronuncio.

 

¿Y tú, que lees estas palabras en la falsa seguridad de tu mundo, no escuchas el crujir de los cimientos? ¿No notas que este pasaje es un espejo, y que Eohedon ya observa, desde sus líneas, la sal que corroe tu realidad?