El Eco de los Caídos

La luna carmesí se alzaba sobre Azkarion, teñida de un fulgor antinatural. En el corazón de un valle olvidado, las ruinas de un templo antiguo se alzaban como dientes rotos en la oscuridad. Inscripciones desgastadas por el tiempo susurraban relatos de una era perdida, un tiempo en el que los dioses miraban con temor a los mortales y las sombras caminaban entre ellos.

En el centro del templo, un círculo de figuras envueltas en túnicas negras trazaba glifos sobre el suelo agrietado. Sus voces, un murmullo gutural, invocaban nombres prohibidos, nombres que no debían ser pronunciados.

"Malza… Malzaret… los Caídos aguardan…"

El aire vibró con un poder antiguo y corrupto. Un vórtice oscuro comenzó a formarse, devorando la luz, distorsionando la realidad misma. La tierra tembló. Algo… algo al otro lado del velo despertó.

Pero entonces, un estallido dorado rompió la noche. Una esencia pura, como un millar de estrellas cayendo en la oscuridad, se precipitó sobre el templo. Los encapuchados gritaron cuando su ritual fue interrumpido. Desde la lejanía, un grupo de guerreros descendía como relámpagos dorados. La batalla comenzó.

Entre ellos, una figura de ojos sabios y místicos avanzó con paso firme. Waile, el anciano cuya mirada veía a través del alma, se detuvo ante el vórtice y extendió la mano.

"No es su tiempo aún."

Con una explosión de luz, el vórtice se cerró. El ritual había fracasado. Pero las sombras no habían sido derrotadas… solo retrasadas.

Muy lejos de allí, en la ciudad de Luthenor, un joven desconocía el destino que lo aguardaba. Aelek, un muchacho sin linaje, sin gloria ni poder, estaba a punto de dar el primer paso en un camino que lo llevaría al corazón del conflicto.

Porque la Senda de los Caídos no se detendría. No mientras su voluntad siguiera ardiendo en la oscuridad.