Un dulce en la noche

El viento arrastraba el polvo del camino, enredándolo en los pliegues de una capa gastada. Aelek, con la mirada perdida, observaba el valle extendiéndose más allá de la puerta de la ciudad. No sabía qué buscaba en ese horizonte, pero su pecho se apretaba con una sensación que no lograba comprender.

No tenía rumbo. No tenía pasado. Solo estaba allí, como una sombra más entre las calles, envuelto en harapos y en un silencio que nadie parecía notar.

Un sonido ligero interrumpió sus pensamientos: el crujido de pasos acercándose. Se giró levemente y vio a una joven de cabello oscuro y ojos vivaces. En su mano extendida, un pequeño dulce brillaba bajo la luz de las farolas.

—Cuando estoy triste, los dulces ayudan un poco —dijo con naturalidad, como si le hablara a un viejo amigo.

Aelek parpadeó, desconcertado. No recordaba la última vez que alguien le ofreció algo sin esperar nada a cambio. Tomó el dulce con dedos temblorosos, sin saber qué decir.

—Te veo luego —añadió la chica antes de alejarse con paso ligero.

Se quedó observándola hasta que desapareció entre la multitud. Luego bajó la vista al dulce en su mano. Lo llevó a la boca con cautela, dejando que el sabor suave y azucarado se disolviera en su lengua.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo diferente al vacío.

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La noche se volvió más fría, y Aelek permaneció en su rincón, acurrucado contra la pared. Sus pensamientos iban y venían, pero no encontraba respuestas.

No pasó mucho tiempo antes de que los mismos pasos regresaran. La chica, ahora con un pequeño paquete envuelto en tela, se arrodilló frente a él.

—Ten —dijo, dejando el paquete junto a él—. Te vi comer ese dulce como si fuera lo único que hubieras probado en días. No me gusta ver a la gente con hambre.

Aelek la miró fijamente, tratando de entender por qué le ofrecía ayuda.

—¿Por qué haces esto? —preguntó con voz ronca.

Ella se encogió de hombros, como si la respuesta fuera obvia.

—Porque puedo.

Esa noche, Aelek comió en silencio mientras la chica se sentaba a su lado. Su presencia era ligera, sin presión, como si simplemente estuviera allí porque quería.

Cuando terminó, ella lo observó con atención.

—Me llamo Arya ,no pareces un mendigo. ¿Qué haces aquí?

La pregunta lo atravesó más de lo que esperaba.

—No lo sé —admitió después de un largo silencio—yo soy Aelek, no sé a dónde ir… no sé qué hacer. No tengo un destino.

La chica sonrió levemente, con un brillo en los ojos que Aelek no supo descifrar.

—No se trata de tener un destino. Se trata de seguir avanzando… aunque no sepas a dónde.

Él la miró, sintiendo que sus palabras tocaban algo profundo en su interior.

—Ven conmigo —dijo ella, poniéndose de pie—. No puedes quedarte aquí para siempre.

Dudó por un instante, pero al final, se levantó y la siguió.

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La casa de Arya era pequeña y humilde, pero acogedora. Aelek observó a su alrededor, notando la falta de otras voces, otras presencias.

—¿Vives sola? —preguntó con curiosidad.

—Sí —respondió sin titubear, aunque no explicó el motivo.

Aelek sintió que había más en esa respuesta, pero no preguntó. En cambio, aceptó la ropa limpia que le ofreció y se dirigió al baño.

El agua caliente contra su piel fue un lujo inesperado. Se quedó un momento bajo el chorro, dejando que la suciedad y el cansancio se deslizaran con el agua.

Cuando salió, encontró la habitación que Aria le había indicado. Apenas se tumbó en la cama, el agotamiento lo venció.

Por primera vez en mucho tiempo, durmió sin miedo.

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El aroma a pan y sopa lo despertó. Parpadeó, confundido por la sensación cálida que lo rodeaba. Por un instante, había olvidado dónde estaba.

Se levantó y caminó hacia la cocina, donde Aria estaba sirviendo dos platos en la mesa.

—Buenos días, dormilón —dijo con una sonrisa divertida.

Aelek se sentó en silencio, aún procesando todo.

—Puedes quedarte aquí… pero tendrás que ayudarme con algo —añadió, dándole un vistazo burlón—. No pienses que la comida es gratis.

—¿Ayudarte con qué?

—Ya lo verás.

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El restaurante estaba lleno de ruido y movimiento. Arya lo guió entre las mesas hasta la cocina, donde una mujer mayor la recibió con una ceja levantada.

—¿Quién es el chico que traes contigo, Arya?

—Mi hermano —respondió sin dudar.

Aelek se quedó inmóvil, sorprendido por la afirmación. La mujer frunció el ceño.

—No sabía que tenías un hermano.

—Lo encontré ayer —dijo Arya con naturalidad.

Aelek la miró, intentando entender por qué había dicho eso. Pero en lugar de explicarlo, Arya simplemente le pasó un delantal.

—Desde hoy, trabajas aquí.

No protestó. Quizás porque, por primera vez, tenía algo que hacer.

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Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses.

Aelek y Arya compartieron rutinas, pequeñas conversaciones y risas inesperadas. No eran familia de sangre, pero algo en su relación comenzó a sentirse así.

Se acostumbró a los sonidos del restaurante, a la calidez de la casa, a la forma en que Aria siempre encontraba la manera de hacerlo sentir parte de algo.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió que pertenecía a algún lugar.

Hasta que, un día, Arya se desplomó sin previo aviso.

Aelek corrió hacia ella, el miedo atravesándole el pecho.

—¡Arya!

La llamó, pero ella no respondió.

Y en ese momento, supo que la paz que había encontrado estaba a punto de romperse.