Aelek corría. Sus piernas ardían, sus pulmones suplicaban por aire, pero él no se detenía. No podía.
La oscuridad del bosque lo envolvía, el frío de la noche se adhería a su piel como un manto de muerte. Su ropa hecha jirones se enganchaba en las ramas, sus pies descalzos tropezaban con raíces ocultas bajo la maleza. Atrás, el rugido de la bestia todavía resonaba entre los árboles, un sonido gutural que parecía devorar el silencio de la noche.
Pero más aterrador que el rugido fue el grito.
El guardia había sido el último en quedarse atrás. "Corre. No mires atrás." Sus palabras aún retumbaban en la mente de Aelek, como un eco cruel que no quería desvanecerse. Pero él había mirado atrás.
Había visto la silueta del hombre plantarse firme frente a la criatura, espada en mano, sin miedo, sin titubeos.
—Ya tengo cuarenta años... —murmuró el guardia antes de cargar contra la bestia.
Aelek nunca supo si logró golpearla. Solo escuchó el grito, el desgarrador alarido de un hombre al que el destino había decidido reclamar.
Y ahora estaba solo.
La muerte lo había rodeado en las últimas dos semanas. Personas que rieron con él, que compartieron comida, que le dieron una espada para que aprendiera a defenderse... ahora eran solo recuerdos.
Recuerdos efímeros, como hojas arrastradas por el viento.
¿Así era la vida?
Aelek se detuvo un momento, apoyándose contra un tronco grueso. Sus manos temblaban, su cuerpo apenas podía sostenerse. Pero levantó la vista.
La luna se filtraba entre las copas de los árboles, iluminando el bosque con una tenue luz plateada. Las hojas susurraban con el viento, y a lo lejos, los ecos de la noche seguían su curso, indiferentes a la tragedia que había ocurrido entre ellos.
Y entonces, por primera vez, Aelek entendió algo.
La vida no espera. No se detiene.
El mundo seguía girando, la naturaleza seguía su camino, indiferente al sufrimiento de los mortales. La muerte llegaba sin avisar, sin sentido, sin propósito. No era una fuerza malvada ni justa, simplemente era.
¿Y él? ¿Qué haría ahora?
Apretó los puños.
Caminaría.
Porque si se detenía ahora, sería como aceptar que todo lo que habían hecho por él había sido en vano.
Así que avanzó.
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El bosque finalmente terminó.
El sol de la mañana lo cegó por un instante cuando emergió de la espesura. Ante él se extendía una inmensa pradera dorada, y a lo lejos, como un centinela de piedra, una muralla se alzaba sobre el paisaje.
Era una ciudad.
Aelek sintió un atisbo de esperanza. ¿Luthenor? No lo sabía, pero era su única opción.
Avanzó por la pradera, sintiendo la brisa fresca en su rostro. A lo lejos, grandes bestias herbívoras pastaban tranquilamente. Algunas eran el doble de su tamaño, otras pequeñas y ágiles, corriendo en manadas juguetonas.
Cuando finalmente llegó a la puerta, un guardia con armadura ligera lo detuvo.
—¿Quién eres y de dónde vienes? —preguntó el hombre con voz firme.
Aelek lo miró, confundido. Por un momento, no supo qué responder.
—Viajaba en una caravana de comerciantes... fuimos atacados... soy el único sobreviviente.
El guardia, que se presentó como Lin, lo evaluó con una ceja en alto. Aelek no pasaba de los quince años, estaba sucio, con ropas rotas y ojos hundidos por el cansancio. ¿Un mocoso sobreviviendo al bosque? Era difícil de creer.
Aun así, Lin suspiró y le lanzó una pequeña bolsa.
—Toma algo de comida. Es lo único en lo que puedo ayudarte. —Le entregó además diez monedas de cobre—. Úsalas bien.
Aelek asintió en silencio y pasó por las puertas de la ciudad.
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Las posadas lo rechazaron.
Sus ropas andrajosas y su aspecto harapiento no le permitieron conseguir una cama, sin importar cuántas monedas ofreciera. Así que se acomodó en un rincón entre cajas apiladas, en un callejón donde apenas se filtraba la luz de la luna. Desde allí podía ver otra puerta de la ciudad, que se abría hacia un valle más allá de los muros.
Allí, en la penumbra, el peso de la realidad lo golpeó.
¿Qué haría ahora?
Había llegado hasta aquí, pero no tenía un destino. No tenía familia. No tenía un propósito.
Las preguntas se acumulaban en su mente, demasiadas para responder. Sintió el nudo en su garganta apretarse, y sin poder evitarlo, lágrimas silenciosas comenzaron a caer por su rostro.
No sollozó. No gritó. Solo dejó que la tristeza se deslizara por su piel, en la quietud de la noche.
Hasta que una voz lo sacó de su miseria.
—¡Ehi, chico! ¿Quieres un dulce?
Aelek abrió los ojos, desconcertado.
Una figura se inclinaba sobre él.
—¿Quieres un dulce? —repitió la voz femenina con entusiasmo.
Era una chica, de su edad o quizás un poco mayor. Su cabello oscuro caía en mechones desordenados, y su sonrisa despreocupada contrastaba con el desolador estado de Aelek.
Él no supo qué cara poner. No supo qué pensar.