Sombras en el Bosque

El traqueteo de las ruedas sobre la tierra seca resonaba con un ritmo monótono. La caravana avanzaba con lentitud, atravesando el denso bosque que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. La luz del sol se filtraba a través del follaje, proyectando sombras danzantes sobre el camino de tierra.

Aelek viajaba en la parte trasera de uno de los carros, sentado con la espalda apoyada contra los sacos de mercancía. Su mirada vagaba entre los árboles, su mente sumida en una constante inquietud.

No confiaba en estas personas. No confiaba en nada.

No recordaba quién era. No tenía recuerdos claros de su pasado, solo fragmentos difusos de una civilización que sentía ajena. Y, sin embargo, aquí estaba, viajando con un grupo de mercaderes y guardias, compartiendo comida y fogatas con extraños.

—Pareces perdido en tus pensamientos, muchacho —dijo una voz a su lado.

Aelek giró la cabeza. Era Hendrik, el mercader que lo había acogido en la caravana. Un hombre de mediana edad, con barba entrecana y un semblante curtido por la vida en los caminos. Sus ojos, sin embargo, conservaban un brillo astuto, como si calculara cada situación con precisión.

—Solo… estoy tratando de entender todo esto —respondió Aelek, sin mucho ánimo de hablar.

Hendrik sonrió con indulgencia.

—El mundo no espera a que lo entiendas, chico. Simplemente sigue avanzando. Como esta caravana.

Aelek guardó silencio.

La travesía continuó. Durante días, compartió el viaje con ellos, comiendo junto al fuego, escuchando las historias de los mercaderes y los guardias. Aprendió sus nombres, sus costumbres, sus preocupaciones. Algunos de los mercenarios le enseñaron lo básico sobre el uso de la espada, prestándole un arma vieja para que pudiera defenderse.

Pero algo lo inquietaba.

Los ataques no cesaban.

Cada dos o tres días, criaturas surgían del bosque: lobos de sombras, basiliscos de escamas opacas, incluso hordas de pequeños demonios de hueso que acechaban en la oscuridad. La caravana siempre era atacada, como si el destino mismo los pusiera a prueba.

Personas morían. Guardias experimentados caían bajo las garras de los monstruos, y aun así, los demás seguían adelante.

Aelek no lo comprendía. En su mente, si el peligro era tan grande, lo lógico sería regresar, huir, buscar un camino más seguro. Pero para ellos, rendirse no era una opción.

Algo dentro de él se removió. Él no tenía un propósito, ni una ideología, ni siquiera recuerdos que le dijeran quién era. Pero sí sabía que no quería morir.

—Descansa, muchacho —le dijo Hendrik una noche junto al fuego—. Luthenor está a solo unos días más. Allí encontrarás respuestas.

Pero la respuesta que llegó no fue la que esperaban.

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En la fatídica noche del noveno día, una sombra cayó sobre la caravana.

Un rugido estremeció el bosque, haciendo temblar la tierra. Un viento gélido barrió el campamento, apagando las fogatas. Algo antiguo y poderoso despertó entre los árboles.

Aelek sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Se giró justo a tiempo para ver cómo la criatura emergía de la espesura.

Era inmensa, con un cuerpo cubierto de escamas negras que parecían absorber la luz. Su forma recordaba a la de un lobo, pero su tamaño rivalizaba con el de una casa. Ojos de un azul espectral brillaban en su rostro bestial, y de su espalda surgían protuberancias óseas que chisporroteaban con energía oscura.

No era una bestia común.

Era una Quimera del Ocaso, una criatura mítica que no debía existir en estos bosques.

Los mercenarios desenfundaron sus armas, pero el miedo paralizaba sus movimientos. La quimera los observó por un instante... y luego atacó.

Fue una masacre.

Las garras de la bestia desgarraron carne y armaduras con facilidad. Sus fauces devoraron hombres enteros en un solo bocado. Hendrik corrió junto a otros mercaderes, pero el monstruo los alcanzó sin esfuerzo.

Uno a uno fueron cayendo.

Aelek no podía moverse. Su mente gritaba que corriera, pero su cuerpo estaba paralizado.

¿Por qué? ¿Por qué los estaba matando?

No entendía. No entendía nada.

Entonces, la quimera se detuvo.

Su mirada se posó en Aelek. Algo en su expresión cambió. Su cuerpo se tensó, como si recordara algo.

Una brisa extraña recorrió el lugar.

Por un instante, el monstruo titubeó. Luego, con un gruñido bajo, se alejó, dejando atrás la destrucción.

Pero la caravana estaba arruinada. De los viajeros, solo quedaron tres: Aelek, un mercenario y Hendrik, quien temblaba de terror.

—D-Debemos seguir… —murmuró el guardia—. No podemos quedarnos aquí.

El camino a Luthenor había quedado destruido. Sin otra opción, se internaron en el bosque.

A pie, el viaje tomaría seis días.

Se movieron con dificultad, buscando refugio entre los árboles. Cada día era un tormento. Hendrik, acostumbrado a los lujos de la vida mercante, sufría más que nadie. El guardia, aún aferrado a su deber, les protegía como podía.

Durante una de sus conversaciones nocturnas, Aelek preguntó:

—¿Qué era esa bestia?

El guardia, mirando el cielo estrellado, respondió:

—Hay muchas criaturas en este mundo. Algunas nacen de la naturaleza, otras… de la corrupción del Essan.

—¿Essan?

—La energía que da vida a todo. Algunos nacen con afinidad para controlarla, otros simplemente la sienten. Pero también puede corromperse… como en los monstruos que hemos visto.

Aelek escuchó en silencio.

Este mundo… tenía reglas diferentes.

Y él aún no entendía su lugar en él.

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Cuando faltaba un día para llegar a Luthenor, fueron atacados una vez más.

No era una bestia mítica esta vez, solo un depredador común del bosque. Pero ellos estaban demasiado débiles.

—¡Corran! —gritó el guardia.

Aelek corrió. Hendrik trató de seguir, pero su cuerpo ya no podía más.

—No… puedo…

Cayó de rodillas, jadeando.

—¡Levántate! —le gritó Aelek.

Pero el mercader negó con la cabeza.

—Vayan… Yo ya no tengo fuerzas.

Aelek sintió algo arder en su pecho.

¿Por qué?

¿Por qué debía seguir perdiendo a todos?

El guardia le sujetó el brazo.

—Debemos seguir.

Hendrik sonrió débilmente.

—Si alguna vez llegas a vender algo… que sea un buen destino para ti, chico.

El rugido del monstruo rompió la noche.

El guardia y Aelek corrieron sin mirar atrás.

Pasaron la noche huyendo.

Cuando el sol comenzó a salir, Aelek se detuvo. El bosque estaba en silencio.

El guardia ya no estaba.

Miró a su alrededor, solo para encontrar vacío.

Entonces, un grito se alzó en la distancia.

Fue el último sonido que Hendrik y el guardia dejaron en este mundo.

Aelek cerró los ojos.

Y siguió caminando.