El día que la piña casi ganó

Con un suspiro, agarró la pizza y la dejó en el asiento del copiloto. Arrancó el coche y condujo rumbo a la escuela de las niñas, con la caja oliendo a queso y tomate justo al lado de él.

No tuvo que bajarse. Apenas estacionó, vio a Natalia y Sofía correr hacia el auto. Como siempre, la competencia por el asiento del frente comenzó.

—¡Yo primero! —gritó Natalia, empujando a su hermana con todas sus fuerzas.

—¡No, ahora me toca a mí! —protestó Sofía, colándose sin problemas al asiento del copiloto.

Gabriel suspiró, resignado.

—Solo abróchense el cinturón.

Natalia infló las mejillas, cruzándose de brazos mientras se acomodaba en el asiento trasero. Sofía, sonreía orgullosa mientras se ponía el cinturón.

Negó con la cabeza y arrancó el auto, comenzando el viaje de regreso a casa.

Gabriel no perdió el tiempo. Apenas cruzó la puerta, encendió la televisión y buscó el canal de noticias.

—Se ha declarado cuarentena en la base médica donde se encuentran los astronautas de la Aurora.

Gabriel contuvo el aliento. La pantalla mostraba imágenes de la instalación, rodeada de vehículos oficiales y personal con trajes de bioseguridad.

—Aunque las autoridades no han dado detalles, se menciona que al menos dos miembros de la tripulación presentan síntomas inusuales. El gobierno ha asegurado que la situación está bajo control y se darán más actualizaciones en las próximas horas.

Las gemelas, en cambio, tenían prioridades más importantes. Se lanzaron sobre la pizza como si no hubieran comido en días, acomodándose en el sofá con platos en mano. Gabriel, aún de pie, las observó con el ceño fruncido.

—¿En serio? —murmuró, más para sí mismo que para ellas—. ¿No les importa lo que está pasando?

Una de las gemelas levantó la vista, con una sonrisa juguetona y un trozo de pizza a medio masticar.

—Relájate, Gabo. El mundo no se va a acabar por un par de astronautas resfriados —dijo, antes de darle otro mordisco a su porción.

—De verdad no entiendo cómo pueden comer eso —murmuró con repulsión, arrugando la nariz al ver la combinación de piña y queso derretido.

Sofía, con la boca llena, lo miró con una ceja levantada.

—Algún día caerás en la tentación de la pizza con piña —dijo, señalándolo con una rebanada como si estuviera lanzándole una maldición—. Y cuando ese día llegue, te arrepentirás de todas las veces que la rechazaste.

Gabriel bufó con desdén.

—Eso jamás pasará.

Natalia, que hasta ahora había estado disfrutando silenciosamente de su rebanada, no pudo resistir la oportunidad de unirse a la provocación. Con una sonrisa traviesa que delataba sus intenciones, tomó una rebanada y la acercó peligrosamente a su hermano, balanceándola frente a su cara como si fuera un péndulo hipnótico.

—Vamos, pruébala —dijo con un tono cantarín, acercando la pizza lo suficiente como para que el aroma dulce de la piña y el queso caliente invadiera el espacio personal de Gabriel—. Solo un bocado. ¿Qué tienes que perder?

Gabriel retrocedió un paso, levantando las manos en un gesto defensivo, como si la pizza fuera una amenaza.

—Mi dignidad, por ejemplo —respondió con sequedad, aunque no pudo evitar que una pequeña sonrisa se asomara a sus labios—. Y mi respeto por la comida decente.

Natalia rió, acercándose aún más con la rebanada.

—¡Vamos, cobarde! ¡Un bocado!

—¡Aléjate de mí con eso! —protestó, esquivando la pizza con una mezcla de horror y diversión.

Sofía, divertida, no pudo resistirse a unirse al acoso. Con una rebanada en la mano, se levantó del sofá y se unió a Natalia en su misión de pasar a Gabriel al lado oscuro de la pizza con piña. Viéndose superado en número, terminó huyendo al otro lado del sofá, esquivando los intentos de sus hermanas de hacerle probar lo que él consideraba su peor pesadilla culinaria.

—¡Mi propia familia ha traicionado mis principios! —exclamó con dramatismo, sosteniéndose el pecho como si hubiera recibido una puñalada traicionera—. ¡Esto es un golpe bajo! ¡Una conspiración!

Las gemelas se echaron a reír, disfrutando cada segundo de la reacción exagerada de su hermano. Sofía incluso se apoyó en Natalia para no caerse de la risa, mientras Gabriel seguía mirándolas con indignación.

—Está bien, está bien, te dejaremos en paz... por ahora —dijo Sofía con una sonrisa maliciosa, como si estuviera planeando su próximo ataque—. Pero esto no ha terminado, Gabriel. La pizza con piña siempre gana al final.

Gabriel suspiró aliviado, regresó a su lugar en el sofá, pero se sentó en el borde, listo para saltar y huir de nuevo si fuera necesario. Mientras tanto, las gemelas volvieron a su comida, riéndose entre ellas y lanzándole miradas cómplices que solo aumentaban su paranoia.

El ambiente divertido se mantuvo por unos minutos más, hasta que el sonido de un auto estacionándose afuera interrumpió la conversación. Gabriel frunció el ceño, mirando hacia la puerta con una expresión confundida.

—¿Ya llegaron? —murmuró, mirando la hora en su teléfono—. Se suponía que tardarían más.

Se puso de pie y caminó hacia la puerta, seguido de cerca por las gemelas. Al abrirla, vio a sus padres bajando del auto... pero no estaban solos.

Su madre sostenía con cuidado un bulto envuelto en una manta suave, y junto a ella descendió su tía Clarisa. Su rostro estaba hinchado, con los ojos rojos y húmedos, como si hubiera llorado durante horas. Miró a su padre en busca de respuestas, pero solo recibió un murmullo bajo y evasivo.

—En un momento te cuento.

Las gemelas, sin embargo, no compartían la cautela de su hermano mayor.

—¡Es el bebé! —exclamó Sofía, aferrándose al brazo de su hermana con entusiasmo.

—¡Vamos a verlo! —secundó Natalia, casi empujando a Sofía en su prisa por acercarse.

Pero en cuanto se asomaron entre los pliegues de la manta y vieron el pequeño rostro dormido del bebé, su emoción se esfumó de inmediato. Sofía frunció el ceño, mirando al recién llegado con una expresión que rayaba en la decepción.

—Oh... —murmuró, con un tono que dejaba claro que no era lo que esperaba.

Natalia suspiró, cruzando los brazos con resignación.

—Después de todo, no es un alien... —dijo, como si hubieran sido víctimas de una gran decepción.

Gabriel se llevó una mano al rostro, frotándose los ojos con exasperación, mientras su madre soltaba una risa cansada, como si estuviera demasiado agotada para lidiar con las ocurrencias de sus hijas.

—No, no lo es —respondió, moviendo la manta con cuidado para acomodar mejor al bebé, que seguía durmiendo plácidamente.

Clarisa, sin embargo, no dijo nada. Mantuvo la mirada baja, como si estuviera luchando por mantener el control.

—Bueno, ¿vamos adentro? —propuso su padre, intentando aliviar la tensión con un tono ligero.

Sin más, todos entraron a la casa. Las gemelas se quedaron en la sala, rodeando a su madre y a su tía, mientras comentaban con entusiasmo lo adorable que era el bebé. Gabriel aprovechó la distracción para escabullirse a la cocina, donde encontró a su padre bebiendo un vaso de agua en silencio.

—¿Qué pasó? —preguntó en voz baja, apoyándose en la encimera y cruzando los brazos.

Su padre suspiró, dejó el vaso en el fregadero y se pasó una mano por la cara, como si intentara borrar el cansancio. Luego, miró a su hijo con una expresión seria.

—Tu tía y el bebé se quedarán con nosotros un tiempo.

Gabriel frunció el ceño.

—¿Por qué?

Su padre echó un vistazo rápido a la sala. Luego volvió a mirar a Gabriel, y esta vez su voz fue más baja.

—La dejó. No quiere saber nada del bebé.

Gabriel cerró los ojos un momento, como si procesara la noticia. Luego resopló con fastidio.

—Me lo esperaba... pero no tan pronto.

Su padre asintió con un gesto sombrío, como si tampoco le sorprendiera la situación. Pero lo que no dijeron en ese momento, y que ambos sabían, era que esperarlo o no, eso no hacía la situación menos jodida.