Jim despertó como siempre, sin un "buen día" que lo salvara. La primera sensación fue la misma que todas las mañanas: ese peso invisible que lo arrastraba hacia abajo, un peso que no era tristeza, sino algo más sutil. No tenía energía para llorar, ni ganas de hacer nada en absoluto. Solo existía, y eso le bastaba.
El despertador seguía sonando, pero ni siquiera pensó en apagarlo de inmediato. Esperó un par de segundos, escuchando el ruido constante, como una metralleta en su cabeza. Al final, lo apagó con un movimiento lento, como si no tuviera prisa por salir de la cama, ni por hacer nada más. Al fin y al cabo, ¿para qué?
Se quedó mirando el techo blanco de su habitación, con esa sensación familiar de vacío. La luz de la mañana entraba con timidez, filtrándose por la cortina, pero para él no significaba nada. Si cerraba los ojos, podía fingir que aún estaba soñando, pero no lo hizo. Abrió los ojos con una pesadez que no había forma de quitarse.
Se levantó sin mucho ánimo, sin preocuparse por cómo se veía, porque en ese momento no importaba. No pensaba en su pelo desordenado ni en la forma en que sus ojos se veían más oscuros cada día. Se vistió mecánicamente, como si el cuerpo fuera una máquina que debía seguir funcionando. Jeans oscuros. Sudadera negra. Como siempre.
Bajó a la cocina. Ahí estaba su madre, con una sonrisa cansada, preparando el desayuno. Su padre, con la mirada fija en el móvil. No era que no los quisiera, pero las palabras siempre sonaban a ruido, a algo que se decía por costumbre, como si no hubiera espacio para algo nuevo, algo que valiera la pena.
—Buenos días, Jim —dijo su madre, sin esperar realmente una respuesta.
—Mmm. —Solo eso respondió Jim.
Le sirvieron el desayuno. Comió, pero el sabor del pan ni siquiera le importó. Todo era un trámite. El café, la tostada, el zumo, todo igual cada mañana. No le pedían más, pero tampoco daba más. El intercambio era superficial, como una coreografía que ambos ya conocían.
Terminó y, sin prisa, subió a su habitación. El día pasaba sin prisa, pero en su mente solo había espacio para una cosa: el juego. No era porque le emocionara, sino porque ahí, en esa pantalla, podía desconectarse. No era como los otros, que se sumergían por pura diversión. Para Jim, el juego era una forma de no sentir el peso de las horas que se arrastraban. Solo se trataba de existir, y eso era suficiente.
Abrió su computadora. Sus tareas escolares estaban allí, esperando, pero no tenían sentido. Él las hacía porque tenía que hacerlo, porque no había otra opción. La vida no le daba más, y él no quería pedir más. De alguna manera, eso le parecía lo más honesto.
Por otro lado, Emma se despertó antes de que el reloj sonara, como siempre. Su cuerpo ya estaba en movimiento antes de que su mente tuviera tiempo de detenerse. Se estiró, alargándose en la cama con una sonrisa. Aunque no siempre dormía bien, el simple hecho de que el día estuviera comenzando le traía una energía que no podía ignorar.
Se levantó rápidamente, sin mirar demasiado el desorden de su cuarto. Había ropa tirada por doquier, mangas abiertos y dibujos esparcidos por la mesa, pero no le molestaba. Para ella, el caos no era un problema, era parte de la forma en que vivía: acelerada, saltando de un pensamiento a otro, de una acción a la siguiente.
Se vistió con lo primero que encontró: una camiseta con un logo de anime y unos pantalones holgados. No le importaba si hacía frío o calor, solo quería estar cómoda. El pelo corto y algo desordenado, las puntas aún con tinte azul, no le preocupaban tampoco. Al final, era una forma más de su personalidad. No le gustaba la perfección; prefería la sensación de estar siendo ella misma, aunque eso a veces significara ser un poco caótica.
Bajó las escaleras saltando de un escalón a otro, riendo de alguna tontería que ya había olvidado. Su madre estaba en la cocina, preparándose para el día. Emma se acercó y, sin pensarlo, le dio un abrazo apresurado.
—¡Buenos días, mamá! —su voz sonaba como si estuviera compartiendo una noticia emocionante, aunque solo fuera el inicio de un día más.
—Buenos días, Emma —respondió su madre, siempre con una sonrisa apacible.
No había prisas. Ni Emma ni su madre se apresuraban a hablar de cosas pesadas. El día estaba ahí, lleno de promesas pequeñas. De eso se trataba la vida de Emma: encontrar algo en lo cotidiano que pudiera hacerlo interesante, algo que hiciera que valiera la pena.
Terminó el desayuno, se despidió de su madre con una sonrisa y salió hacia la calle. La vida no esperaba, y ella tampoco lo hacía. Había tanto por hacer, tanto por descubrir. No era que no tuviera momentos difíciles, pero siempre había algo que la sacaba de ellos: una conversación, una idea brillante, una nueva canción. Para Emma, la vida nunca se sentía realmente vacía.
Sin embargo, el momento que más esperaba, llegaba al caer la noche: el momento en que se conectaba al juego. No se trataba solo de ganar, de ser buena en algo. Era la sensación de conectar con otras personas, con otras realidades, de hablar con alguien que entendiera las palabras que salían de su boca.
Encendió la computadora. El brillo de la pantalla iluminó su rostro, pero lo que realmente la iluminó fue la idea de la gente al otro lado. Una posibilidad infinita de historias, de conversaciones, de personas que, aunque fueran desconocidas, siempre aportaban algo a su vida.
En cambio, Jim no entendía muy bien por qué se conectaba cada noche. No era porque fuera a encontrar respuestas a nada. No era por las partidas ni por las victorias. Era por el silencio que ofrecía, por la desconexión que le permitía. Cuando estaba ahí, frente a la pantalla, podía ignorar el dolor de los días que se repetían y de las emociones que no sabía cómo gestionar.
Para Emma, el juego era solo una pequeña parte de su día, un lugar donde podía escapar y, a la vez, conectar. No pensaba demasiado en la importancia de la conexión; simplemente la buscaba, como quien busca una chispa en la oscuridad.