capitulo 2:la Guerra por el primer lugar.

El día del torneo amaneció con un cielo plomizo y una atmósfera cargada de expectación. La plaza central de la Academia bullía de actividad. Maestros y estudiantes se congregaban, ansiosos por presenciar el espectáculo. Un estrado, adornado con los emblemas del Consejo de Magos, se erguía imponente en el centro, rodeado por una multitud expectante.

Kael y yo nos situamos en un rincón apartado, observando la escena con una mezcla de nerviosismo y determinación. La magnitud del evento nos golpeaba con toda su fuerza. No eran solo otros maestros los que competían; eran representantes de diferentes escuelas de magia, cada una con su propia filosofía, sus propias técnicas, su propia historia. Algunos desplegaban con arrogancia sus habilidades, buscando impresionar al público con explosiones de energía y hechizos de inmenso poder, pero con una notable falta de control.

Otros, más estratégicos, parecían medir con calma a sus oponentes, analizando sus debilidades. La diversidad de técnicas era asombrosa, y la competencia, mucho más dura de lo que habíamos anticipado. El peso de la tradición, el peso de las expectativas, el peso de demostrar la valía de las técnicas olvidadas, se asentaba sobre nuestros hombros. El silencio que compartíamos con Kael era ahora un peso, un reflejo de la abrumadora magnitud de la prueba que se nos presentaba.

El torneo aún no había comenzado, pero la batalla ya había dado comienzo en nuestros corazones. La presión era palpable, la dificultad, inmensa.

El griterío de la multitud era ensordecedor. El aroma a Éter cargado, denso, casi palpable, flotaba en el aire. El primer combate había terminado con un resultado casi inapelable; un despliegue de fuerza bruta, deslumbrante pero ineficiente, que había dejado al mago derrotado extenuado. Desde las gradas, la mirada de Kael me seguía, una mezcla de apoyo y preocupación en sus ojos. Los murmullos a mi alrededor me llegaban fragmentados, palabras como "despilfarro", "potencia", "guerra"... Algo en esa conversación me llamó la atención.

Me acerco a la barrera que separa la arena del público, intentando escuchar con más claridad. Los comentarios giran en torno a la estrategia empleada por el vencedor. Un joven, con el uniforme de la Academia de Magia, expresa con vehemencia una opinión que me llamó la atención: "…la técnica de la onda de choque es efectiva, sí, pero… ¡es que consume tanto Éter! Es ideal para la guerra, claro, pero ¿para qué más?". Otro asiente, y escucho algo sobre un "reclutamiento" y "nuevos territorios".

Entonces entiendo. Las técnicas modernas, con su derroche de Éter, son efectivamente devastadoras en combate, pero inútiles para cualquier otra aplicación. Son armas, no herramientas. Se diseñan y se perfeccionan para la guerra, para la conquista, para la destrucción. Es una estrategia de reclutamiento, una manera de controlar a la población, de alimentar el ciclo de conflicto. No es una cuestión de superioridad inherente de las técnicas, sino de una elección estratégica, incluso política, que favorece el poder bruto sobre la sutileza y la eficiencia. El peso de este conocimiento es un nuevo desafío.

Esto...

Después de enterarme de esto, una nueva estrategia se dibuja en mi mente. La superioridad de las técnicas antiguas no se basa únicamente en la eficiencia del Éter, sino en su versatilidad. Mientras las técnicas modernas son armas diseñadas para un solo propósito – la destrucción – las antiguas son herramientas adaptables a múltiples situaciones. Esta revelación cambia el enfoque de mi demostración.

Ya no se trata solo de mostrar la eficiencia energética, sino de mostrar la superioridad estratégica y la aplicabilidad de las técnicas ancestrales en diferentes contextos. La multitud sigue expectante, el siguiente combate a punto de comenzar. El zumbido de la energía mágica es casi tangible, un rugido contenido que vibra en el aire. Pero mi enfoque ha cambiado.

La presión sigue estando ahí, la magnitud del torneo, la dificultad de la competencia, pero ahora siento una convicción más firme, un propósito más claro. No se trata simplemente de ganar; se trata de exponer la verdadera naturaleza de la magia moderna, de desvelar su dependencia a la guerra y la limitación inherente a su enfoque. La mirada de Kael, desde las gradas, me tranquiliza. Siento su apoyo, su confianza.

Y, por primera vez desde que llegamos a Astralis, siento que mi propósito trasciende la simple reivindicación de unas técnicas olvidadas. Se vislumbra un nuevo horizonte, más amplio y complejo que el simple triunfo en un torneo.

Un anuncio resonó por los altavoces: "Participantes 112 y 777, pasen al campo de batalla". Mi número, 777, retumbó en mi pecho. Con Kael mirándome con una mezcla de orgullo y nerviosismo desde las gradas, me dirigí al campo de batalla. El oponente, un hombre corpulento y presuntuoso, irradiaba una aura de arrogancia. "Te derrotaré en un segundo," bravucó, su voz resonando con falsa confianza.

Su apariencia, su actitud... todo gritaba ineficiencia. Entré al campo, la energía del Éter palpitando a mi alrededor. Él lanzó un potente chorro de fuego, un despliegue de poder bruto que, en otro tiempo, me habría impresionado. Ahora, solo provocaba una sonrisa.

La técnica antigua, precisa y eficiente, desvió el ataque con facilidad. No recibí ni una milésima de daño. Su ataque, tan poderoso visualmente, resultó ser sorprendentemente ineficaz. La batalla, lejos de ser la lucha titánica que él preveía, se convirtió en un ejercicio de superioridad técnica. Su expresión cambió del orgullo a la incredulidad.

El hombre gordo, en la desesperación de su inminente derrota, pensó: "Ya no me queda nada..." La victoria se cernía sobre mí, una victoria que, sin embargo, ya no era solo mía. Era la victoria de la estrategia, la eficiencia, el triunfo de la magia antigua sobre el espectáculo vacío de la fuerza bruta.

El resto de los combates fueron una sucesión de exhibiciones de poder y estrategia. Algunos, como yo, optaron por la precisión y la eficiencia, dejando a sus oponentes agotados y derrotados sin un solo rasguño. Otros, confiando en su poder bruto, lograron victorias pírricas, con ellos mismos casi tan extenuados como sus contrincantes.

Al final, solo diez participantes quedamos en pie: los números 111, 222, 333, 444, 555, 666, 777 (yo), 888 y 999. La atmósfera era electrizante. La multitud rugía, una ola de sonido que parecía amplificar la tensión en el aire.

Tres combates más para llegar a la final. Tres oportunidades más para demostrar la superioridad de las técnicas antiguas. La presión era inmensa, pero la sensación de triunfo, la satisfacción de haber superado esta primera etapa con mi estilo, me llenaba de confianza.

Kael, desde las gradas, me dedicaba una sonrisa radiante, y su apoyo se sentía como un escudo contra las dudas. El descanso era breve, apenas tiempo para recuperar el aliento y prepararme para el próximo desafío. La batalla final se acercaba, y con ella, la oportunidad de cambiar el futuro de la magia en Astralis.

El aire vibra con una energía palpable. La multitud, un mar de rostros expectantes, se agita con cada anuncio. Me acerco a la tabla de migrantes, la madera pulida reflejando la luz de los cientos de antorchas que iluminan el coliseo. Los números brillan, grabados con tinta dorada, una representación fría y precisa del destino inminente. Mi número, 777, resalta entre los demás.

Observo la secuencia: yo, 777, enfrentaré al 111 en la siguiente ronda. El 333 peleará contra el 222. Dejo que la información se asiente, el ritmo frenético del torneo ralentizándose momentáneamente en mi mente. Veo cómo la secuencia se altera en el siguiente encuentro: el 222 y el 111. La tensión es palpable, el peso de las expectativas me oprime el pecho.

Un breve análisis mental de las técnicas que he visto en sus combates anteriores me confirma que el 222 tiene una ventaja considerable. Veo la anotación final: el 222 como ganador de ese combate. La imagen del 222, un torbellino de energía bruta y descontrolada, me deja una sensación de inquietud. El siguiente combate será contra él, y esa inquietud se transforma en una determinación fría y calculada. La oportunidad de demostrar la eficiencia de mis técnicas frente a la potencia descontrolada está a punto de llegar.

El zumbido de la multitud vuelve a inundar mis oídos, un rugido que anuncia el inicio de la siguiente ronda. El aroma a Éter quemado y sudor llena el aire. El momento de la verdad se acerca.

El rugido de la multitud es ensordecedor mientras me dirijo a la arena. Mi oponente, el 222, se yergue en el centro, una figura imponente. Su aura es poderosa, un torbellino de Éter que casi se palpita visiblemente. Es evidente su victoria sobre el 111 y el 333, dos guerreros que habían demostrado una destreza considerable. Pero hay algo...

diferente. Su cuerpo, a pesar de su fuerza, revela signos de desgaste. Un aura tenue, casi imperceptible a simple vista, lo rodea, un velo de color ceniciento que delata una alteración en su flujo de Éter. Reconozco los síntomas: el desgaste de la alteración etérica, esa condición que debilitaba al usuario a medida que aumentaba su poder, una enfermedad que creí erradicada hace siglos. La forma en que se mueve, la tensión palpable en sus músculos, me lo confirma.

La potencia bruta que mostró en sus combates anteriores parece haberle cobrado un precio terrible. Su victoria fue pírrica, un triunfo conseguido a costa de su propio cuerpo. Es un cuerpo castigado, alterado por la ineficiencia de las técnicas modernas, un claro ejemplo de lo que pretendo demostrar. Sus ojos, llenos de una furia casi desesperada, confirman mis sospechas. El 222 no solo es poderoso, sino que está gravemente afectado por una enfermedad que sus técnicas modernas parecen exacerbar.

El silbido del viento, el latido de mi propio corazón, son los únicos sonidos que consigo percibir ahora, un silencio sepulcral antes de la tormenta inminente. La batalla va a comenzar.

La tensión es una cuerda apretada al borde del quiebre. El 222 me observa, sus ojos ardiendo con una mezcla de furia y desesperación. Sé que la enfermedad que lo carcome, una consecuencia directa de la sobreexplotación de su poder, es su punto débil. Pero la pregunta retumba en mi mente: ¿Por qué el 111 y el 333 no lo explotaron?

La respuesta es una mezcla de cálculo y de intuición. La enfermedad, en la antigüedad, era considerada un signo de talento mal dirigido, una señal de un cuerpo excepcionalmente receptivo al Éter, pero incapaz de controlar su flujo sin dañar al portador. La única cura: consumir un núcleo de Destia, una criatura mítica casi extinta, o... abandonar la técnica que desata esa destrucción interna, un proceso descrito como el dolor más insoportable imaginable, un dolor más allá de la muerte misma.

La respuesta a la inacción de mis predecesores es, por tanto, clara: la apuesta era demasiado arriesgada. El riesgo de provocar esa agonía, ese sufrimiento inimaginable, paralizó a sus oponentes. El miedo al dolor, el miedo a infligir tal tormento, los hizo vacilar. Pero yo… yo no tengo ese miedo.

La eficiencia de mis técnicas reside en mi capacidad de evaluar, analizar y explotar las debilidades de mi oponente, y la debilidad del 222 es más que evidente. La línea entre la victoria y la derrota se dibuja con la fineza de un hilo, en un silencio precario que sólo rompen los latidos de nuestros corazones. La batalla, a punto de estallar, se vislumbra como un juicio final, donde el ingenio y la precisión se enfrentan a una fuerza bruta descontrolada y devastada por su propia potencia.

El 222 ruge, un bramido que sacude el suelo bajo mis pies. Su primer ataque, un torrente de agua gélida, me alcanza de refilón. Lo esquivo con facilidad, la precisión de mis movimientos fruto de años de entrenamiento, de batallas libradas contra bestias colosales. Pero su segundo ataque, una llamarada de fuego abrasador, me confirma mis sospechas: es un Talento Advertido.

Sus ojos, antes llenos de una furia ciega, ahora brillan con una intensidad peligrosa, revelando la naturaleza caótica de su poder. Un Talento Advertido, un mago con un don excepcional para la magia, capaz de lanzar hechizos dobles, simultáneos, con una potencia inusitada. En manos hábiles, un genio; en manos inexpertas, una sentencia de muerte. Su técnica descontrolada, la misma que lo consume desde dentro, es la causa de su enfermedad.

La habilidad de usar dos hechizos a la vez le otorga un poder descomunal, pero a costa de un desgaste etérico acelerado. Se trata de un juego de riesgo extremo, una apuesta a la ruleta rusa mágica. Solo aquellos con una habilidad innata excepcional pueden sobrevivir a esta técnica; algunos llegan a los treinta, los más afortunados a los cincuenta, pero las posibilidades de alcanzar los cien años son prácticamente nulas. Su juventud, su juventud desmedida, es un indicador de que su potencial ha sido desperdiciado, su talento descontrolado.

El aire se vuelve denso, cargado de la expectativa de una batalla que se torna mucho más peligrosa de lo que inicialmente parecía. La victoria ya no se presenta como una simple cuestión de estrategia, sino de una lucha contra el tiempo y contra la naturaleza autodestructiva de un poder desatado.

El sudor resbala por mi frente, mezclándose con la tierra del patio de entrenamiento. El combate contra el 222 fue… brutal. Su poder era una fuerza de la naturaleza desatada, un huracán de agua y fuego que amenazaba con extinguirme. Pero mi técnica, refinada durante mil años, demostró su superioridad. Cada movimiento, cada lanzamiento de hechizo, fue calculado, preciso, eficiente. No había espacio para la ostentación, solo para la supervivencia. Logré desgastarlo, su fuerza menguando con cada hechizo doble que lanzaba, hasta que finalmente, con un último y preciso movimiento, lo derroté. No fue una victoria fácil, ni limpia. Fue una victoria ganada a base de experiencia, de conocimiento ancestral, de una comprensión profunda de la magia que él, en su arrogancia juvenil, había ignorado.

Me acerco al joven talento, aún tendido en el suelo, jadeando entre bocanadas de aire. Su cuerpo tiembla, exhausto, pero sus ojos brillan con una mezcla de agotamiento y admiración. Con mi técnica, la misma que me ha permitido sobrevivir tantos años, mi voz suena firme, a pesar del esfuerzo. "Chico, fue una buena batalla," digo, extendiendo una mano hacia él. Su voz apenas es un susurro cuando responde: "Otra vez... muchos me dijeron... que con su técnica podría mejorar... Sufrí... doscientas propuestas... que yo, de ingenuo, acepté... Con el dolor... doscientas... cambios de técnicas... Mi sufrimiento… será indescriptible... pero quiero saber… si tu técnica… vale… un sufrimiento más." Sus palabras cuelgan en el aire, pesadas como piedras, un testimonio del coste que conlleva la búsqueda ciega del poder. El silencio que sigue es denso, cargado de la implicación de su pregunta, del peso de su decisión, del futuro que yace en su respuesta aún por venir. El polvo del patio de entrenamiento se asienta lentamente, un reflejo de la quietud y de la profunda incertidumbre que nos envuelve.