Mi padre siempre solía contarme historias de terror; decía que, de esa forma, tal vez me haría más valiente. También aprendí sobre cosas que no debía hacer en la vida. Un día en particular, me contó una historia que, por alguna razón, hasta el día de hoy sigo recordando. Era una historia fantástica, pero, a diferencia de muchas otras, poseía un carácter más inquietante.
Había una familia que decidió ir a una pequeña cabaña en el bosque, cerca de un poblado con no más de cien habitantes. Eran una pareja con tres hijos: dos chicos y una chica. Esta última tenía diecinueve años, mientras que los otros dos chicos tenían quince y diez años, respectivamente. Al llegar, la cabaña parecía desolada; se veía algo añeja y un poco destrozada. Su fachada mostraba huellas de años de abandono, con tablones agrietados y un aire decadente que provocaba una sensación de incomodidad. Mientras desempacaban, el menor, siendo un poco curioso, se aventuró a explorar la casa.
Inspeccionó cada rincón: el segundo piso, las escaleras crujientes, los baños con grifos corroídos. Finalmente, llegó al sótano. Una bocanada de aire fétido lo envolvió al abrir la puerta. Había un hedor malsano impregnado en las paredes, un miasma denso que parecía emanar de cada rincón. En una esquina, notó una particular mancha negra que se extendía por la pared. Al acercarse, descubrió que no era solo una mancha: eran hongos, de un negro profundo, como si absorbieran la luz. Había algo hipnótico en ellos, algo que lo incitaba a acercarse más.
Sin saber por qué, guiado por una curiosidad irracional, tocó uno de los hongos. La textura era viscosa, y sin embargo, no se detuvo. Llevó un fragmento a su boca y lo masticó. No hubo razonamiento ni un impulso consciente; no había un porqué: simplemente lo hizo.
En ese instante, su madre lo llamó desde el comedor. El muchacho subió inmediatamente del sótano y se unió a su familia. Pero al cabo de un rato, comenzó a sentir algo extraño. Su cuerpo no se sentía bien; un dolor punzante invadió su abdomen, seguido de hambre. Tenía un hambre descomunal. A pesar de haber comido, no se sentía satisfecho. Mientras se retorcía en silencio, poco a poco, de su abdomen comenzó a salir una mancha negra. Las venas alrededor de su cuerpo se oscurecían y su piel de a poco, adquiría un tono cetrino.
El muchacho, preso del miedo, decidió no contar nada a sus padres por temor a ser regañado. En su lugar, buscó refugio en el cuarto de su hermano, en quien tenía una tenue confianza.
Este, un joven introvertido y sombrío, solía pasar el tiempo dibujando horrendos garabatos en su libreta: dibujos monstruosos llenos de sangre y siempre con un sujeto descuartizado en el suelo o en diferentes formas. Sin levantar la mirada, respondió con desdén a lo que decía el menor, incluso cuando este le mostró la mancha.
—No lo sé. Si estás enfermo, dile a mamá. Déjame en paz —respondió con frialdad mientras ajustaba los audífonos.
Después de aquello, se acostó nuevamente y siguió viendo su celular. El pequeño trató de explicarle lo sucedido en el sótano, sobre esos extraños hongos y el hambre que no cesaba, pero su hermano ignoró sus palabras.
Al ver que no tendría respuesta y mucho menos ayuda, el pequeño, resignado, simplemente se sentó a los pies de la cama, intentando calmarse, maquinando en su mente qué hacer a continuación. Sin embargo, el dolor punzante que sentía era insoportable. Era fuerte.
No se calmaba, creció hasta volverse un tormento. La mancha no desaparecía aunque la tallara y lavara con agua y jabón. Estaba dentro de él y se expandía provocando más dolor.
Mientras se retorcía, posado en los pies de la cama y con la mirada distante, su vista, antes desenfocada, se fijó de pronto en el pie de su hermano. Otra vez hipnotizado, una vez más como en el sótano. Su mente quedó atrapada en el vaivén de aquel pie inquieto: cómo lo sacudía de vez en cuando, cómo sus dedos se estiraban y contraían, cómo cada pequeño músculo se tensaba y relajaba, las venas que se marcaban en la pálida piel. Su respiración se hizo más pesada, más lenta. Algo irracional, algo que no podía controlar, se apoderó de él. Sin siquiera darse cuenta, sus manos se aferraron al colchón y comenzó a avanzar lentamente, como un depredador acechando a su presa. Sus ojos, abiertos de par en par, no se apartaban del pie. Con una expresión de anhelo casi animal, como un vagabundo famelico que recibe un plato de comida tras días de inanición.
—¡Oye! ¿Por qué me…? ¡AHGH! —El grito del mayor se cortó de golpe, reemplazado por un fuerte alarido.
Los dientes del pequeño se hundieron profundamente, desgarrando carne y piel con una fuerza inesperada. El dolor hizo que su hermano mayor intentara desesperadamente apartar su pie. Pero el niño no soltaba. La sangre cálida comenzó a emanar, impregnando su boca y cubriendo el colchón con manchas oscuras.
Con un movimiento brusco, el niño arrancó un pedazo de carne. Su mandíbula se movió frenética, triturando el trozo entre sus dientes. El crujido húmedo de su masticar resonó en la habitación, mezclándose con los jadeos y gritos ahogados del herido.
El dolor fue acompañado por una ola hilarante de furia igual de desmedida. Sin pensarlo, el mayor lo sujeto del cuello y lo lanzo con fuerza contra la pared. El impacto fue seco; la sangre broto del niño y del dedo mutilado, mientras un rastro de sangre se extendía desde la cama hasta donde él había aterrizado, sus venas se marcaban de sobresalto y su cara se contraía por el dolor, dolor que era tan fuerte como su desconcierto, confuso por su actitud demente que nunca esperaría de su pequeño hermano. No, que realmente no esperaría de un niño, no esperaría que te arrancará un trozo de carne con sus propios dientes.
Las venas del niño se marcaban como ramas oscuras de rios bajo la piel, su rostro contorsionado en una mueca de puro dolor. Pero más allá del dolor, en sus ojos había algo diferente: desconcierto, como si ni él mismo pudiera entender lo que acababa de hacer. Era una locura. No, no era solo locura. Era algo antinatural.
Ambos quedaron paralizados por un instante, atrapados en una escena de horror que ninguno comprendía.
—¡¿Qué demonios te pasa?! —gritó el mayor, su voz temblando entre la ira y el desconcierto, cojeando y dejando un rastro en el suelo.
El pequeño levantó la mirada, las lágrimas se mezclaban con la sangre que aún goteaba de su boca.
—Lo siento... Lo siento, lo siento, yo... no quería —sollozó entrecortado, su voz rota por la culpa—. Tenía hambre, pero...
—Hambre? —repitió el mayor, incrédulo, su voz apenas un susurro
Eso fue todo lo que salió de su boca, todo lo que pudo explicar.Con esa única palabra, el menor lo había dicho todo y, al mismo tiempo, nada. Aún más confundido, el mayor cayó en la cama en shock, con sus piernas flexionadas lo ojeo de arriba abajo, buscando alguna respuesta, algo que le diera sentido a lo que acababa de presenciar.
El pequeño estaba paralizado, agitado y asustado de pie contra la pared. En medio de la conmocion algo inexplicable pasó: las venas oscurecidas del pequeño comenzaron a aclararse y la mancha negra desapareció lentamente.
El mayor observo incrédulo mientras su mente intentaba procesar lo que había visto.No era posible. Nada de esto lo era. Pero aun así, ahí estaba, frente a él.
Era extraño, tal vez por el profundo dolor infligido o la adrenalina del momento, su cerebro a gran velocidad, seguía trabajando, conectando piezas de un rompecabezas absurdo, atando cabos dedujo lo que estaba sucediendo. Una idea retorcida comenzó a formarse en su mente, algo tan absurdo que bordeaba la locura. Pero si realmente su hipótesis era cierta y toda esta situación era tal como el pensaba. Sin duda está era una completa locura que solo podría haber salido de uno de sus retorcidos dibujos. Pero algunas veces, la realidad termina por superar a la ficción.
Con una calma perturbadora se giro hacia al otro lado de la cama con cuidado, saco una hoja de afeitar de un cajon y se acercó al pequeño para confirmar su retorcida hipótesis. El niño lo observaba con ojos vidriosos, aún agitado pero inmóvil, atrapado en un trance de desconcierto.
Sin decir nada, el mayor alzo la manga de su camisa dejando ver así su brazo lleno de cicatrices, cortadas que iban como franjas en un patrón desorganizado de líneas que se extendían más allá de lo que dejaba ver la camisa. Algunas eran finas y ya desvanecidas, otras más frescas y enrojecidas, como si cada una de ellas contara una historia.
Con ayuda de la hoja de afeitar hizo otra cortada entre uno de los pocos espacios del lienzo de su brazo. La herida no era muy grande, pero la escandalosa sangre se desboco vibrante, como un riachuelo creando corrientes y ríos que serpenteaban hasta la zona baja de su brazo como un goteo. Caían a un ritmo constante, salpicando el suelo como pequeños golpes que rompían el silencio.
—Lamelo— ordeno mientras le extendía su brazo.
El niño no se negó para su sorpresa, es más no hizo ningún gesto, camino lento hasta la herida, en trance, como bicho a la luz. Succionó la herida con avidez, la chupo como un ternero mamando la vitalidad de su madre, como si quisiera sorber su alma de su brazo, como si cada gota fuera capaz de calmar su tormento interno. Tal escena exotica asimilaba a un antiguo y prohibido ritual.
Al terminar, la mancha desapareció por completo, esto confirmaba su teoría, algo muy irreal, tan absurdo que le provocaba risa desmedida. Lo absurdo de la situación era tan grotesco que se sentía como una burla al sentido común, como si el mundo estuviera doblándose ante nuevas reglas naturales. El mayor sonrió satisfecho, mientras la locura brillaba en sus ojos.
—¿Cómo te sientes?—preguntó.
—Bien…—musitó el pequeño, confundido pero aliviado.
—Perfecto —respondió el mayor, y su voz cargada de una intensidad extraña resonó en el silencio de la habitación..
Nunca había visto a su sombrío hermano tan feliz. Aunque tal vez en otro momento, en un contexto diferente, quizás se habría sentido aliviado o incluso contagiado por esa felicidad, ahora verlo sonreír se sentía agridulce. Era raro, tan ficticio como todo lo de ese día.
Una máscara de júbilo colocada sobre una escena de horror. La contradicción era insondable: el dedo casi amputado, la cama cubierta de sangre y una adorable sonrisa.
El mayor se levantó lentamente sin desvanecer su macabro jubiló.
—Ahora dime… ¿Dónde dijiste que estaban esos hongos? —preguntó con un tono ligero, casi jovial, que contrastaba brutalmente con el desastre de la habitación.