—Entonces, ¿ya se acabó la historia? —pregunté.
—¡Pfff! Claro que no. ¿Por qué, ya tienes miedo? —respondió mi padre.
—Bah, me estaba durmiendo. Me parecía aburrido para las historias que sueles contarme.
—Jajá, tranquilo, apenas estoy comenzando. ¿Por dónde iba? Ah, cierto.
...
Tal vez el hermano era extraño; tal vez toda la situación era extraña, pero él no dijo nada ni hizo nada. Solo se quedó a su lado y posó su mano sobre su cabeza con una sonrisa que jamás le había visto hacer hasta entonces.
—El sótano.
—Cierto, el sótano. ¿Cómo no lo pensé? ¡Jajá, jajá! —respondió con un tono casi burlesco. Luego añadió—: Si necesitas comer otra vez, solo dímelo, ¿okay?
El menor quedó helado al escuchar esas palabras, a las que solo pudo asentir con la cabeza. Después de todo, de no ser por él, aún estaría penando en dolor y hambre. Acto seguido, salió del cuarto sintiéndose un poco mejor. El hermano mayor tomó una venda, ató su dedo para evitar el sangrado y ocultar lo sucedido.
Pasó un tiempo, y, tal como el experimento había indicado, no era necesario que el menor comiera; con la sangre era suficiente para saciarlo. Sin embargo, la carne humana demostraba ser capaz de darle una recuperación inmediata, aunque aquello estaba fuera de sus posibilidades. Todos los días, a una hora específica, el hermano mayor hacía que el menor entrara en su cuarto. Entonces, él se hacía un corte lo suficientemente profundo, mientras el otro se alimentaba de la sangre que fluía. De este modo, los días transcurrieron bajo esta nueva rutina, convirtiéndose en su trato, su pequeño secreto.
Durante ese tiempo, bajo el mutuo acuerdo también hubo expediciones al austero sótano, que conservaba su pesado aroma y misterioso ambiente. Las escaleras rechinaban al bajar, y la luz se hacía escasa a medida que avanzaban. Ambos caminaban con pasos cuidadosos, lentos como dos sonámbulos.
—Huele como a pesticida... No, más bien, huele a lo contrario de un pesticida —dijo el mayor.
—Ahí —señaló el pequeño—. Esa cosa negra.
—De lejos no lo parece, pero en serio son hongos. Bastante pequeños —dijo, bajando la mirada y la luz de su linterna—. Incluso los estamos pisando.
Bajo sus pies eran viscosos, se sentían como fango, similar a aplastar una fruta muy madura.
Tal vez porque antes la habitación estaba oscura y los hongos eran tan oscuros como la noche, no habían notado que la habitación entera estaba cubierta de estos, y no se limitaban a una esquina. Esta vez habían bajado con linternas para una investigacion más eficaz. El estudio reveló que, desde el momento en que entraron, ya estaban en contacto con la mancha orgánica.
El suelo y las paredes estaban casi completamente cubiertos por los hongos. Lo que parecían raíces se extendían como venas por el piso y atravesaban las tablas de madera. En el centro del lugar yacía una cama individual más parecida a una camilla. Estaba desgastada, llena de polvo y más inmunda que el colchón de un vagabundo. Debajo de esta emergían hongos de mayor tamaño que los demás, tantos que asimilaban un arbusto espeso.
Quisieron acercarse para observar mejor, pero uno de ellos estaba demasiado asustado y retenía al otro con múltiples precauciones. Además, se vieron forzados a apartarse rápidamente de aquella cama, sofocados por una gran opresión. El aire pesaba e impedía respirar con normalidad. Algo abominable se concentraba bajo esa camilla, como si fuera la tapa de una fosa de podredumbre densa.
Entre los muebles, tan derruidos como el resto, había estantes agostados, llenos de polvo y óxido, con documentos, cartas y papeles viejos, probablemente pertenencias de antiguos inquilinos. Al iluminar aquellas hojas con sus linternas, ya gastadas y oscurecidas por el tiempo, vieron que las fechas en los papeles iban de los años 60 a los 80, no más de veinte años atrás. Sin embargo, comparado con el estado de los muebles, que parecían tener más de un siglo, las fechas no cuadraban. Todo lucía tan despojado de vitalidad, exudando un viejo olor a moho y humedad, que se mezclaba con el fétido aroma del sótano para crear un aire tan pesado que mareaba y revolvía el estómago.
—Espera, apaga tu linterna.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Solo hazlo. Rápido.
Resignado, el pequeño obedeció; "por algo debe ser", pensó. Apagó su linterna, y el mayor hizo lo mismo. Pasados unos segundos en la oscuridad y el silencio, comenzaron a notarse pequeños puntos alrededor. Eran como partículas volátiles que cubrían todo el sótano, visibles gracias a una tenue fosforescencia grisácea y azul oscuro.
—¿No sientes algo?
—¿Aparte del olor? —preguntó el menor.
—No. Quiero decir, al mirarlos, ¿no sientes algo?
—¿Cómo qué?
—Que son... hermosos.
—No siento que... —respondía confundido antes de darse vuelta y exclamar—: ¡Ni se te ocurra comerlos ni tocarlos!
El mayor soltó una risa contenida.
—Claro que no voy a tocarlos, y mucho menos comerlos. Solo un asqueroso como tú lo haría —dijo en tono burlón. Luego añadió—: Además, soy consciente al verte de lo que podría pasar si lo hago. Tranquilo.
—E-está bien...
El menor realmente no podía entender a su hermano. Le confundía. Era imposible para él sentir lo mismo que el mayor describía. Lo que sentía no se podía describir con palabras como "bonito", "asombroso" o "hermoso". Al mirar los hongos lo que sentía era más cercano a un nudo en el estómago que lo revolcaba de dentro a afuera, pero no por el fuerte olor del ambiente, sino por la profunda incomodidad que había desarrollado hacia ellos. Tan llenos de ese elemento irreal carente de lógica, de eso que llamamos frecuentemente locura.
De no ser por las insistencias del mayor, sus ganas vivas y curiosidad obsesiva, él nunca habría bajado de nuevo a ese sótano.
—Creo que ya deberíamos subir —dijo inquieto.
—Claro, ve adelantándote un segundo.
—¿Por qué no subes conmigo?
—Quiero quedarme un rato más. Mirarlos.
—¿Seguro que solo los mirarás?
No respondió de inmediato. Tomó su libreta, contempló los hongos por un momento y finalmente le sonrió al menor. Una sonrisa que había visto varias veces desde aquel incidente y que siempre lo inquietaba.
—Solo quiero dibujarlos. Por eso traje la libreta —dijo.
—Ok... supongo. Te veo al rato.
—Sí. Nos vemos en la cena.
El pequeño se retiró dudoso, casi midiendo sus pasos al salir. No dejaba de mirar hacia atrás con una inseguridad palpable. Mientras subía las escaleras rechinantes, dejando a su hermano a solas, sintió un sabor salado en la punta de la lengua que se extendió por su garganta hasta volverse amargo. Aquella sensación le dejó un sentimiento que, en el futuro, seguramente le provocaría agrieras.