Cisne Negro (Parte 1)

Capítulo Primero

El Cisne Negro

Hay historias que merecen ser contadas, aunque no sean especialmente felices. Sí, hubo momentos de alegría, pero la gran mayoría no le pertenecieron a él, como si los dados se hubieran puesto de acuerdo para caer siempre en el número menor. Era difícil decir exactamente cuándo comenzó todo, pero si tuviera que elegir una temporada, habría sido el otoño.

Aquel día habría sido como cualquier otro si no fuera por dos razones: era el primer día de su último año de preparatoria y, además, el profesor encargado los dos años anteriores había presentado una licencia por enfermedad.

El inspector entró en el aula acompañado de una profesora nueva. Tras presentarla con su acostumbrada expresión de ocupación permanente, se marchó sin más. Tomás lamentó la ausencia del profesor Krikett; era el único que se había tomado el tiempo de leer sus interminables escritos en la clase de literatura. No solo le prestaba libros interesantes, sino que también lo había alentado a seguir su sueño de convertirse en escritor, aunque sus críticas solían ser bastante duras. La noticia lo dejó distraído durante toda la jornada, y decidió que, en cuanto tuviera oportunidad, preguntaría en la sala de profesores qué le había sucedido.

—Buenos días, clase. Voy a estar a cargo de ustedes este año —dijo la profesora con voz firme—. Como mencionó el inspector, el profesor Krikett está enfermo y necesitará tomarse una licencia larga para recibir un tratamiento adecuado. Ahora, volviendo a lo nuestro...

Se giró hacia la pizarra y comenzó a escribir su nombre con una caligrafía cuidada: Sofía. Luego, sin más preámbulos, continuó con las instrucciones para la clase.

Sin embargo, Tomás no lograba apartar sus pensamientos del profesor Krikett. Recordaba con claridad la primera vez que le había mostrado uno de sus manuscritos. Su crítica había sido implacable, y los numerosos tachones en las páginas le causaron un espasmo de ansiedad. Krikett se había reído con ganas ante su reacción.

—¿Esto es una historia de tu vida, cierto? —le dijo en aquella ocasión—. Está muy bien escrita, pero las novelas no son la vida. Necesitas llevar al lector de un punto a otro, no de la mano, pero sí por un camino sinuoso que solo tú eres capaz de dibujar.

Tomás bajó la mirada, avergonzado pero agradecido.

—Y no te preocupes por no tener novia —añadió el profesor con una sonrisa—. Las mujeres vienen y van. El secreto es no rechazar a las que llegan y no aferrarse a las que se van. Quizás termines solo como tu servidor, pero siempre quedará algo en ti de cada una, y evitarás el dolor.

Entonces, con la arrogancia de quien cree saberlo todo sobre el amor sin haberlo experimentado realmente, Tomás replicó:

—Si no duele, quizás es porque no es real.

El profesor Krikett lo miró con una expresión indescifrable y, tras un instante de silencio, respondió con serenidad:

—Quizá tienes razón.

Había algo en su voz, una tristeza velada, como si sus palabras ocultaran una historia más profunda. Luego, revolvió en un cajón de su escritorio y sacó una novela de empastado artesanal.

—Toma, te la regalo. Quizás aquí encuentres algo de inspiración para tu próximo manuscrito.

Tomás leyó el título en el lomo: Niebla, de Miguel de Unamuno. Le dio las gracias y se despidió con el pecho constreñido por una sensación que no supo definir.

Intentó volver al presente y prestar atención a la profesora, pero entre el eco de aquellas palabras y el vaivén de las hojas amarillentas cayendo fuera del salón, su concentración era prácticamente nula. Tanto así, que la voz de la profesora se convirtió en un murmullo lejano. Fue entonces cuando sintió una punzada en la espalda.

—¿Qué pasa? ¿Necesitas algo? —le susurró a Samanta, quien se sentaba detrás de él y gesticulaba exageradamente.

—La profesora te está hablando, retrasado —espetó ella con el ceño fruncido, sin el más mínimo atisbo de compasión.

Tomás se giró de inmediato y notó que el resto de la clase contenía la risa. La profesora lo miraba con evidente molestia. Sin saber bien por qué, sintió el impulso de ponerse de pie, como si fuera un mandato militar, como si estuviera reconociendo a un superior.

—¿Cuántas veces tengo que pedirle que se presente, joven?

Aquella palabra—joven—le hizo fruncir el ceño. La profesora no podía ser mucho mayor que él, quizá menos de diez años. Pensó que el "joven" estaba de más, como si la edad diera automáticamente derecho a la superioridad. Estaba convencido de que los errores más graves los cometían los adultos, así que la vejez, por sí sola, no era ninguna virtud. Pero, en lugar de decirlo, bajó la cabeza, intentando ocultar su vergüenza.

—Tomás… Tomás. No estaba prestando atención. Lo lamento.

—Siéntese. Espero que no sea igual de distraído cuando empecemos a ver la materia.

—Lo lamento —repitió, sintiéndose como un esclavo inclinándose ante su amo.

El resto de la clase pasó sin mayores incidentes, aunque no pudo evitar las burlas de algunos compañeros, especialmente de Sunny y Sam, quienes, a pesar de ser sus únicos amigos, no dejaron pasar la oportunidad de molestarlo.

Durante el receso, se reunió con ellos en un rincón del patio.

Sunny le golpeó la cabeza con un cuaderno.

—¿Vas a seguir en las nubes todo el día o planeas hacer enojar a todos los profesores?

Sam le tendió una caja de jugo de manzana.

—Gracias —dijo Tomás al recibirla—. Es mi favorito.

—Deberías ir a disculparte después. La profesora nueva no se ha llevado una buena impresión de ti —comentó Sam, ajustándose las gafas con gesto serio.

Tomás desvió la mirada hacia la ventana.

—No importa lo que piense de mí. Ya me disculpé suficiente.

Sunny volvió a pegarle con el cuaderno.

—¿Otra vez en modo sombrío?

Tomás se llevó la mano a la cabeza.

—Oye… eso duele.

—Esa es la idea. Si sigues así este año también, nunca vas a tener novia y te quedarás solo en la universidad.

—Mejor solo que mal acompañado —rió con tranquilidad—. Además, ya cumplí mi cuota de compañía diaria.

Sam levantó una mano.

—Yo no iré a la universidad. Creo que viajaré con mi hermano al menos un año.

Sunny esbozó una sonrisa, aunque con cierta amargura.

—Con mis notas, dudo que pueda entrar a la misma universidad que ustedes, y tampoco tengo ganas de esforzarme.

Tomás la miró fijamente y tomó su mano.

—No me vas a abandonar ahora. Casi venimos del mismo vientre. Nos enterrarán en el mismo cajón. Somos hermanos mellizos separados al nacer.

Sunny se apartó de golpe.

—Eso fue tenebroso. Me das escalofríos.

Tomás sonrió.

—Si quieres que vayamos a la misma universidad, tendré que ayudarte a estudiar.

Sunny suspiró con resignación.

—Ya sabes cómo terminé el año pasado…

—Trato hecho —respondió Tomás, aunque sabía bien que la tarea no sería nada sencilla. Después de todo, el año anterior Sunny solo había aprobado gracias a su ayuda. Y, en más de una ocasión, la idea de hacer trampa había rondado en sus planes de estudio para ella.

Cuando sonó el timbre del almuerzo, esperó a que el aula se vaciara, pero la delegada del curso seguía allí, apilando los cuadernos de todos. Lo miró con expresión de súplica.

—¿No piensas ayudarme con esto, Tomy?

Tomás frunció el ceño.

—Mi nombre es Tomás.

—Y el mío no es "delegada", pero todos me llaman así.

Cuando sonó el timbre de la hora de almuerzo, Tomás esperó a que la sala se vaciara antes de moverse. Sin embargo, la delegada del curso seguía allí, junto al escritorio del profesor, apilando los cuadernos para llevárselos, probablemente al docente. Lo miraba de manera insistente, como si le pidiera ayuda en silencio. Tomás, por su parte, evitaba ofrecer cualquier tipo de asistencia a menos que fuera estrictamente necesario o le reportara algún beneficio.

—¿No piensas ayudarme con esto, Tomy? —preguntó la delegada con tono serio, como si fuera lo más obvio del mundo.

—Ah, perdón, pero justo iba de salida —respondió él, acercándose a la puerta.

—Yo también. Voy a la sala de profesores, ¿podrías ayudarme?

Negarse una segunda vez le dejaría un mal sabor de boca. Suponiendo que hacer su buena acción del año no sería tan malo, se acercó a la delegada y suspiró.

—Supongo que no me queda de otra.

—Veo que la amabilidad no es lo tuyo.

—Creo que empiezo a arrepentirme —murmuró Tomás, haciendo ademán de marcharse. Sin embargo, se detuvo al ver la expresión herida en los ojos de la delegada—. Y mi nombre no es Tomy, es Tomás.

Ella le acercó la mitad de los cuadernos con una sonrisa divertida.

—Mi nombre tampoco es "delegada", pero todos me dicen así. En cambio, Tomy es un lindo diminutivo de Tomás. Además, somos compañeros desde el jardín de niños… ¿podría al menos llamarte Tomy?

Salieron juntos de la sala de clases rumbo a la sala de profesores.

Tomás se detuvo un momento a pensar. En realidad, era demasiado exigente con ella. Era cierto que llevaban años en el mismo curso, aunque casi nunca hablaban.

—No me hablas casi nunca, es como si fuéramos completos extraños —comentó él, sin mirarla directamente.

De pronto, la delegada se puso frente a él en mitad del pasillo, llamando la atención de algunos estudiantes que pasaban cerca. Se notaba algo avergonzada, pero continuó de todos modos:

—Eres tú el que no habla con nadie salvo Sunny y Sam. Cada vez que intento dirigirte la palabra, te haces el sordo o te pones los audífonos. ¿Cómo podríamos ser amigos si te portas como un energúmeno?

Tomás se quedó pasmado. Era la primera vez que alguien le hablaba así, salvo su vecina, su madre y su prima. Ni siquiera Sam le decía cosas de esa manera. Desvió la mirada. Ella se estaba esforzando demasiado, y simplemente ignorarla no parecía una opción.

—Supongo que serás la primera en llamarme Tomy… pero solo cuando estemos solos, por favor. Es un poco vergonzoso.

La sonrisa de satisfacción en el rostro de la delegada fue inmediata.

—Entonces puedes llamarme como quieras. Esto nos hace amigos, ¿sabes?

Si había algo que Tomás odiaba, era ese tipo de interacciones. Al parecer, este primer día de clases estaba marcado por una nube negra de mala suerte, quizá un mal presagio de lo que sería su último año escolar.

—Prefiero usar tu nombre. Los apodos son demasiado… personales —murmuró, aunque en realidad había estado a punto de decir "ridículos". No quería ofenderla tan pronto.

Comenzaron a subir las escaleras al tercer piso.

—Pero si te llamo Tomy y tú me llamas por mi nombre, se sentiría extraño, como si no estuviéramos en la misma frecuencia —comentó ella, mirándolo de reojo mientras subían.

—Justamente por eso. No estamos en la misma frecuencia ni por asomo. Es como intentar mezclar agua y aceite, simplemente no congeniamos.

—¿De verdad lo crees? Yo pienso que estás equivocado. ¿Acaso no hemos estado conversando todo el trayecto sin problemas?

Tomás la miró de soslayo. Solo entonces comprendió que había caído completamente en su red. Era una trampa silenciosa, como la que tejía una araña, una estrategia que solo los populares eran capaces de usar con tanta naturalidad. Como si le hubieran arrojado repelente, se sintió asqueado de sí mismo.

—Tienes razón —admitió con frialdad—. Por eso mismo, deja de hablarme. En silencio me siento más cómodo.

La delegada soltó una risita sutil.

—Eres muy divertido. No sé por qué te haces el solitario. Estoy segura de que tendrías muchos amigos si hablaras con más personas.

—Confío en mi sentido del humor, pero no en las demás personas. Sé cómo funciona el mundo: mientras más personas cercanas tienes, mayor es la posibilidad de que te traicionen, te usen o te mastiquen y luego te escupan como un chicle viejo. Yo paso. Prefiero reducir mis interacciones al mínimo necesario.

La delegada lo ignoró por completo y continuó como si no hubiera escuchado nada.

—Ya sé, puedes llamarme como mi mamá. Ella me dice Ani. Si me llamas así, seremos más cercanos. ¿Qué te parece?

—No me conviene ser cercano tuyo. Mejor dejemos los cuadernos y hagamos como que esto nunca pasó.