Cisne Negro (Parte 2)

Avanzaron por el pasillo del tercer piso.

—Eres complicado, Tomy. Deberías relajarte y dejar que las cosas sigan su curso. Quizá acabemos siendo muy buenos amigos.

—Ya llegamos… —murmuró Tomás con la mirada vacía, como si toda la conversación le hubiera drenado la energía.

—Dejemos los cuadernos en el escritorio del profesor de inglés. Seguramente vino a dejar las tareas del semestre, como siempre.

Entraron juntos a la sala de profesores, pidiendo permiso antes de cruzar la puerta. Desde el fondo del salón, una mirada acerada y penetrante se clavó en Tomás desde el momento en que pisó la habitación. La profesora nueva no le quitaba los ojos de encima, pero él fingió no darse cuenta. Ya había dicho a sus amigos que no pensaba pedir disculpas otra vez, y su palabra era inamovible.

Dejaron los cuadernos sobre el escritorio del profesor de inglés y, justo cuando estaban a punto de marcharse, Tomás sintió una mano delgada posarse sobre su hombro.

La delegada se dio media vuelta al notar que él no avanzaba y se encontró con los ojos oscuros y bien abiertos de la profesora Sofía. Solo atinó a saludar con nerviosismo antes de despedirse de Tomás con un gesto tembloroso.

—Nos vemos después, Tomy… buena suerte —dijo, con el rostro pálido, antes de salir casi corriendo del salón.

Tomás, en ese preciso momento, se dijo a sí mismo: Sabía que me ibas a abandonar. Es por eso que no confío en nadie. Por lo menos fue antes de que le entregara una pizca de confianza.

—El profesor Krikett me advirtió sobre ti antes de que comenzara a dar clases aquí —dijo de pronto la profesora Sofía.

Tomás se dio media vuelta, pálido, pero logró sobreponerse.

—¿Advirtió? ¿Acaso soy un delincuente del que hay que tener cuidado?

La profesora sonrió con un matiz incómodo.

—No… creo que no elegí bien las palabras. Por favor, acompáñame a mi escritorio.

Él la siguió en silencio, sintiendo un eco misterioso y perturbador en sus palabras, como si estuviera al borde de un precipicio.

Sentía que estaba en peligro. No un peligro de amonestación o castigo, sino algo mucho más profundo, más íntimo. Temía exponerse, desnudarse ante alguien más. Y sin embargo, el profesor Krikett había sido el único en recibir un pase temporal a la habitación donde sus historias revelaban fragmentos de su vida, los fragmentos más dolorosos. Aquellos que jamás permitiría que nadie viera.

—Siéntate, por favor. —La profesora señaló una silla en el escritorio de al lado—. Siento quitarte tiempo.

—No hay problema, de todas formas planeaba venir a preguntar.

La mujer le sonrió con cierta incomodidad.

—Bueno, en ese caso, espero que no te moleste si me alargo un poco. —Se aclaró la garganta, su voz adquiriendo un tono más profesional—. El profesor me dijo que escribes novelas y que te haría bien recibir algo de orientación. Quiero decir, si quieres, puedes mostrarme tu trabajo…

Tomás se puso de pie de inmediato.

—No quiero. Gracias por preguntar. —Su voz fue tajante, casi cortante—. ¿Podría decirme en qué hospital está el profesor Krikett?

La expresión de la profesora se endureció.

—¿Y por qué habría de decírtelo? Si no confías en mí lo suficiente como para mostrarme tu trabajo, entonces yo tampoco confío en ti para darte esa información.

Tomás sintió el impacto del rechazo como un muro de granito que se alzaba entre ellos. No iba a permitir que esa mujer se metiera en su vida privada. Sus novelas eran demasiado importantes, un refugio que no estaba dispuesto a compartir.

—Supongo que tendré que buscar la información en otra parte —sentenció con frialdad—. Gracias de todas formas. Me retiro.

—Espera —la profesora replicó, su tono ahora molesto—. No te has disculpado formalmente conmigo. ¿Te das cuenta de que soy la profesora a cargo de la clase?

—Ya me disculpé en la sala —respondió él, sin mucha paciencia—. ¿Es necesaria otra disculpa o acaso quiere que me humille por algo tan tonto?

Tan pronto como las palabras salieron de su boca, supo que había cometido un error. Por un momento, se había olvidado de que no era un compañero con quien hablaba, sino su profesora. Quizás si ella fuera como los otros docentes, más mayores, más distantes, no habría caído en ese desliz. Pero esa mujer tenía, como mucho, diez años más que él, quizás menos.

—Te estás pasando, Tomás —dijo ella con calma afilada—. Supongo que el profesor tenía razón al decir que tenías una lengua venenosa.

Tomás bufó, pero en realidad, le daba igual humillarse si era necesario. Para él, el honor no era más que una palabra vacía, un concepto que solo tenía sentido en sus historias, no en la vida real. Él no era nadie. Un número en la lista de estudiantes. Una molécula insignificante en el vasto mundo. Si era necesario fingir arrepentimiento, lo haría.

Se inclinó en una reverencia exagerada, profunda como un abismo, y al incorporarse, su voz fue solemne y teatral.

—Perdóneme, profesora. Solo soy un tonto insensato. Prometo no volver a distraerme en su clase.

Sofía sintió una punzada de ira feroz. Su instinto fue alzar la mano para abofetearlo, pero logró detenerse a tiempo. Había otros profesores en la sala, y aunque su rabia le nublaba la razón, no podía darse ese lujo. En su lugar, le clavó un dedo índice en el pecho, con firmeza.

—Tú… no me pongas a prueba.

—Lo siento, profesora. No pretendía molestarla. Mañana traeré mi nota de disculpa… si le parece bien.

—Haz lo que quieras. Ahora vete.

Tomás salió de la sala de profesores con una pregunta quemándole la mente: ¿cuánto tiempo puede vivir un mentiroso en una mentira eterna?

A veces pensaba que si una falsedad era lo bastante constante y pesada como un yunque, no había verdad capaz de moverla. Pero al final, todo era solo otro engaño. Los mentirosos, los farsantes, los embusteros… siempre terminaban atrapados.

Si la profesora no le daba la información que necesitaba, tendría que recurrir a otro método.

Su nueva amiga, la delegada de la clase.

Entró en la sala. Algunos compañeros ya habían terminado su almuerzo y conversaban animadamente. No estaba ella.

Sin perder tiempo, se dirigió al comedor, su mirada escaneando cada mesa con precisión quirúrgica. Cuando la encontró, avanzó con resolución y se sentó frente a ella, ignorando las miradas sorprendidas de las otras chicas.

Cruzó los dedos sobre la mesa, adoptando una actitud pensativa, antes de lanzar su petición con la determinación de quien salta directo a las llamas.

—Ani, necesito tu ayuda.

El aire pareció detenerse por un instante. Todas en la mesa quedaron en silencio, expectantes. Pero Tomás no iba a permitir que esa profesora engreída lo dejara sin la información que necesitaba.

Anais tragó su bocado, manteniendo la compostura a pesar del evidente atrevimiento de Tomás.

—Tomy, ¿en qué podría ayudarte?

—Necesito saber en qué hospital está el profesor Krikett. ¿Podrías averiguarlo por mí? —Se inclinó levemente, en un gesto de súplica que no pasó desapercibido.

Un rumor recorrió la mesa.

Anais torció la boca, dubitativa.

—No tengo idea de dónde está, pero creo que puedo averiguarlo antes de que termine el día.

Tomás levantó la cabeza con rapidez.

—No le preguntes a la profesora nueva.

Una de las compañeras interrumpió con fastidio.

—Ani, dile a este que se largue. Está interrumpiendo nuestra comida.

Tomás apenas le dirigió una mirada.

—Disculpa la interrupción, pero ¿podrías esperar a que Ani y yo terminemos de hablar antes de volver a ser tú misma?

La delegada intervino antes de que la situación se tensara más.

—No seas grosero con Clarise. Es mi amiga y no me gusta que hables así.

Tomás desvió la mirada, conteniendo un suspiro.

—Perdón… —Se aclaró la garganta y, en un acto impulsivo, tomó la mano de Anais. El comedor entero pareció contener el aliento.

Él no tenía idea de la popularidad de la chica con la que hablaba con tanta naturalidad.

—Ayúdame con esto —pidió, su voz firme—. Prometo compensártelo. Pídeme lo que quieras.

Anais entrecerró los ojos, pensativa. Luego, con un brillo travieso en la mirada, apretó su mano.

—Lo haré. Pero a cambio… tendrás que cortarte el cabello.

Tomás parpadeó.

—¿Qué?

—Los profesores siempre me molestan con que te cortes el pelo. ¿Podrías hacerlo por mí?

Tomás sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No podía creerlo. Eso era lo que le pedía a cambio.

Su autodenominada nueva amiga resultó ser una negociadora despiadada.

Frunció el ceño, evaluando la situación. No tenía opción.

—Está bien —dijo, con un tono más grave—. Lo haré. Pero no me falles.

Anais sonrió y apretó su mano con fuerza.

—No lo haré.

—No me falles otra vez… —murmuró él antes de ponerse en marcha.

Las palabras de Tomás dejaron una marca en la conciencia de Anais. Sabía a qué se refería. Ella había impuesto su amistad sobre él, y sin embargo, en la primera oportunidad lo había dejado solo.

Clarise la miró con una ceja arqueada.

—¿Desde cuándo son tan cercanos?

Anais revolvió su ensalada.

—Desde hoy.

Clarise suspiró.

—Ten cuidado. Él es raro.

Anais sonrió con ironía.

—¿Qué es lo peor que podría hacerme?