Cuando sonó el timbre que marcaba el final de la jornada, Sunny prácticamente voló entre los pupitres hasta alcanzar a Tomás. Sin contemplaciones, lo sujetó con fuerza por el hombro.
—Te vimos en el comedor con la delegada. ¿En qué demonios estabas pensando? ¿Quieres arruinarnos la vida? Mira…—
Se interrumpió al notar a Sam en la puerta del aula, despidiéndose con una expresión extraña, mezcla de incomodidad y miedo. Apenas Tomás y Sunny le devolvieron el gesto, Sam desapareció casi corriendo.
—¿Qué le pasó a Sam? —preguntó Tomás, desconcertado por la reacción de su amigo.
Sunny lo fulminó con la mirada.
—Lo han estado acosando desde la hora de almuerzo, porque a su querido amigo se le ocurrió ir de galán con la delegada del curso. Llegaste a su mesa, le tomaste la mano y usaste apodos. ¿Qué carajos es eso de "Ani" y "Tomy"? ¿Me lo puedes explicar? ¿Acaso se te fundió el cerebro en las vacaciones?
Tomás cerró su cuaderno con calma y lo guardó en su mochila, como si toda la conversación fuera apenas un murmullo lejano. Luego, con la misma parsimonia, puso la mano en el hombro de Sunny.
—Es la forma en que los populares llaman a sus amigos. No es que me agrade el apodo, pero es mejor que nada… al menos por ahora.
Cerró su bolso con cuidado y añadió con voz serena:
—Vete a casa sin mí hoy y no hagas caso de lo que digan. Son estupideces. Una mujer como ella jamás estaría conmigo, y lo sabes. Además… no es como si me gustara tampoco.
El rostro de Sunny cambió de inmediato. Sintió lástima por él. ¿Por qué siempre hablaba así de sí mismo? Ella conocía la razón. Ese desprecio infame que asomaba de vez en cuando, ese eco de algo más profundo y arraigado. Pero tenía fe en que con los años cambiaría. Y en efecto, había cambiado. Para peor.
Tomás sostuvo su mirada con firmeza.
—No me importa lo que digan de mí. Mañana hablaré con Sam. Ahora tengo cosas que hacer y no puedo retrasarme.
Sunny suspiró con desazón al verlo salir del aula.
Anaís había conseguido la dirección del hospital y la habitación donde estaba internado el profesor Krikett. Se encontró con Tomás en el patio trasero de la escuela para entregarle la información.
Cuando él llegó al punto de encuentro, después de haberla esperado casi una hora en la entrada principal, la encontró allí, con una sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro.
—Tengo lo que me pediste. La profesora Allison me la dio —anunció con orgullo, mostrándole un trozo de papel con la información.
Tomás lo tomó con un gesto amable.
—Gracias. Cumpliré mi parte también.
Se ajustó el cuello de la camisa, incómodo por el tema que estaba a punto de abordar.
—Sunny me dijo que se han esparcido algunos rumores… por mis actos imprudentes.
Anaís rió con nerviosismo.
—No te preocupes por eso.
—De verdad lo lamento. Pensaré en cómo solucionarlo. Después de todo, es por mi culpa. No quiero causarte problemas.
—No te preocupes, te dije. No me importa lo que digan algunos. Son simplemente comentarios sin sentido.
—Es cierto… —Tomás bajó la mirada. Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Realmente era tan poco atractivo? ¿Era tan impensable que alguien quisiera estar con él?
—De todas formas, no creo que el chismorreo dure mucho. Se trata de que estás conmigo, después de todo. ¿Qué mujer querría salir conmigo, no?
Anaís se apresuró a interrumpirlo.
—Tomy, no quise decir eso. Quiero decir… No me importa si inventan cosas. Lo importante es que nosotros sepamos que no es verdad.
Tomás le dedicó una sonrisa forzada.
—Si tú lo dices… De todas maneras, tengo una idea de cómo arreglarlo.
Se dispuso a marcharse.
—Gracias por esto. No lo olvidaré.
Por alguna razón, esas palabras finales le causaron a Anaís una extraña sensación de frío. Como si algo dentro de ella se hubiera vaciado de golpe.
La llave giró en el cerrojo sin dificultad. La oscuridad de la casa lo envolvió de inmediato, como si tragara por completo todo lo sucedido en el día. A esa hora, no había nadie en casa. Solo él.
Por eso había tomado un trabajo a medio tiempo, y últimamente había pensado en buscar otro. No porque necesitara el dinero con urgencia, sino porque estar en casa no significaba otra cosa más que eso: soledad. Y cuando estaba solo en su habitación, el deseo inevitable de escribir lo inundaba. Pero últimamente, estaba seco. No salía nada de su interior.
Encendió la luz de la cocina y comenzó a preparar comida suficiente para dos personas, sin siquiera encender la televisión o poner música. Por algún motivo, estar en casa era doloroso. Especialmente cuando su prima no estaba. Ella era la única que traía algo de luz a ese lugar lleno de sombras.
No era un cocinero especialmente bueno, aunque se había convertido en un ayudante decente gracias a su trabajo. Entre comer comida envasada y cocinar para varios días, prefería la segunda opción. Sabía que su madre no lo haría.
Recordaba que cuando estaba en primaria, su mamá solía cocinar. Al menos cuando su padre aún vivía en casa. Pero cuando él se fue, todo cambió. Ella cambió. Y él… también, aunque no tanto como ella.
La comida estuvo lista en tres cuartos de hora, tiempo en el que lo único que se escuchó fue el eco espectral de su labor en la cocina. Cuando por fin se sentó a comer, sacó del bolsillo la nota que le había dado Anaís. Pensó en el profesor. Definitivamente, iba a ir a verlo. Lo necesitaba.
La puerta de la casa se abrió con pesadez.
Había pocas opciones de quién podía ser. Y cuando una mujer que apenas superaba los treinta años apareció en el umbral, con su cabello negro recogido en una cola perfectamente arreglada y una mirada penetrante, Tomás lo supo.
Sus ojos se encontraron en el ambiente casi a oscuras, iluminado solo por la luz del extractor de la cocina.
—Bienvenida a casa —saludó Tomás, con voz tensa—. La comida está recién hecha. ¿Quieres cenar?
—Sírveme un poco —respondió ella con tono seco.
Avanzó sin prisa, dejando su blazer y su cartera en el sillón antes de sentarse a la mesa y remangarse la camisa.
—Llegaste temprano. Qué extraño.
Tomás sacó un plato y cubiertos.
—Hoy no tenía turno. Todavía no encuentro otro trabajo, así que tengo algunos días desocupados.
—Ya veo… —Su tono rebotó en las paredes con frialdad.
Él sirvió un plato con croquetas, arroz y ensalada. No era un festín, pero era el resultado de años de intentar cocinar algo decente. Al principio, cuando decidió empezar a hacer su propia comida después de tantos años de comida envasada, solía preguntarle a su madre qué quería cenar.
La respuesta siempre era la misma: ¿Acaso importa? Es solo comida.
Con el tiempo, dejó de preguntar. Aprendió a identificar qué platos ella dejaba sin tocar, cuáles comía a medias y cuáles vaciaba por completo. Fue la única forma de saber qué prefería. Nunca logró descubrir cuáles eran sus favoritos.
—Voy a saltarme las clases de la mañana. Tengo planes.
Su madre no apartó la vista del plato.
—Haz lo que quieras, mientras no me llamen del colegio.
—Y llegaré tarde también. Mañana tengo que trabajar.
La observó en silencio, con dolorosa atención.
—Pronto encontraré otro trabajo.
—Haz lo que quieras, mientras no bajen tus notas —repitió con indiferencia.
Él sintió algo apretarse en su garganta.
—Espero que te guste la comida.
Ella alzó la mirada.
—¿Importa si me gusta?
Tomás le dedicó una sonrisa triste.
—De alguna forma, me importa.
No obtuvo respuesta. Solo un abismo insalvable entre los dos.
Se levantó
—Ni siquiera es necesario que lo hagas, puedo comer en el trabajo si es demasiado esfuerzo para ti.
Tomás le sonrió, pero fue un gesto torpe, incómodo, un reflejo automático que no alcanzó a disimular la punzada que sintió en el pecho. Porque, a pesar de todo, la quería. A pesar de su frialdad, de su indiferencia, de esa distancia que se había instalado entre ellos como una grieta imposible de cerrar.
—No es lo que quise decir —murmuró, con un tono más bajo, casi en un susurro—. Solo quería que te gustara la comida.
Respiró hondo. Ya eran demasiadas las veces que esto pasaba. Demasiadas conversaciones que morían antes de siquiera comenzar, demasiadas palabras que caían al vacío sin encontrar un eco.
—Me voy a acostar. Que duermas bien…
La miró una última vez. Sus ojos estaban empañados, pero se obligó a contener las lágrimas. No serviría de nada mostrarlas. No cambiaría nada.
—Puedes dejar los platos en el fregadero.
Dicho eso, se giró y se alejó sin esperar respuesta. Sabía que no la habría. Entre ellos no quedaban puentes, solo un abismo. Y ese abismo ya no podía salvarse.
Se encerró en su habitación. Aún era temprano, pero no tenía ánimo para estudiar, ni para escribir. Ni siquiera para pensar.