Cisne Negro (Parte 4)

Cuando amaneció, Tomás se dispuso a partir al hospital. Aún era temprano, así que decidió tomar el camino largo y desviarse hacia la orilla de la playa.

La noche anterior no había podido escribir absolutamente nada. Ni esa, ni la anterior, ni la anterior a esa. La tinta se había secado en su interior desde el momento en que cometió el error más grave de su vida. Sentía la inspiración en la punta de la lengua, o mejor dicho, en la yema de los dedos, pero no sabía cómo contar esa historia. Porque algunas historias duelen demasiado al escribirlas.

Había sido un acto impulsivo, una idiotez juvenil que ahora le parecía ridícula, si no fuera porque había dejado una cicatriz en su orgullo. No era que realmente sintiera algo profundo por su compañera de trabajo. No, en el fondo lo sabía. Pero aun así, su rechazo había abierto en su pecho un vacío difícil de ignorar. Como si lo hubieran traicionado. Como si, de alguna manera, hubiese esperado que el mundo fuera un poco menos cruel.

Recordaba perfectamente sus palabras.

—Perdona, no te veo de esa forma.

Claro. ¿Cómo pudo confundir la amabilidad de alguien mayor con amor? Quizá su percepción había fallado, o quizá, en un acto de autoengaño, había querido creer que las cosas podían ser diferentes. Pero no. Él era bueno leyendo ese tipo de ambiente. No era ingenuo, ni soñador. Sabía que nadie se enamoraba de él con solo mirarlo. Sabía que no había sido solo amabilidad…

¿O sí?

La duda lo carcomía. ¿Era posible que ella hubiera provocado esta situación solo para ver cómo él caía? ¿Había sido una cuestión de vanidad, de sentir ese control sobre otro ser humano?

Recordó su rostro al darle la respuesta. La expresión que había ensayado en su mente. Tal como la había imaginado.

—Lamento que te hayas confundido, pero no me gustan los menores.

Rio, amargamente, mientras se acercaba al borde de la playa. En ese instante se había sentido estúpido, pero ahora, con la distancia del tiempo, comprendía que al menos se había librado de la incertidumbre. Se había arrancado la espina del pecho, aunque la herida aún sangraba y la cicatriz le punzaba de vez en cuando.

Quizá el dolor disminuiría con el tiempo. Quizá se convertiría en nada.

Pero aún dolía.

Se había esforzado en ofrecerle una mano salvadora, un gesto de buena voluntad hacia ella y hacia su mentora, pero esa mano había sido ignorada. Y ahora, cada vez que sus turnos coincidían, un resquemor extraño lo recorría como un sudor frío en la espalda.

Bajó a la playa y se quitó los zapatos para caminar descalzo sobre la arena. La brisa marina lo envolvió con su aroma salado, y el sonido de las olas, con su vaivén eterno, se llevó consigo una parte de su amargura.

Por lo menos aquí, en esta playa solitaria, nadie podía traicionarlo. Nadie podía engañarlo.

Las horas pasaban rápido cuando uno se perdía en sus pensamientos, sobre todo cuando esos pensamientos traían de regreso dudas antiguas y heridas mal cerradas. Cuando al fin decidió volver a la ruta hacia el hospital, habían transcurrido tres largas horas.

El camino fue tranquilo, pero largo. No se dirigía al hospital central de la ciudad, sino a uno especializado en cáncer.

Y solo cuando estuvo frente a la fachada, la palabra cáncer cobró un significado real.

Los días del profesor Krikett estaban contados.

La idea lo golpeó con más fuerza de la que había anticipado. Sentía como si estuviera de pie frente al cadalso, observando la soga que pronto caería sobre su mentor.

¿Podría soportar verlo así? ¿Sería capaz de permanecer a su lado sin sentir pena, sin que la lástima lo carcomiera?

Entró al hospital y se dirigió directamente a la recepción.

—Buenos días, busco a Emanuel Krikett. Soy su alumno y vengo a visitarlo. ¿Sería posible?

La recepcionista bajó la mirada, tecleó algo en su computador y luego lo miró con una expresión extraña.

—Es la segunda visita que el profesor recibe. ¿No sabe si su familia podrá venir a verlo?

Tomás apretó los labios.

—Lo dudo. Si no han venido hasta ahora, quizá ni siquiera saben que está aquí. O… prefieren no saberlo.

—Entiendo.

Ella vaciló unos segundos y volvió a mirar la pantalla.

—Normalmente no podemos dar información médica a nadie que no sea familiar cercano, pero… —sus dedos tamborilearon en el teclado antes de continuar— su estado no es bueno. Tiene cáncer de estómago en etapa tres. Los tratamientos han fracasado y se están esperando los últimos exámenes para confirmar la etapa cuatro. Los médicos le han dado, como mucho, seis meses de vida.

La recepcionista suspiró, con algo parecido a la culpa en su expresión.

—Está muy decaído. No tiene fuerzas ni ganas de luchar.

Las palabras fueron un golpe seco en el pecho de Tomás. Sintió que la sangre se le helaba en las venas.

Pero no reaccionó.

No era él quien estaba muriendo.

El que enfrentaba la muerte era su profesor.

Y lo hacía solo.

Subió en el ascensor hasta el último piso del hospital. Buscó el número de la habitación y, cuando finalmente lo encontró, su pecho se encogió con una punzada de angustia.

El pasillo era un lugar demasiado silencioso. Perturbadoramente silencioso.

Se quedó de pie frente a la puerta. Y, por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo.

Respiró hondo.

Entró.

El profesor Krikett estaba sentado junto a la ventana, observando el océano con una expresión vacía. Su rostro estaba más enjuto que la última vez que lo vio, su piel más pálida.

Se volteó al escuchar el ruido.

Cuando vio a Tomás, sonrió levemente. Pero incluso ese gesto pareció costarle.

—Muchacho… —su voz era débil—. ¿Qué te trae aquí? ¿Incluso faltaste a clases? ¿No crees que es demasiado esfuerzo por un anciano?

Tomás se apoyó contra la pared, con el ventanal a su espalda.

—Quizá lo sea, pero es necesario. ¿Puedo preguntar cosas?

—Adelante, por favor. Por este instante, somos dos en el mismo vagón.

—Al menos en esta estación.

El profesor dejó escapar una leve risa.

—Así es. ¿Puedo comenzar yo?

Tomás hizo un gesto para que continuara.

—¿Por qué estás aquí? No esperaba que alguien del colegio me visitara.

Tomás frunció el ceño, con algo parecido a una sonrisa amarga.

—Vaya… no esperaba que me tuviera tan poca fe.

Desvió la mirada.

—Estoy aquí porque usted me permitió subir al mismo tren que usted está tomando.

El profesor sonrió sutilmente.

—Eres un buen muchacho. Agradezco tu visita, pero lo mejor será que te marches. No creo que sea agradable venir a ver a un moribundo, mucho menos cuando exudas tanta vida.

—La muerte nunca es placentera. Pero nos debemos por lo menos esto.

El profesor lo miró con ternura.

—No eres el primero en venir. Una de mis alumnas vino antes que tú. Ya la conociste. Es la profesora que tomará mi lugar.

Tomás chasqueó la lengua.

—Ahora todo calza. No podía ser de otra manera.

Miró por la ventana, cegado por los rayos del sol.

—Esa mujer tuvo la audacia de pedirme mis manuscritos. Como si fuera a dejar que pusiera una mano sobre mi obra.

—La vida es injusta, Tomás. Y ella tampoco lo ha tenido fácil.

El profesor suspiró.

—Te pediré algo: no la subestimes. Es mejor escritora de lo que crees.

Tomás no respondió.

—Profesor… —su voz fue apenas un murmullo—. Quizá usted no pueda aceptar un fin tan infame. Pero todo dolor termina en algún momento.

El profesor cerró los ojos y esbozó una última sonrisa.

—Eso espero, Tomás.

El joven se quedó en silencio.

Sabía que volvería.

No podía abandonarlo.