Cisne Negro (Parte 5)

Al volver por el centro de la ciudad, Tomás tomó un desvío casi instintivo y, sin pensarlo demasiado, entró en la primera peluquería que encontró. Se había detenido al ver a una muchacha apenas mayor que él, de unos veinte o veintidós años, que lo recibió con una sonrisa profesional y le ofreció cortarle el cabello.

No vaciló. Se lo debía a Anaís, y no podía retractarse. A pesar de que había elegido esa preparatoria justamente porque no exigía cortes de cabello específicos, los profesores siempre encontraban algo de qué quejarse.

La peluquería era pequeña, pero limpia y acogedora. En el aire flotaba una mezcla de olores: tintes para el cabello, acetona, productos de estilismo… una esencia extraña y familiar al mismo tiempo. Lo único que lo hizo dudar fue la música electrónica que sonaba de fondo, un ritmo insistente y ajeno a su mundo. Por un instante pensó en darse la vuelta y salir corriendo, pero la sonrisa atenta de la peluquera lo sostuvo en su sitio.

Tomás tomó asiento, y ella le colocó un delantal y una toalla alrededor del cuello.

—Tienes el cabello bastante largo para ser un estudiante —comentó la joven, con un tono animado—. Ah, soy Soledad, mucho gusto.

Tomás atrapó una hebra de su propio cabello, una que no había logrado atar esa mañana. En realidad, llevaba años sin cortárselo. No era que lo cuidara con esmero, ni que se preocupase demasiado por su apariencia; simplemente lo recogía en una cola para que no le molestara en los ojos.

—Haz lo que quieras, mientras se vea bien y no sea demasiado corto —dijo, observándose en el espejo de enfrente con cierto desdén.

No se consideraba guapo, ni tampoco feo. Era promedio, y estar en el promedio estaba bien. Destacar demasiado por el aspecto podía hacer que la gente se volviera aún más falsa de lo que ya era en la vida cotidiana, simplemente por agradar. Y eso apestaba.

—Lo dejo en tus manos —agregó.

Soledad le dedicó una sonrisa radiante.

—Entonces te voy a dejar muy guapo —anunció con entusiasmo.

Sacó una tijera y una peineta, luego abrió y cerró las cuchillas con un chasquido que hizo que Tomás sintiera un escalofrío. Sin advertencia, le quitó el elástico de la cola y, con una expresión de gozo indisimulado, cortó de cuajo la larga coleta.

Tomás contuvo la respiración.

—Me encanta cortar el cabello —dijo ella, sosteniendo la coleta en alto como un trofeo—. Después de esto, tu novia va a quedar impresionada.

—No tengo novia —respondió él, sin inmutarse—. Y no creo que llegue a tenerla en un futuro cercano.

Soledad parpadeó, sorprendida por la frialdad de la respuesta. No sonaba molesto ni descortés, pero había algo en su tono, una especie de desapego total, que la desconcertó. Instintivamente, dejó la tijera sobre el estante y le clavó un dedo en la mejilla.

—Anímate, todavía eres muy joven —insistió—. Encontrarás una novia en cualquier momento.

En otro momento, esas palabras le habrían provocado una especie de alivio. Pero no ahora.

No después de lo ocurrido.

No después de haber escuchado algo similar de labios de su compañera de trabajo, justo antes de ser rechazado.

La rabia le subió por la garganta, pero la contuvo.

—Hace un par de semanas fui rechazado por alguien mayor que yo. Apenas dos años de diferencia, pero suficiente para que me dijera exactamente lo mismo que tú. "Eres muy joven" —repitió con una mueca—. Disculpa que lo diga, pero usar la edad como argumento es bastante mediocre. Ahora que lo pienso, quizá fue lo mejor. Si su intelecto solo le permitió elaborar una excusa tan mala, esa relación había terminado antes de empezar.

Soledad se quedó helada.

No esperaba esa respuesta.

—Eres bastante duro con tus palabras —dijo tras un silencio breve—. Quizá por eso no has tenido buena suerte.

—No es mala suerte —corrigió él—. Aunque técnicamente mi tasa de éxito con las mujeres es del cero por ciento. Pero mi muestreo es demasiado pequeño para sacar conclusiones. Apenas le he dicho a dos mujeres algo como eso. Todavía no es estadísticamente relevante.

Soledad rió, divertida con la lógica implacable del chico.

—Puede que no haya funcionado, pero eres valiente —comentó—. Yo nunca me he declarado. Me moriría de la vergüenza. Supongo que la mayoría de las mujeres esperamos que el hombre haga ese trabajo.

Suspiró pesadamente y comenzó a perfilar los contornos del corte con precisión.

—Ahora que lo pienso, me parece un poco injusto. Debe ser un momento realmente difícil.

Tomás sopló unos cabellos que le habían caído sobre los labios.

—¿Ahora lo entiendes? Imagina que tienes que arriesgarlo todo por una incertidumbre. Solo un loco haría algo así. ¿Quién abandonaría un sendero seguro para saltar al vacío? Es terrible moverse, actuar y convencer cuando las probabilidades están en tu contra. Y eso es así en la vida en general. Salvo contadas excepciones, todos somos parte del promedio.

La peluquera continuó trabajando con movimientos hábiles.

—Eres muy serio, pero divertido de una forma extraña.

—¿Extraña?

—No hablas como un estudiante. Es como si fueras una persona mayor.

—Disculpa el abuso, pero ¿puedo pedirte un consejo? Normalmente no haría algo como esto, pero no conozco muchas mujeres a quienes preguntar algo así. Al menos, no mujeres cuya risa pudiera hacerme enojar.

—¿Estás diciendo que si yo me río no te importa? Eso me dolió un poco —bromeó Soledad con una sonrisa pícara.

Tomás miró su reflejo en el espejo y, por primera vez, reparó en la joven que lo atendía. Era guapa. Muy guapa. Su cabello era de un rojo anaranjado que le recordó el color del ocaso.

Pero no sintió nada más allá de la simple admiración estética.

—No es lo que quise decir. Bueno, no del todo. Si te ríes me va a doler, pero no tanto como para enojarme. A eso me refería.

Soledad dejó la tijera y la peineta sobre el estante, tomó una escobilla suave y retiró los pequeños cabellos sueltos de su cuello y rostro.

—Eres complicado —murmuró.

—Quisiera hacer las cosas simples, pero no soy así —admitió Tomás—. ¿Qué crees que debería hacer para que una mujer mayor se enamore de mí?

La peluquera se quedó en silencio.

Por un instante, pareció a punto de reír.

Pero no lo hizo.

—Es una pregunta difícil —respondió—. Quizá si mi mamá estuviera aquí podríamos preguntarle.

—Oye —Tomás le jaló la manga con suavidad—, tú eres una mujer mayor. No mucho, pero al menos unos cinco años más que yo.

Soledad se detuvo un momento, meditando.

—Ahora que lo dices, no creo que dos o cinco años sean la gran cosa. Más bien, me parece que ella te mintió.

Tomás se llevó la mano al rostro.

—Lo sabía. Pero supongo que hay gente a la que le gusta sentirse superior por ir a la universidad, como si eso fuera una gran diferencia.

—Algunos sufren un impulso extraño en el ego cuando entran a la universidad.

—Parece que a ti no te interesa mucho.

—Voy a estudiar para ser estilista, pero el próximo año.

—Ya eres bastante buena —comentó él, observándose en el espejo.

No se parecía en nada a sí mismo.

El corte era moderno, algo que jamás habría elegido por voluntad propia.

—Eres muy hábil —continuó—, pero dudo que me acostumbre a la moda. Prefiero mi cabello largo. Pero promesas son promesas.

—¿Una chica?

Tomás suspiró.

—Últimamente mi vida se está agitando demasiado. Me da dolor de cabeza.

Soledad retiró la toalla y el delantal.

—Te ves increíble. Ahora podrás conquistar a esa chica.

—Ya no vale la pena.

Se puso de pie, sacó su billetera y pagó.

—Gracias por los consejos. Es la primera vez que me siento tan cómodo hablando con un extraño.

—Vuelve cuando quieras —dijo ella, con una risa ligera—. No sé por qué, pero siento que se nos pasó la mano conversando.