Cisne negro (parte 6)

Cuando Tomás volvió a la preparatoria ya era la hora del almuerzo. Apenas cruzó el umbral de la sala de clases, se levantó un murmullo extraño. No era algo que le sorprendiera; ya estaba acostumbrado a las miradas furtivas y los comentarios en voz baja. Pero esta vez, el peso de las miradas era diferente.

No tuvo mucho tiempo para analizarlo porque, en cuanto llegó a su puesto, Sunny lo tomó del brazo con una expresión sombría.

—¡Qué demonios te hiciste!

Tomás la miró con un ligero gesto de sorpresa mientras era arrastrado sin contemplaciones.

—Me corté el cabello, nada más. ¿Por qué el escándalo?

Sunny se acercó a su oído y le susurró con tono urgente:

—No sé qué pretendes, pero estás destacando demasiado. De pronto, el oscuro y amargado se convirtió en el jodido cisne de la clase. ¿Qué demonios te pasa?

—Oye, estás maldiciendo demasiado. Dios te va a castigar.

—No me des lecciones ahora. Contesta. ¿Por qué lo hiciste?

—Se lo prometí a Ani, a cambio de una información. Honestamente, creo que me vendí muy barato, pero en ese momento estaba desesperado.

Sunny bufó con incredulidad.

—¿Ani? ¿Así de rápido te ganaste un apodo de la delegada? Lo que me faltaba.

—Por favor, no levantes polvo con esto —dijo Tomás, con el cansancio dibujado en la voz—. Ya estoy harto de estas cosas de escolares. Dos días de clases y siento que quiero irme a casa y no volver.

—También eres escolar, idiota.

Tomás ignoró su comentario y cambió de tema.

—¿Dónde está Sam?

Sunny cruzó los brazos.

—Se ofreció a ayudar a tu nueva amiga como delegado. No sé qué pretende, pero parece muy entusiasmado con eso.

Tomás desvió la mirada hacia el patio frontal de la preparatoria. Desde su asiento podía ver buena parte de la ciudad. El colegio estaba en una colina, y desde allí, los edificios y calles parecían lejanos, casi irreales. Suspiró largamente antes de volver la vista a Sunny, agitando sin querer las hebras recién cortadas de su cabello oscuro.

Ella se sonrojó levemente.

—Déjalo hacer lo que quiera. Sospecho que lo que busca nunca lo va a obtener. Es una lástima.

Sunny bajó la cabeza.

—Cambiaste de aspecto, pero sigues siendo el mismo.

—No creo que nada ni nadie pueda cambiarme a estas alturas.

Ella lo miró de reojo y, en su interior, se dijo a sí misma: Todos pueden cambiar, tonto.

La tarde transcurrió rápidamente. Al finalizar la jornada, Tomás se dirigió sin demora a su trabajo de medio tiempo en la cafetería y restaurante Santa Gracia. Trabajaba allí dos o tres veces por semana, además de las tardes de los domingos. No tenía idea de con quién compartiría turno ese día, aparte del dueño del lugar y de su compañera de trabajo, Amelia, a quien se había declarado fallidamente.

El gerente, Don Henrick, se encargaba personalmente de preparar los cafés y atender la caja registradora. Era un hombre duro, pero justo, aunque tenía sus propios problemas, como la tensa relación con su hijo de su primer matrimonio, Fabián, un universitario de segundo año. La chef y esposa del gerente, Bella, era de una naturaleza completamente distinta. Tenía un gran corazón y una intuición demoníaca. Tomás sospechaba, o más bien sabía, que ella estaba al tanto de su intento de confesión con Amelia.

De vez en cuando, aparecía en la tienda Celeste, la hija del segundo matrimonio de Henrick y Bella. Tenía un año menos que Tomás y estudiaba en un colegio privado para señoritas, Santa Margarita. También compartía turno con Jenn, otra garzona, animada y demasiado amistosa para su gusto. Con el tiempo, sin embargo, había aprendido a tolerarla.

Tomás era prácticamente un trabajador multiuso. Lo mismo atendía mesas que descargaba mercadería o ayudaba en la cocina. A veces, el gerente le pedía que llegara antes para ayudar con las entregas, sobre todo porque el restaurante era muy concurrido, especialmente a la hora del almuerzo.

Elías, el garzón más veterano, era una leyenda en Santa Gracia. Tomás solo compartía turno con él los domingos, pero lo admiraba por su rapidez y eficiencia. Sin embargo, su actitud despreocupada en el ámbito sentimental los hacía chocar de vez en cuando.

Y luego estaba Amelia.

Amelia, la universitaria.

Amelia, la muchacha a la que Tomás se había confesado con la esperanza de evitar algo peor.

Amelia, que lo había rechazado sin titubeos.

No había sido un amor infundado. No del todo. Ella siempre se había mostrado cercana con él. Pero, en retrospectiva, Tomás pensaba que quizá había cometido un error. Tal vez, en su afán de evitar lo inevitable, solo había acelerado el proceso.

Entró por la puerta trasera del restaurante y saludó a Don Henrick con un leve gesto. Luego se dirigió a los casilleros para ponerse el uniforme lo más rápido posible.

Al terminar, miró la tablilla de turnos mientras marcaba su tarjeta de asistencia.

Suspiró amargamente.

Todos sus turnos estaban con Amelia.

Todos.

Salvo el del domingo, donde compartiría con Elías y Jenn.

Hubiera querido arrancarse un ojo de la rabia. En lugar de eso, tragó su frustración y se dirigió a la cocina, donde lo esperaba una pila de trastes sucios.

Entró saludando a Bella con la mayor cortesía que pudo reunir. Se subió las mangas y comenzó a lavar los platos sin perder tiempo.

La chef, que estaba revisando su mesa de trabajo, esperó a que no hubiera nadie cerca y, con movimientos suaves, se acercó por la espalda de Tomás.

De repente, sus cálidas manos rodearon las mejillas del muchacho.

—Luces muy apuesto con tu nuevo aspecto —dijo Bella en voz baja—. Espero que no te hayas cortado el cabello por culpa de alguna muchacha tonta.

Tomás cerró los ojos por un instante, dejando que el calor de sus manos recorriera su piel. Por un fugaz momento, quiso dejarse caer sobre su pecho, pero se contuvo.

—Supongo que es su forma de subirme el ánimo.

Bella lo acarició con delicadeza antes de apartarse.

—No quiero que te hagan daño.

Volvió a su mesa de trabajo y comenzó a picar vegetales a toda velocidad, adelantando el trabajo del día siguiente.

Tomás no supo si aquello había sido un gesto de apoyo o una manera de decirle que sabía.

Que estaba enterada de su confesión.

Que era testigo de su fracaso.

Pero, por alguna razón, su presencia lo reconfortaba.

—Me rechazaron —admitió finalmente—. Pero el corte de cabello fue por otro motivo. Se lo prometí a una amiga.

Dudó por un instante al llamarla amiga, pero decidió que no era el momento de cuestionarlo.

—No es como si me gustara llevarlo corto, pero la peluquera hizo un buen trabajo. Supongo que puedo conservarlo por un tiempo.

Bella no hizo ningún comentario al respecto.

—Cuando termines con los platos, ayúdame a pelar las papas —dijo, sin detenerse—. Es una lástima que te rechazaran, pero quizá eso significa que no era la persona adecuada para ti.

Una orden llegó por el sistema de comandas.

Bella la leyó y chasqueó la lengua.

—Otra vez pidieron salteado. ¿Acaso no saben que tenemos comida italiana también?

Tomás secó sus manos con un paño y subió el fuego del wok.

—Quizá deberían subir el precio del salteado para que consuman lo que tienen en sobrestock. También podrían pedirle al garzón que lo recomiende antes que otros platos.

Bella sonrió.

—Es una sugerencia razonable. Pero no es mi trabajo hacer ese tipo de cambios.

—¿De quién es, entonces?

—Del gerente —dijo ella con un deje de burla—. Y dudo que te escuche a ti.

Tomás sonrió de lado y volvió a los trastes, dejando que el calor de la cocina lo envolviera, alejando momentáneamente todo lo que había sucedido en el día..

—No me entrometo entonces —murmuró Tomás, sin dejar de lavar los trastes.

Sintió una mano cálida en su hombro y un aliento muy cerca de su oreja.

—No te enojes, ya sabes cómo funcionan las cosas aquí —susurró Bella, apoyándose sutilmente contra su espalda.

Él no dejó de lavar, pero sintió la presión de su cuerpo tras él, ligera, casi etérea, pero lo suficientemente real como para erizarle la piel.

—¿Quieres quedarte aquí conmigo? Ya sabes quién está en el salón.

Tomás dejó escapar un suspiro.

—Gracias, chef, pero me quedaré aquí mientras haya algo que hacer. Aún tengo que descargar, y luego no quiero que Amelia diga que no quise ayudarla con las mesas.

—¿Por qué ella iba a discutir conmigo? Soy dueña de la mitad del restaurante —replicó Bella con su habitual tono desenfadado—. Y no me digas chef, dime solo Bella. ¿Somos amigos después de todo, no?

Tomás entrecerró los ojos con sospecha.

—No sé si intentas provocarme o causarme un derrame cerebral. Quizá ambas.

De alguna manera, ya estaba acostumbrado a las bromas pasadas de tono de Bella. Llevaba dos años trabajando allí y sabía que ella era así.

—Voy con las papas ahora —dijo, dispuesto a ignorar el juego de Bella.

Giró sobre sus talones y, de inmediato, se topó de frente con ella. Su pecho se apretó contra el de él en un roce involuntario, y por un instante, sus miradas se encontraron.

Tomás frunció el ceño.

—¿Otra vez?

Bella se apartó sin perder la compostura, tomó un pocillo con carne de cerdo y otro con carne de res, aceitó ligeramente el wok y arrojó los ingredientes con destreza.

—Vamos, no te enojes. Llevamos dos años jugando juntos. En vez de ponerte así, deberías estar feliz —le guiñó un ojo con picardía.

Tomás bufó con resignación mientras comenzaba a pelar las papas.

—Sí, llevas dos años jugando con mi corazón.

—No seas así. Soy la única que se ha declarado aquí, eres tú el que juega con mi corazón de mujer madura —replicó Bella entre risas, agitando el wok con movimientos precisos.

—¿Será suficiente con dos sacos de papas?

—No lo sé, quizá deberías pelar tres.

—Iré a buscar otro saco al almacén.

Sin perder más tiempo, salió de la cocina a toda prisa, tomó las llaves del almacén que colgaban junto al reloj control y se dirigió al exterior del restaurante.

Un saco de papas de veinticinco kilos lo esperaba, cubierto de suficiente tierra como para arruinar su uniforme de trabajo.

Definitivamente, no era su día.

Al regresar, comenzó la maratón de pelar papas en silencio hasta que Bella, limpiando el wok, lanzó una pregunta sin previo aviso.

—Tomás, ¿puedo preguntarte algo más personal?

—Adelante. A estas alturas, no creo que haya algo que no sepas de mi vida.

Bella rió con la fuerza de siempre.

—Llevas más de dos años trabajando aquí, pero nunca te he escuchado decir que sales en citas, que vas de paseo o a fiestas. ¿Qué haces con el dinero que ganas?

Tomás no se detuvo, pero su respuesta fue inmediata y sin rodeos.

—No es ningún misterio. Estoy juntando dinero para irme a vivir solo el próximo año y pagar la matrícula de la universidad. Eso es todo.

Bella alzó una ceja, visiblemente sorprendida.

—Vaya, parece que lo tienes todo bien planeado. Casi me dan ganas de que seas mi novio.

Tomás soltó una carcajada breve.

—Estás casada, Bella.

—Eh, en vez de decir que soy demasiado mayor para ti, solo te fijaste en que soy casada. Interesante. ¿Acaso te gustan las mujeres mayores?

Tomás giró los ojos, pero no pudo evitar sonreír de lado.

—No te hagas conmigo. Sabes que me declaré a Amelia.

Bella se cubrió la boca para contener una risa.

—Vamos, ella no es una mujer mayor. Apenas te lleva dos años. Sabes bien a qué me refiero con mujer mayor.

Se deslizó con naturalidad hasta rodearle la cintura con sus manos.

Pero justo en ese momento, una cabeza de cabello castaño apareció por la ventanilla de la cocina.

Bella retrocedió de inmediato.

Era Amelia.

—Amelia, ¿qué te trae por aquí? —preguntó Bella, recomponiéndose.

—Pidieron un soufflé de queso —dijo la joven garzona con gesto nervioso.

Bella apretó los dientes.

—Con un demonio, yo y mi boca. Reclamo por los jodidos salteados y me mandan un maldito soufflé… —murmuró, lanzando más maldiciones al aire—. Tomás, precalienta el horno.

El joven dejó las papas y encendió el horno de inmediato.

—Ayúdame con la bechamel mientras monto las claras.

Amelia apenas se dio cuenta en ese momento de quién estaba ayudando en la cocina.

Cuando vio a Tomás, soltó una risa breve, burlona, afilada.

—Dios santo. No me digas que te cortaste el cabello porque te rechacé.

Bella escuchó la pregunta sin voltearse, pero sintió un nudo en el estómago.

Incluso a ella le dolió.

Y lo que más la sorprendió fue que, para Tomás, esas palabras no parecieron significar absolutamente nada.

Como si fuera una estatua de piedra.

—Me rechazaste hace dos semanas. ¿Por qué me lo iba a cortar por eso dos semanas después? Qué absurdo —respondió él sin mirarla, batiendo la mezcla con la misma energía de siempre—. Además, creo que a estas alturas me arrepiento de lo que dije. Lo siento. Retiro mi declaración.

Bella se giró ligeramente y alcanzó a ver la mandíbula desencajada de Amelia.

—Mezcla las yemas con el queso y tráeme todo junto al pocillo de cerámica —ordenó Bella con voz firme.

Tomás asintió.

—Supongo que no hay respuesta. Amelia, ¿estás bien?

—Sí, claro —replicó la joven garzona, su voz más apagada—. Me avisan cuando esté listo el soufflé.

—Sí, ya lo estoy poniendo en el horno. Tendrá que esperar, no es que estas cosas se hagan tan rápido.

Bella se volvió hacia Tomás, quien había retomado su tarea con las papas.

—No es una mala niña —murmuró—. Solo está en esa época en que las muchachas se creen las reinas de la plaza.

Tomás soltó una pequeña risa.

—No te preocupes por mí. Creo que ya aprendí la lección.

Pero una sombra cruzó su mirada.

Porque si sus sospechas eran ciertas, el dolor en su pecho pasaría de ser una espina a convertirse en una herida abierta.

Bella se giró bruscamente y lo tomó del brazo, obligándolo a mirarla a los ojos.

—¿Puedes dejar de comportarte como si fueras un adulto amargado? Eres un adolescente. Vive como uno.

Su agarre era firme, pero no opresivo. Apenas un ancla que lo retenía por un instante.

Tomás la miró sin titubear.

—Si me engañó o me dejé engañar, ya no importa. Eso está enterrado. Y no me tomes así. Tu marido está en la caja registradora. Si entra ahora, estaré en problemas.

Bella lo soltó, confundida.

—Lo siento… Ve a descargar. Yo seguiré con las papas.

Tomás le dedicó una sonrisa amable.

—Eres demasiado buena conmigo.

—Lo sé —susurró ella—. No digas más.

Él dejó el pelador sobre la mesada y salió al almacén.

Sabía bien que su encuentro con Amelia no iba a ser fácil.

Pero lo que realmente le preocupaba…

Era Bella

 

Tomás dejó su tarea con las papas y se dirigió al almacén para vaciar la camioneta estacionada en la parte trasera del restaurante. Era su última tarea del día antes de terminar de ayudar a Bella con las preparaciones para el día siguiente y hacer el aseo del local para el cierre.

Al salir, notó que ya había oscurecido. El aire nocturno traía consigo el aroma a sal y humedad de la ciudad, mezclado con el lejano murmullo del tráfico. Abrió el almacén y comenzó a descargar la mercadería, sintiendo el peso del saco de papas hundirle los hombros. Sabía que su encuentro con Amelia no había sido fácil, pero eso ya lo tenía asumido. Lo que realmente le preocupaba era Bella.

Usualmente no era tan descuidada ni mucho menos tan agresiva en sus bromas. Ese cambio en su comportamiento solo podía significar una cosa: tenía algún problema con el gerente y no quería decírselo.

Y eso no podía significar más que problemas.

Cuando terminó de descargar, cerró el almacén y volvió al interior del restaurante. Apenas cruzó la puerta, vio al gerente, el señor Henrick, haciéndole un gesto para que se acercara.

Tomás obedeció de inmediato y cerró la puerta tras de sí.

—Tranquilo, Tomás, no me mires así —dijo el hombre, apoyando los codos sobre el escritorio—. Ya cerramos y Amelia está limpiando las mesas. No queda mucho que hacer en realidad, salvo las preparaciones para mañana y algo de limpieza.

Tomás sintió una espina clavarse más hondo en su pecho.

—¿En qué le puedo servir? —preguntó con voz controlada.

Ya se imaginaba por dónde iba este asunto. Su instinto podía correr más rápido que sus palabras, pero no importaba.

Después de todo, ya se lo esperaba.

El gerente tomó un sobre y lo deslizó sobre la superficie del escritorio.

—Tómalo.

Tomás lo cogió y lo palpó. No hacía falta abrirlo para saber que era dinero.

Un silencio pesado se instaló entre ambos.

La expresión de Tomás se volvió aún más sombría. En realidad, se veía venir esta situación desde hace un tiempo. Ni siquiera podía discutirlo o reclamar de alguna manera.

El hecho de que hubiera durado dos años en este trabajo ya era un milagro.

—No creo que sea un bono —comentó sin titubear.

—Claro que no. Es tu indemnización por los años de servicio —Henrick exhaló con cierto cansancio—. Pero he decidido que lo mejor es que trabajes hasta fin de mes. De todas formas, está mi recomendación dentro del sobre.

Tomás arqueó una ceja.

—¿Recomendación? No me lo esperaba.

—No tiene nada que ver con tu desempeño. Eres un buen trabajador. Si fuera solo por mí, no te despediría —el gerente desvió la mirada apenas un instante, como si se avergonzara de sus propios actos—. Pero no puedo permitir que haya relaciones entre colegas dentro del local.

Tomás sintió que algo en su interior se endurecía.

—No tengo ninguna relación. Menos con alguien del local. Me imagino que sabe que me rechazaron.

—Lo sé.

La confirmación vino en un murmullo bajo.

—Esto es más grande que yo.

Tomás mantuvo la mirada fija en el hombre por unos segundos.

Luego, suspiró.

—Lo sé, no se preocupe. Supongo que me despediré a fin de mes, entonces.

Tomó el sobre con calma. Pesaba más de lo que debía.

Demasiado.

Casi como si fuera una especie de soborno.

Sin más, salió de la oficina y caminó hasta su casillero. Colocó el sobre dentro con una resignación amarga.

Esta es la despedida.

Sintió un leve mareo al pensarlo.

Estaba guardando sus cosas cuando Amelia entró al vestidor.

—Es una lástima que te despidieran —comentó con tono acompasado.

Tomás no se inmutó.

—Ah, no te preocupes. No es como si este fuera el único trabajo en la ciudad —respondió, cerrando la puerta de su casillero lentamente. Luego, sin prisa, añadió—: Y lamento haberte incomodado con mi declaración. Siempre fuiste amable conmigo. Supongo que me confundí en algún momento.

Amelia lo observó con una expresión difícil de leer. Luego, en sus labios se dibujó una sonrisa sarcástica.

—Soy amable con todo el mundo.

Tomás esbozó una media sonrisa.

—Lo sé. Especialmente cuando es conveniente.

Se apartó con naturalidad, listo para ir a ayudar a Bella con los últimos preparativos.

Era lamentable que no pudiera seguir disfrutando de su tiempo con ella por muchos días más.

—Cuídate de verdad, Amelia —dijo con tono neutro—. No sea que en esta jugada el cazador termine siendo el plato principal.

Ella frunció ligeramente el ceño.

—¿Qué quieres decir?

Tomás la miró de reojo y negó con la cabeza.

—Nada.

Tomó aire antes de pronunciar las palabras finales.

—Supongo que el destino nos deja a nuestro alcance solamente aquello que nos merecemos. Para bien o para mal.

Se dio media vuelta y salió del vestidor.

Era la segunda mujer a la que se había declarado en su vida.

Y el segundo final amargo.

Tomás se dirigió a la cocina y ayudó a Bella a preparar los vegetales para el día siguiente. Luego hicieron el pan, mientras conversaban trivialidades con la alegría de siempre.

Por un momento, no existía nada más.

El restaurante, ya vacío y en penumbras, parecía un refugio.

Un espacio ajeno al mundo, donde el peso de la despedida aún no terminaba de caer sobre ellos.