Tomás salió del restaurante cuando ya pasaban las diez de la noche. Caminó un par de cuadras por la acera silenciosa, con el sonido de sus pasos amortiguado por el asfalto húmedo. El aire nocturno era frío, pero no lo suficiente como para calar en los huesos.
Fue entonces cuando escuchó su nombre.
Se detuvo en seco y al volverse, la vio.
Bella estaba allí, parada bajo la luz anaranjada de un farol que bañaba su cabello rubio con un resplandor etéreo. La brisa mecía sus mechones sueltos y entre sus dedos sostenía un cigarrillo a medio consumir, cuyo humo ascendía en espirales perezosas hacia la oscuridad del cielo.
—¿Es verdad que decidiste dejarme? —preguntó con voz serena, pero con un matiz de vulnerabilidad que no le pasó desapercibido.
Tomás sonrió apenas.
—No creí que iba a ser la despedida, pero esta es una grata sorpresa —dijo con tono suave—. Grata, pero imprudente.
Sus ojos se fijaron en los de ella, cargados de algo que no supo describir.
—Sabes bien de qué va todo esto —continuó—. Me quedan dos semanas todavía.
Bella frunció el ceño.
—Me dijeron que habías renunciado. ¿De qué va todo esto?
Tomás suspiró, desviando la mirada hacia el suelo.
—¿Renunciar? ¿Por qué haría algo como eso? Fui despedido, pero no me siento ofendido, si eso es lo que te preocupa.
Bella llevó el cigarro a sus labios y le dio una calada larga, dejando que el humo escapara lentamente de su boca.
—Ya entiendo. No quería entenderlo, pero supongo que ahora lo tengo bien claro. Gracias a ti.
Tomás sintió un nudo formarse en su garganta.
Intentó contener las lágrimas, pero su cuerpo lo traicionó.
—Todavía quedan muchos días para que me vaya, así que...
Bella dejó caer el cigarro al suelo y lo apagó con la punta de su zapato. Luego, sin previo aviso, dio un paso adelante y lo abrazó con fuerza.
—Eres un niño para mí —susurró, hundiendo el rostro en su cuello—. Sé que no te gusta que te lo digan, pero no lo hago por ti, lo hago por mí. ¿Me entiendes, cierto?
Tomás cerró los ojos con fuerza.
—Claro que lo entiendo —dijo, sintiendo su propia voz quebrarse—. Apenas soy un niño. Un niño estúpido e ingenuo. ¿Qué puede saber de la vida de los adultos un mocoso como yo?
Una lágrima rodó por su mejilla y cayó sobre la ropa de Bella, quien lo sostuvo aún más fuerte, como si temiera que al soltarlo desapareciera.
—No te enojes conmigo —susurró ella, con un hilo de voz—. Eres lo único que me quedaba.
Tomás apoyó su barbilla en su hombro.
—Si me necesitas, llámame. Vendré. No importa el día, ni la hora.
Bella tembló ligeramente antes de aferrarse a él con más fuerza.
Y entonces lo sintió.
Un roce sutil en su cuello, apenas un segundo de contacto.
Un beso.
Cuando Bella lo soltó, la ceniza de su cigarro reposaba fría sobre el cemento de la acera. Sus ojos aún guardaban el vestigio de unas lágrimas que no llegaron a caer.
Ambos sabían que este no sería el final.
Pero ninguno lo dijo en voz alta.
Esa noche, Tomás caminó por la ciudad durante tres largas horas.
Cada calle que recorría, cada farol que lo iluminaba y cada sombra proyectada en las paredes parecían acompañarlo en su paseo eterno.
Hubiera deseado que esa caminata no fuese tan solitaria.
Haberla visto antes de salir del restaurante le dejó una sensación extraña en el pecho.
La certeza de que la soledad no estaba bien.
De que nadie debería vivir solo.
Pero tampoco era como si él se hubiera puesto a sí mismo en esa posición.
Cuando finalmente regresó a casa, la oscuridad lo recibió como siempre, envolviéndolo en su abrazo mudo.
Encendió la luz de la cocina.
Sobre el fregadero había dos juegos de platos.
Su madre había cenado.
Lavó los platos en silencio y comenzó a cocinar, moviéndose como un autómata, con la mirada perdida.
No encendió la televisión, ni puso música.
Solo el sonido del agua corriendo y los utensilios chocando entre sí rompían la monotonía del ambiente.
Pero el silencio en su interior era más fuerte.
De pronto, mientras lavaba, sintió que sus ojos ardían.
Las lágrimas comenzaron a caer sin control.
No sollozaba, ni hacía ruido.
Simplemente dejaba que cayeran, una tras otra, como si su cuerpo estuviera purgando algo demasiado hondo para ser comprendido.
Una sensación de soledad tan vasta que ningún sonido, ninguna presencia, podría llenarla.
Lo que Tomás no sabía era que Amelie estaba allí.
Oculta en el pasillo, apoyada contra la pared, escuchándolo en la penumbra.
No tuvo el valor para acercarse.
No tuvo el valor para consolarlo.
Porque, en el fondo, el dilema de nunca haber sido una verdadera madre para él la carcomía.
La terrible incomodidad y la culpa.
Él no era su hijo, después de todo.
La mayor parte del tiempo ni siquiera quería mirarlo a la cara.
Nunca había sido amable con él.
Nunca le había celebrado un cumpleaños.
Nunca lo había felicitado por nada, a pesar de que siempre había sido un buen estudiante.
Un buen muchacho.
Y con cada año que pasaba, lo veía alejarse más y más.
Y quizá ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto.