Amelie se llevó la mano a la boca, intentando ahogar el llanto que le desgarraba el pecho, pero no pudo evitar que su mente la arrastrara hacia el pasado…
—¿Mamá? —la voz infantil rompió el silencio del comedor oscuro, y un niño de apenas ocho años avanzó con pasos inseguros—. ¿Por qué está tan oscuro?
La luz de la luna atravesaba con timidez el ventanal, dibujando sombras quebradas en las paredes. Sus pisadas resonaban en el vacío, cargadas de una inocente preocupación.
—Mamá, ¿dónde está papá? ¿Todavía no vuelve?
La figura encorvada de una mujer sentada en el suelo se materializó frente a sus ojos. Derrotada, apenas parecía respirar. El niño se acercó, alzando una mano temblorosa para alcanzarla.
—¿Mamá, estás bien? —su voz se quebró en un susurro.
El contacto nunca se consumó.
—¡No me toques! —El grito de la mujer se clavó en el silencio como un cuchillo.
El pequeño se detuvo en seco. Su mano quedó suspendida en el aire, temblando. Sus ojos, dos enormes pozos de confusión y miedo, la miraron con una intensidad que a ella la hizo arder por dentro.
—¿Por qué me miras así? —vociferó con una voz desgarrada—. ¡No soy la mala aquí! ¿Por qué me miras como si lo fuera? —Sus dedos se cerraron con brusquedad alrededor de los brazos del niño—. ¿Acaso merezco que me mires así?
El niño tragó sus lágrimas, desesperado por consolarla. Con un esfuerzo casi sobrehumano, curvó sus labios en una sonrisa rota.
—No… eres la mejor —murmuró, aunque su pequeño cuerpo temblaba bajo la presión de las manos de ella—. La mejor mamá del mundo.
Pero no pudo contenerse más. Su dolor estalló en un llanto desbordado que hizo eco en la oscuridad.
Ella lo sostuvo, con más fuerza de la que debía, como si quisiera aprisionarlo allí, en su propio sufrimiento. En algún rincón de su corazón, sabía que ese niño era dulce y amable, un niño que jugaba con ella y la hacía reír, pero no podía soportarlo. Lo odiaba tanto como lo amaba. Porque él no era suyo.
—¡Cállate! —gritó, dejando que la rabia la consumiera—. ¡No llores en mi presencia!
El pequeño cerró los labios con fuerza, ahogando los sollozos en su garganta. Su tembloroso cuerpo apenas podía sostenerse.
—Eres el hijo del traidor —escupió ella con amargura—. Y no va a volver. Escúchame bien: tu papá no va a volver.
No podía evitarlo; en aquel entonces se parecía mucho al traidor, al infame que la abandonó y con los años se parecía todavía más. Además, era demasiado amable con ella a pesar de que día a día lo trataba con desprecio. Por lo mismo sentía esa culpa y a la vez lo odiaba; lo odiaba porque era fuerte, porque era amable, porque era la imagen de aquello que nunca deseó que fuera.
Hubiera deseado que la odiara, que la despreciara y se lo dijera a la cara.
Por mucho tiempo quiso hacerlo infeliz sólo para vengarse, pero luego se volvió una costumbre, hasta que con el tiempo quedó el desprecio y la culpa, ambas imposibles de superar a esa altura, imposibles de superar sin tener que pedir perdón.
¿Pedir perdón?
No sabía por qué nunca lo envió con sus tíos.
¿Solamente había decidido quedarse con él para hacerle daño?
Era una infame, eso se decía a sí misma, sobre todo cuando se enteraban que era madre soltera y le daban ánimo, o le felicitaban por su esfuerzo; era como si le clavaran una daga en el pecho. No lo había hecho por eso, pero ahora, ahora que lo veía quebrado por primera vez, sentía el enorme peso de la culpa de todos esos años y a la vez, por infame que parezca:
Alivio…
A ella la había arruinado un hombre, y ella le arruinó la vida a un niño y a un adolescente, ¿y si ese hombre que había podido criar bien acababa haciendo lo mismo a otra mujer por su culpa? Pensarlo era insoportable a veces, sobre todo cuando probaba su comida, cuando ella nunca le había cocinado nada a él, ni siquiera una taza de té, nunca, y él, desde que comenzó a cocinar, no había fallado en dejarle comida ni un solo día, sin importar a la hora que llegara, sin importar si la dejaba toda o no. Muchas veces pensó que hacía todo eso para fastidiarla, para hacerla sentir mal por no ser una buena madre, pero es que ella no era su madre y él no era su hijo; eso se repetía una y otra vez: —No tengo por qué cuidarte y no me siento culpable por nada, tú no eres mi hijo, no eres nada mío— cada vez que lo veía, cada vez que la culpa la inundaba, cada día.
Amelie respiró hondo, intentando recomponerse. Secó las lágrimas que se habían acumulado en sus mejillas y salió del umbral cuando escuchó que Tomás había dejado de llorar.
—Madre, disculpa el ruido. No quería despertarte —dijo Tomás sin mirarla, mientras picaba unas verduras bajo la tenue luz del horno.
—No me despertaste —respondió ella, desviando la mirada. Se acercó al mesón de la cocina, observando su rostro hinchado y los ojos enrojecidos—. Mañana viene mi sobrina. Ya le preparé el cuarto del fondo.
Tomás asintió, sin detener sus movimientos. No le importaba demasiado la llegada de su prima, aunque le caía bien.
—Déjale comida también —agregó Amelie. Se odió a sí misma por lo seca que sonaba, pero no supo cómo decirlo de otra manera.
—Está bien, no hay problema.
Amelie respiró hondo, queriendo sonar más conciliadora.
—Espero que no tengas problemas con ella. Es joven y no quiero que hagas algo estúpido.
Tomás detuvo su trabajo por un instante. Sabía que aquello no era más que un reflejo de la desconfianza que siempre le había tenido, pero aun así, sus palabras le dolieron.
—Claro, no hay de qué preocuparse —respondió, forzando una sonrisa que no alcanzó sus ojos—. No le haré nada, a ninguna mujer.
Sus palabras estaban cargadas de una frustración contenida, pero Amelie no fue capaz de leer entre líneas.
—Eso espero —dijo ella, y luego, sin atreverse a mirarlo más, se dio la vuelta hacia la puerta de la cocina—. Me voy a dormir.
Tomás asintió, sin dejar de picar las verduras. Amelie se detuvo un segundo en el umbral, como si quisiera decir algo más, pero no encontró las palabras. No podía decir "buenas noches". No podía siquiera mirarlo de frente. Así que se marchó, dejando la habitación en silencio, con la única compañía de la luz mortecina del horno y el dolor acumulado en cada rincón.