Retrospectiva e Introspectiva (Parte 2).

El resto de la semana transcurrió con un aire extraño, como si algo invisible flotara entre los días y los volviera más pesados. Había tres asuntos que gravitaban alrededor de Tomás: Sam se comportaba de forma inusualmente nerviosa, algo que Sunny no dejó de notar; su búsqueda de empleo lo llevó a recorrer la ciudad de cabo a rabo sin resultados concretos; y, finalmente, tomó la decisión de entregar uno de sus manuscritos a la profesora Sofía. Quería comprobar las palabras del profesor Krikett y, sobre todo, necesitaba averiguar si ella sabía algo sobre el paradero de los familiares del profesor.

Ese viernes, cuando el sol comenzaba a ocultarse tras los edificios, Tomás caminaba hacia el patio trasero de la preparatoria con una sensación incómoda en el pecho. Conocía a Sam lo suficiente para intuir que su amigo lo había llamado a ese lugar porque quería pedirle algo sin que Sunny lo supiera. Cuando llegó, encontró a Sam esperándolo, jugueteando nerviosamente con las manos, como si no supiera por dónde empezar.

—Qué bueno que viniste. Creí que tendrías que irte rápido por tu trabajo —dijo Sam con una mezcla de preocupación y ansiedad.

—No te preocupes. Hoy no tengo turno. Además, solo estaré allí hasta fin de mes.

—Lo siento mucho… ¿Qué vas a hacer después? —preguntó Sam, su voz apenas un susurro.

—Buscaré otro trabajo. Quizá mañana comience a revisar por internet. Quería tomarme un par de semanas para pensar. Pero no hablemos de mí. ¿Qué necesitas? No creo que me hayas llamado hasta aquí solo para ponerte al día conmigo.

Sam se inclinó un poco, ajustándose las gafas con manos temblorosas.

—Yo… sé que no solemos hablar de estas cosas de… bueno, ya sabes, mujeres, relaciones y todo eso.

Tomás lo miró sin inmutarse, su rostro serio y contenido.

—Sam, no sé si soy el indicado para ayudarte. Nunca he tenido novia, y lo sabes.

Sam sonrió nervioso y, después de un segundo de duda, respondió:

—Es que… eres diferente, como si tuvieras más años. Y, además, eres su amigo.

Tomás arqueó una ceja, un tanto desconcertado.

—Caramba, no me digas que te gusta Sunny —dijo, fingiendo sorpresa.

Sam negó con vehemencia, agitando las manos.

—¡No, no! No hablaba de Sunny… Me refería a la delegada de la clase.

Por primera vez en mucho tiempo, Tomás se quedó completamente inmóvil.

—Eso sí que es una sorpresa —respondió, sin poder ocultar del todo su asombro—. Supongo que te gusta desde hace tiempo. Y solo ahora, que me viste hablando con ella, te atreves a pedirme ayuda.

Sam asintió tímidamente, sonriendo con incomodidad.

—Qué bueno que no tenga que explicar mucho… Es un poco vergonzoso decirlo en voz alta.

Tomás suspiró, sabiendo que aquello solo podía traer problemas.

—No sé qué esperas que haga, pero tengo un mal presentimiento sobre esto. Aun así, eres mi amigo. No creo poder negarme.

Sam le agradeció con una alegría que casi resultaba contagiosa. Pero cuando se despidieron, Tomás no pudo evitar que esa extraña sensación de incomodidad lo acompañara mientras regresaba a la preparatoria. Sabía que Anaís no iba a tomarse bien el favor que acababa de prometer, pero no veía alternativa.

Al llegar a la sala de profesores, encontró que quedaban apenas dos maestros. Uno de ellos era la profesora Sofía, que estaba absorta en su computadora. Tomás respiró hondo, intentando proyectar una confianza que no sentía.

—Disculpe, profesora…

Sofía alzó la vista con desgano, como si su presencia no fuera más que una molestia.

—¿Qué te trae aquí? ¿Cambiaste de opinión o vienes a disculparte otra vez, con otra altanera carta de disculpas?

Tomás inclinó ligeramente la cabeza, buscando mostrarse lo suficientemente humilde.

—Profesora, sé que empezamos con mal pie, pero le ofrezco mis disculpas sinceras. De verdad lo lamento.

Sofía lo miró con una mezcla de incredulidad y curiosidad.

—Vaya, supongo que, por esta vez, puedo creerte.

—Hablé con el profesor Krikett. Él insistió en que debía confiar en usted. Me ha ayudado mucho, y no puedo simplemente ignorarlo.

—¿Fuiste al hospital? —preguntó Sofía, visiblemente afectada—. No deberías ir allí. El profesor no quiere eso.

Tomás sacó un sobre oficio de su mochila, pesado por el manuscrito en su interior.

—Tengo mis razones para visitarlo, y aunque él me pidió que no volviera, no creo que eso sea lo correcto —le tendió el sobre—. Lo voy a ayudar, le guste o no.

Sofía aceptó el paquete, mirándolo con seriedad.

—No seas egoísta, Tomás. Él quiere morir en paz.

—Nadie quiere morir solo. Y la paz que da el abandono no es verdadera paz. Él necesita algo más. Si está en mis manos, lo ayudaré y estaré a su lado hasta el final.

Sofía lo miró con una mezcla de frustración y admiración.

—Demasiado compromiso para alguien de tu edad. Déjalo ir. Concéntrate en lo que puedes controlar, en lo que tienes frente a ti. Escribe, Tomás. Escribe como si tu vida dependiera de ello.

—Gracias por el consejo, profesora. Pero no abandono a mis amigos.

—¿Y si él no te considera su amigo? —preguntó ella con dureza—. La amistad, como el amor, debe ser recíproca. Si no lo es, solo te llevará al desgaste y al sufrimiento.

Tomás apretó los dientes, asintiendo apenas.

—Lo entiendo. Haré lo que pueda.

Cuando estaba a punto de salir, Sofía lo detuvo.

—Escribir no es solo un trabajo. Es una pasión que debe arder dentro de ti. Si no te consume, si no sientes que cada palabra te quema el alma, entonces no vale nada.

Tomás la miró, su rostro serio, pero sus ojos parecían dos brasas.

—Profesora, mi alma arde desde hace años. Cada día sangra y arde más. Quizá ahora no sea suficiente, pero pronto no habrá hoja en esta tierra que pueda contener lo que llevo dentro.

Sus palabras, llenas de dolor y furia contenida, resonaron en el corazón de Sofía, llevándola de regreso a sus propios días de caos. Cuando Tomás salió, se quedó inmóvil por un instante, sosteniendo el manuscrito como si fuera un espejo de su propio pasado. Sin perder tiempo, comenzó a leer.

Lo que encontró en esas páginas la atrapó de inmediato. Era un retrato crudo y visceral de abandono, caos y traición. Era como si las heridas del propio Tomás se hubieran derramado en tinta. Cuando terminó, la noche había caído por completo, y el silencio de la sala de profesores se volvió insoportable. Sofía dejó el manuscrito sobre la mesa y se llevó las manos al rostro, intentando procesar lo que había leído.

La pasión que había encontrado en esas páginas era algo que ella misma había perdido hace mucho tiempo. Y ese descubrimiento la dejó rota.