Epílogo (parte 4 y final)

La tarde caía lentamente sobre la ciudad, tiñendo las calles de un dorado cálido y suave. El aire era ligero, tibio, como si el mundo respirara con calma después de un largo invierno. Las personas caminaban a paso lento por las veredas, algunos con bolsas de libros, otros con helados en la mano, como si celebrar la estación fuera un acto cotidiano.

Tomás y Sofía caminaban uno al lado del otro, sin prisa.

Sus manos entrelazadas.

El silencio entre ellos era cómodo, pleno.

Llevaban tiempo sin esconderse. Ya no era necesario.

Podían caminar juntos sin que una sombra los persiguiera, podían salir a comer a la luz del día, hablar sin medir sus palabras, reír sin culpa. Dormían en la misma cama sin contar los días. Se despertaban con la certeza de que el otro estaría ahí, y eso, para ambos, era una forma nueva de felicidad.

Al doblar una esquina del centro, se detuvieron frente al escaparate de una librería.

Fue Sofía quien se quedó quieta primero.

Tomás la miró y, al seguir su mirada, comprendió por qué.

Allí estaban.

“Estaciones de Soledad”, con su portada en tonos otoñales, ocupaba un lugar especial en la vitrina, como un testigo silencioso de un camino que casi lo había partido en dos.

Justo al lado, estaba “Fuiste tú”, con una dedicatoria que solo ella había leído primero, con palabras que jamás morirían mientras ese libro siguiera existiendo.

Y junto a ambos, estaba el libro de Sofía:

“Los días en que te amé”. Un título que era una confesión abierta, sin dobleces. Una carta sin remitente, pero con un destinatario evidente.

Tomás tragó saliva. No necesitó palabras.

Sofía le apretó la mano con fuerza.

—¿Estás bien? —preguntó él, en voz baja, casi temiendo romper la magia del momento.

Ella asintió, sin apartar la vista del vidrio.

—Nunca había estado tan bien.

No era orgullo lo que sentían.

Era algo más profundo.

Gratitud.

A la vida, por habérselos devuelto.

A las palabras, por haber sido su puente cuando el corazón no sabía hablar.

A los días compartidos, los silencios, las lágrimas, las risas, los abrazos robados y las despedidas necesarias.

Y sobre todo, al amor. Porque había sobrevivido incluso a la distancia.

Tomás la miró. En sus ojos ya no había tormenta, ni sombra, ni peso.

Solo luz.

La misma que alguna vez él había cuidado en silencio, y que ahora volvía a él como un faro encendido.

Ella sonrió.

—¿Vamos?

—¿A dónde?

—A casa —respondió ella—. Dondequiera que estés tú.

Tomás no respondió. Solo la miró con ternura y le besó la frente, con la dulzura intacta de aquellos días en que el amor era imposible. Pero ahora no. Ahora era presente.

Cruzaron la calle y se alejaron entre la gente, mientras las vitrinas quedaban atrás.

El otoño llegaría pronto,

luego el invierno,

la primavera,

y otro verano.

Pero esta vez, las estaciones no serían de soledad.

Esta vez, se tendrían el uno al otro.

Pasaron por la librería una última vez antes de volver a casa.

Las portadas brillaban bajo la luz tenue del atardecer.

"Estaciones de Soledad",

"Fuiste tú",

"Los días en que te amé".

Tomás tomó la mano de Sofía con fuerza, ella entrelazó los dedos con los suyos como si nunca los hubiera soltado.

—¿Lo ves? —dijo ella, con una sonrisa leve—. No fue tiempo perdido.

Tomás miró los libros, luego la miró a ella, y respondió:

—No. Fue la historia más hermosa que he vivido.

Y siguieron caminando, sin prisa, sin temor.

Porque ahora, al fin, podían escribir el resto juntos.

Fin.

Palabras del autor.

Gracias por acompañarme en esta historia. Si te ha gustado, pronto planeo agregar nuevas historias de este estilo. Estaciones de Soledad es una que llevaba bastantes años guardada en "un cajón" (carpeta del computador). Volverla a escribir fue realmente difícil al principio, pero al final, llegó a ser mejor de lo que yo mismo pensé; me volqué en ella y creo que representa muy bien lo que quería lograr.

Si te ha gustado, deja un comentario y sígueme en mis otras historias. Volveremos.