En tiempos inmemoriales, cuando el universo aún era joven y las estrellas apenas comenzaban a brillar, nacieron dos dioses estelares, hermanos destinados a regir el tiempo y el destino. Sun-Lord, majestuoso dios del sol, y Moon-Lord, enigmático dios de la luna. Unidos por un vínculo eterno, los hermanos contemplaron el vacío infinito y, deseando llenarlo de vida, combinaron sus poderes para forjar un planeta de tierra fértil. A este nuevo mundo le otorgaron un regalo divino: el don de la vida.
Sun-Lord dedicó su luminosa energía a nutrir y prosperar la vida bajo los cálidos rayos del día, mientras que Moon-Lord acogía y resguardaba las criaturas bajo el manto protector de la noche estrellada. Durante eones, la vida floreció. Plantas, bestias y mares danzaban al compás del equilibrio perfecto. Los dioses, satisfechos con su obra, se retiraron al silencio celestial, dejando que el tiempo fluyera como un río eterno.
Sin embargo, su descanso se vio interrumpido con la aparición de una criatura peculiar: el ser humano. Este nuevo ente, tan inquieto como ambicioso, poseía una naturaleza desconcertante. A menudo, su insaciable deseo de obtener más lo llevaba a afectar el equilibrio del mundo. Curiosos y desconcertados, los dioses observaron de cerca esta nueva creación. Pronto notaron un detalle que alteró la paz en sus corazones: los humanos adoraban fervientemente al sol, pero ignoraban casi por completo a la luna.
Moon-Lord, hasta entonces sereno, comenzó a ser consumido por un oscuro sentimiento. La envidia floreció en su espíritu, y en su pecho germinó un deseo de ser igualmente venerado. Dominado por este anhelo, tomó una decisión drástica: creó cuatro ángeles con un único propósito, derrocar a Sun-Lord y reclamar el control total del planeta. Pero Sun-Lord, previendo la traición, creó también cuatro ángeles, destinados a preservar el equilibrio y a proteger a la vida de la oscuridad inminente.
Así comenzó una contienda titánica, en la que el cielo ardió y el suelo tembló bajo el choque de fuerzas colosales. La guerra fue prolongada, pero al final Sun-Lord prevaleció. Derrotado, Moon-Lord fue desterrado a una dimensión distante, sellado en el olvido eterno. Los cuatro ángeles que habían luchado a su lado fueron perdonados, aunque con una condición: si un día Moon-Lord regresaba, ellos deberían enfrentarse a su antiguo creador para defender el equilibrio. Satisfecho, Sun-Lord decidió retirarse del mundo, entregando a los seres vivos la custodia de la Tierra.
Mil milenios pasaron, y la paz pareció tejerse profundamente en los cimientos del cosmos. Los ángeles, guardianes celestiales, descendían de sus etéreas moradas para maravillarse con las criaturas de la Tierra. Algunos paseaban en soledad, otros en compañía, admirando a los humanos y sus misteriosos rituales.
Fue en uno de estos paseos que Ignis, ángel del fuego ardiente, y Glacies, ángel del frío eterno, se detuvieron intrigados ante un fenómeno peculiar. Observaban cómo los humanos se unían, no solo en cuerpo, sino también en alma, forjando un lazo al que llamaban "Amor". Este enigmático sentimiento despertó en ellos una insaciable curiosidad.
Juntos, Ignis y Glacies se embarcaron en una búsqueda para descifrar el origen de tan extraña conexión. Sin embargo, en lugar de respuestas, el estudio los llevó a experimentar aquello que jamás imaginaron: entre miradas furtivas y momentos compartidos, el amor floreció entre ellos. Para ellos, el tiempo se convirtió en un susurro lejano, carente de peso ante la intensidad de sus emociones.
Sin embargo, su unión era un tabú, un secreto que ocultaban del resto de los ángeles. Por eones, lograron mantener su amor oculto, hasta que de esa pasión prohibida nació Flumen, el ángel del agua cristalina. Pero con su llegada, las armonías celestiales se desmoronaron. El equilibrio del planeta comenzó a resquebrajarse y se inclinó bajo el peso de su existencia.
Fue entonces cuando la magia despertó de su letargo. Durante las noches, monstruos deformes comenzaron a emerger, esparciendo terror entre las criaturas vivientes. Los árboles adquirieron conciencia, arrancándose de la tierra para vagar como guardianes del bosque. Los animales evolucionaron, alzándose sobre dos patas y organizándose en sociedades con rasgos humanos. Surgieron nuevas razas humanoides, quienes fundaron ciudades y territorios rebosantes de maravillas y peligros. Así, el planeta dejó de ser lo que una vez fue, transformándose en un mundo tan hermoso como caótico.
Como castigo por romper el equilibrio, los nueve ángeles fueron desterrados a la Tierra y convertidos en piedras preciosas, conocidas como Seiseki's o piedras sagradas. Cada una de ellas albergaba un poder incomprensible, un vestigio divino de la energía de los dioses.
Según las leyendas, quien reúna estas piedras heredará el legado de proteger la Tierra en el día que Moon-Lord regrese para reclamar su lugar.
Así nació la profecía de la Guardia Divina, un grupo de guerreros elegidos por el destino, destinados a preservar el equilibrio del mundo. Su misión será enfrentarse a las sombras del pasado y asegurar que la paz y la luz prevalezcan, aún en los tiempos más oscuros.
En el sereno y aislado pueblo de Santa Olaria, las puertas de la taberna central se abrieron de golpe, dejando entrar el aire fresco de la tarde. Todos los presentes voltearon la cabeza con curiosidad, y en el umbral apareció la figura de un pequeño zorro que cargaba una desgastada bolsa de cuero y llevaba una bandana de color verde selva que contrastaba con su pelaje. Sus ojos chispeaban con determinación, y una atrevida sonrisa iluminaba su rostro. Sin titubear, atravesó el estrecho pasillo entre las mesas, ignorando las miradas desconfiadas y murmuraciones que lo seguían. Al llegar al mostrador, se plantó frente al tabernero y habló con seguridad:
—Disculpe por entrar en su establecimiento, pero necesito saber...
El tabernero, un hombre robusto de expresión severa, lo interrumpió con un tono tajante: —Oye, zorro, ¿acaso no sabes leer? En la entrada claramente dice que no se permite el ingreso de animales.
La confianza inicial de Fogón vaciló, pero aún así replicó, con un tono respetuoso: —S-sí, lo entiendo, pero solo quiero hacer una pregunta. Si pudiera ser tan amable de...
—¡No me manipules, animal! —espetó el tabernero, frunciendo el ceño mientras señalaba la puerta—. Aquí la regla es clara: si eres un peludo, no hay servicio. ¡Y eso también va para ti, Ambrosio! —añadió, mirando a un cliente de barba espesa—. ¡Rasúrate de una vez!
El zorro tragó saliva, pero no cedió. Con voz más firme, insistió: —Prometo que luego me iré, pero es urgente. ¿Sabe dónde podría encontrar una... Seiseki?
Las palabras parecieron congelar el aire. El bullicio de la taberna se apagó de inmediato, y los clientes que antes murmuraban ahora clavaban sus miradas en el pequeño visitante. El tabernero dejó de pulir el vaso que tenía en las manos y se inclinó hacia Fogón, susurrando con un tono cargado de tensión: —No vuelvas a mencionar eso, ¿entiendes, animalucho? Si alguien te escucha, no dudarán en arrancarte la vida para quedarse con el poder que otorgan esas gemas. Hazme un favor: lárgate de mi propiedad antes de que metas a todos en un problema, ¡pulposo, fuera de aquí!
El zorro retrocedió un paso, su cola se hundió ligeramente, y por un instante pareció dudar. Sin embargo, su resolución lo llevó a actuar con audacia. Se subió de un salto a una de las mesas más cercanas, el sonido de sus patas resonando sobre la madera, y extrajo de su bolsa unas cuantas monedas de oro. Las levantó para que todos en la taberna pudieran verlas. Su voz, clara y desafiante, se elevó por encima del silencio:
—¡Mi nombre es Fogón, y sí, soy un zorro! Estoy buscando una piedra Seiseki. Hace mucho tiempo le prometí a un amigo que me convertiría en el mejor guerrero de todos, ¡y no voy a romper mi promesa!. No tengo idea de dónde comenzar, pero aquí tengo cinco monedas de oro para quien pueda darme información sobre dónde encontrar una de esas piedras. ¡Hablen ahora o callen para siempre!
El zorro, con el pecho erguido y la mirada resuelta, desafió abiertamente a todos los presentes. Un susurro recorrió la sala como una ráfaga de viento. Algunos lo miraban con lástima, otros con curiosidad, pero no faltaron los ojos codiciosos que se centraban en las monedas que brillaban bajo la tenue luz de las lámparas.
El silencio parecía alargarse eternamente. Fogón, aunque temblaba por dentro, no desvió la mirada ni bajó la cabeza. Él sabía que esta era la primera prueba de muchas, y no tenía intención de rendirse.
El mesonero, entrecerrando los dientes, intentaba mantener la calma mientras los murmullos en la taberna se extinguían. Todos los ojos se clavaban en el pequeño zorro que, con su determinación, había transformado la ruidosa sala en un lugar cargado de tensión. Fogón permanecía erguido sobre la mesa, sus monedas brillaban bajo la escasa luz, esperando una respuesta que parecía tardar una eternidad en llegar.
Cuando finalmente alguien rompió el silencio, no fue con seriedad, sino con una carcajada estruendosa.
—¡JAJAJA! ¡Qué espectáculo más ridículo! ¿No es así, Gastón? —gritó un hombre en una esquina, golpeando la mesa con la palma de su mano mientras reía sin control.
Las risas estallaron como un río desbordado. —¡Un zorro buscando las gemas mágicas! ¡Qué maravilla! —Te apuesto que mañana lo hallamos en el muladar, ¡y en pedazos! —añadió alguien más entre risotadas.
Fogón permaneció inmóvil mientras la burla se extendía como un incendio. Poco a poco, bajó la cabeza, recogió sus monedas y saltó de la mesa. Sin decir una palabra, salió de la taberna bajo el coro de carcajadas y comentarios mordaces. El aire frío de la noche lo recibió con un cruel abrazo.
"No importa si se ríen de mí", pensó mientras caminaba por las calles desiertas. Cumpliré mi promesa, cueste lo que cueste. Las lágrimas, cálidas pero imparables, comenzaron a correr por su rostro. Puede que hoy no sea el día, puede que tampoco lo sea mañana, pero un día lo será, y entonces todos comprenderán el peso de mi promesa.
El cielo se oscurecía rápidamente, y el viento helado lo obligaba a apretar la mandíbula para seguir adelante. Pasó por varias posadas, pero en todas recibió la misma respuesta envuelta en excusas falsas: —Lo siento, estamos inundados. —No aceptamos animales, hay una plaga de pulgas. —El servicio está suspendido, vuelve mañana.
Fogón inclinaba la cabeza con cada negativa, sin discutir, aunque con cada paso el frío parecía atravesarlo más profundamente. Entiendo que no quieran animales cerca, pensaba, mientras reprimía un gruñido. Pero duele. Es injusto.
Finalmente, al doblar una esquina, llegó a un callejón apartado. Allí, bajo la penumbra, encontró un hostal de aspecto lamentable. Las paredes estaban cubiertas de mugre, el olor a desagüe impregnaba el aire, y bolsas de basura apiladas se amontonaban junto a la entrada. Con timidez, golpeó la puerta. Esta se abrió con un rechinido, revelando a un hombre tan descuidado como el lugar.
—¿Qué quieres aquí? —gruñó el hombre, su voz áspera y su aliento impregnado de un hedor azufrado.
—Solo busco un lugar donde pasar la noche. He buscado por todo el pueblo, pero nadie me deja entrar.
El hombre arqueó una ceja, evaluándolo de pies a cabeza. —Entiendo. Te diré algo, Mapache.
—N-no soy un mapache.
—Shhh —lo cortó con un gesto brusco—. Las personas decentes no quieren animales sarnosos durmiendo donde ellos descansan. Nadie va a aceptarte, ni siquiera yo. —Fogón bajó la cabeza, derrotado, pero antes de que pudiera irse, el hombre añadió:— Aunque... tengo un lugar donde guardo las herramientas. Si pagas el doble, puedes quedarte allí. ¿Qué dices?
Fogón apretó los dientes, sintiendo un nudo de impotencia en el pecho, pero asintió. Sabía que no tenía otra opción. El hombre lo llevó al otro extremo del callejón, donde abrió una puerta de madera carcomida. El hedor a moho invadió la nariz de Fogón, quien murmuró para sí mismo: Solo será una noche. Mañana las cosas mejorarán. Esto es solo otra prueba.
Sacó diez monedas de oro de su bolsa, sabiendo que era un robo, y entró en la pequeña habitación. Allí había un viejo colchón de paja que parecía a punto de desmoronarse. Se recostó, intentando dormir, pero el frío y las pulgas no tardaron en recordarle lo inhóspito del lugar. Cada mordida, cada ráfaga helada, era un recordatorio de su soledad.
A medianoche, un tenue rayo de luz de luna se filtró por la ventana, iluminando el cuarto con una sutil claridad plateada. Incapaz de dormir, Fogón se levantó y se acercó a la ventana. Contempló la luna con los ojos llenos de lágrimas. Se arrodilló, apretó los puños contra el suelo húmedo y exclamó en un grito ahogado:
—Señor, que todo lo ves y todo lo sabes, ¿por qué me haces esto?
Su voz quebrada resonó en la soledad del cuarto. Golpeó el suelo con impotencia mientras las lágrimas seguían cayendo. —Quisiera entender el porqué no soy bienvenido en ningún lugar, cuando ellos me miran, me miran con odio. Pero... hubo alguien que sí me quiso una vez. Alguien que guio mis pasos, que entendió mis errores, que me marcó un sendero. Tú, que todo lo sabes, debes entender lo que significa estar completamente solo. Si no me das la fuerza para seguir adelante... entonces al menos déjame reencontrarme con él.
Fogón se secó las lágrimas, respiró profundamente y se recostó una vez más, decidido a soportar una noche más. La promesa que llevaba en el corazón era lo único que aún lo mantenía en pie.
A medida que Fogón se adentraba en el refugio de la noche, sus párpados cedieron al peso del agotamiento, y su mente, como un río que fluye hacia lo desconocido, lo condujo a un sueño cargado de magia. El universo, compasivo ante su cansancio, abrió un portal hacia un mundo efímero y fantástico. En este espacio intangible, Fogón se encontró de pie en un prado de flores que resplandecían bajo la luz suave de un sol eterno. La brisa cálida acariciaba su pelaje, y cada flor parecía danzar al compás de un ritmo invisible. Más allá del horizonte, vislumbró una figura que hizo latir su corazón con fuerza.
Sin pensarlo, corrió a través del prado hasta detenerse frente a su viejo amigo, quien llevaba su inseparable sombrero de vaquero, un poncho que le caía con elegancia, y una camisa café que combinaba perfectamente con sus botas de cuero desgastadas por la aventura.
—Artur... ¿eres tú? —murmuró Fogón con una mezcla de incredulidad y alegría.
—Así es, Fogón. ¿Me extrañaste? —respondió el hombre, dejando ver una sonrisa amplia y cálida que iluminaba su rostro.
—No ha pasado un solo día en que no te extrañara, Artur. Pero... si eres tú, eso significa que... —la voz de Fogón se quebró mientras sus orejas se echaban hacia atrás—. ¿Ya estoy muerto?
Artur soltó una carcajada serena, cargada de esa confianza que Fogón había admirado siempre. —No, pequeño amigo. Aún no es tu momento. Pero dime, ¿no me digas que ya te diste por vencido?
—Es que... sin ti, todo se siente demasiado difícil —confesó Fogón mientras bajaba la mirada—. Siempre soñé con ser un gran guerrero, como tú, pero debo admitirlo... me he rendido más veces de las que puedo contar. No soy lo suficientemente fuerte para cumplir la promesa que te hice.
Artur colocó una mano firme sobre su hombro y lo miró con ternura. —Fogón, eso son puras tonterías. No necesito que cumplas ninguna promesa. Quiero que vivas tu vida y, si decides convertirte en un guerrero, que sea porque tú lo deseas, no porque yo lo espero. Pero déjame decirte algo: hay cosas más valiosas e importantes que el poder. Algo que yo no entendí a tiempo, y cuando lo hice, ya era demasiado tarde.
Los ojos de Fogón se abrieron llenos de curiosidad. —¿Qué era eso que realmente necesitabas?
Artur negó con la cabeza, su sonrisa tornándose melancólica. —Eso, querido amigo, tendrás que descubrirlo por tu cuenta. Confío en que lo harás. Hasta la próxima, Fogón. Y recuerda, si pones todo de ti, lograrás alcanzar lo que deseas. No por nada te dejé mi bandana de la gloria; que te sirva como recordatorio de que eres digno de portarla. —Con una última sonrisa, Artur desapareció en un destello dorado, dejando el prado en silencio.
Al despertar, la claridad del día lo sacó del hechizo de su sueño. Se sentó sobre el incómodo colchón de paja y observó la bandana verde en su cuello. Las palabras de Artur resonaban en su mente: ¿Qué podría ser más importante que el poder? Con esta pregunta guiándolo, Fogón se dirigió al pueblo decidido a hallar respuestas. Su primer destino fue un mesón para desayunar algo y, con suerte, encontrar información sobre las piedras Seiseki.
Cuando entró al lugar, las miradas de los comensales lo atravesaron como cuchillos. Se acercó al mesonero, respiró hondo y preguntó con voz firme: —¿Señor, puedo...?
Pero la respuesta no tardó en llegar, cortándolo de inmediato: —No, no puedes —dijo el mesonero con desprecio, cruzando los brazos frente al mostrador.
—Pe-pero ni siquiera sabe lo que iba a decir... —insistió Fogón, pero el hombre lo interrumpió una vez más.
—No me interesa. No puedes hacer nada aquí, así que mejor márchate.
Fogón sintió cómo la frustración se arremolinaba en su pecho. Cerró los ojos un instante, inhaló profundamente y, sin rendirse, se giró hacia el resto del público.
—Mi nombre es Fogón... yo... yo estoy aquí para cumplir mi sueño... tal vez si sea una criatura ordinaria, pero tengo un sueño, una promesa que tal vez para todos ustedes lo vean como una broma, pero escuchen mis palabras, un día conocerán el peso de mi promesa, un día... voy a formar parte de La Guardia Divina...
Nuevamente el silencio reinó en la sala, las personas que estaban distraídas comiendo se miraron entre sí antes de mirar fijamente a Fogón —¿Tú...? se supone que Tú formarás parte de los guerreros legendarios? —Le gritó una persona desde el público —Yo... no pienso detenerme ante nadie para conseguirlo.
Nuevamente hubo silencio y luego... todas las personas presentes se mataron de risa nuevamente sin perder la oportunidad de burlarse del pequeño zorro, apenado Fogón salió cabizbajo del mesón, "No me voy a rendir... no pienso quedarme así" pensaba Fogón mientras caminaba por el pasillo del mesón hasta que un cliente lo detuvo con una mano.
—Eres valiente, zorrito... —murmuró el sujeto con un aire siniestro.
—Bue... —intentó responder Fogón, pero fue interrumpido abruptamente.
—¡No contestes, o te cortaré el cuello! —amenazó, mientras un cuchillo afilado brillaba frente a los ojos del pequeño. Fogón tragó saliva, aturdido por el peligro inminente. El sujeto continuó en tono grave—: Sal de aquí y espérame en el callejón. Pero escucha bien: si le dices esto a alguien, date por muerto.
Con el corazón latiendo frenéticamente, Fogón salió del mesón, más intrigado que nunca. Mientras se dirigía al callejón indicado, una mezcla de miedo y curiosidad se apoderaba de él. Las horas transcurrieron, y el cielo se tiñó de gris con la llegada de nubes cargadas de lluvia. Las primeras gotas, ligeras como un suspiro, comenzaron a caer sobre el suave pelaje del zorrito. Entonces, como una aparición, el misterioso hombre surgió frente a él en la penumbra del callejón.
—¿Por qué me citaste aquí? —preguntó Fogón en un hilo de voz, bajando tímidamente las orejas.
—¿De verdad estás dispuesto a hacer lo que sea necesario para obtener esa gema? —respondió el hombre, su mirada perforante como una daga.
—Yo... sí... estoy dispuesto —balbuceó Fogón, intentando mostrarse decidido.
—Bien —dijo el sujeto tras una pausa inquietante—. No debería decirte esto, pero escuché a unos soldados hablar de un mapa que conduce a una de esas gemas.
—¿De verdad? ¿Es eso cierto? —respondió Fogón, su voz mezclando esperanza y escepticismo.
—Sí. Un soldado, quien debía encontrarla, desertó y murió poco después. Se dice que en unos días llegará un héroe misterioso, enviado por el rey, para ocupar su lugar. Si actúas rápido, podrías hacerte pasar por él y conseguir ese mapa antes que nadie.
—Muchas gracias, pero... ¿por qué me estás ayudando? —preguntó Fogón, ladeando la cabeza con genuina curiosidad.
—En este pueblo, tu apariencia importa mucho —contestó el hombre, soltando un suspiro que parecía contener años de melancolía—. A mí siempre me han fascinado los animales como tú... Además, yo tenía un sueño que jamás pude cumplir, pero eso ya no importa. Lo que importa es que debes dirigirte al norte, hacia la aldea vecina de Brisalva. Allí encontrarás lo que buscas.
—Eres muy amable. Por favor, dime... ¿Cuál es tu nombre? —insistió Fogón.
El hombre rió por lo bajo, pero su tono era seco y sombrío.
—Lo que acabo de decirte es completamente confidencial. Podrían matarme por esto, así que no pienses ni por un segundo que te voy a decir mi nombre.
—Jeje... De acuerdo —dijo Fogón con una ligera risa nerviosa.
Con renovada esperanza y gratitud, el zorrito se despidió del enigmático sujeto y emprendió su viaje hacia Brisalva. Las nubes comenzaron a disiparse, y un majestuoso arcoíris iluminó el horizonte, como un presagio de la gran aventura que estaba por venir.
Al caer la noche, una tormenta feroz azotó la aldea de Santa Olaria, envolviéndola en un caos de viento y agua. La taberna permanecía en silencio hasta que un rechinido estridente rompió la calma. Las puertas se abrieron de golpe, revelando la figura de un hombre empapado por la lluvia, su silueta recortada contra la luz parpadeante de los relámpagos.
—Ya cerramos. Será mejor que te vayas —gruñó el mesonero, sin molestarse en alzar la vista hacia el recién llegado.
—Lo siento mucho. Estoy agotado de tanto viajar, y ahí afuera no parece que vaya a mejorar pronto. Déjeme quedarme un rato, al menos hasta que pase la tormenta, ¿sí? —respondió el hombre, con una sonrisa y un tono ligero, casi cómico.
—¿No escuchaste? ¡Te dije que te...! —comenzó el mesonero, deteniéndose de golpe al levantar la mirada. Allí, frente a él, el hombre llevaba un impecable traje blanco con detalles negros, un cinturón de cuero sosteniendo la funda de una espada. Su cabello blanco como la nieve, y sus ojos celestes brillaban con una chispa traviesa. Para colmo, en sus labios se dibujaba una sonrisa peculiar, propia de alguien que siempre lleva la última palabra.
—Tú... tú eres... Bleid, el héroe, ¿verdad? —balbuceó el mesonero, tropezando con sus propias palabras.
—El mismo, a su servicio —respondió Bleid con una reverencia exagerada, manteniendo su aire despreocupado.
—¡Perdóneme, señor! No lo reconocí. Dígame, ¿qué le trae por aquí? —dijo el mesonero, apresurado y algo nervioso.
—Solo estoy de paso. El rey me ha enviado a recuperar un mapa perdido. Lo tenía un desertor, o algo así. Para ser honesto, toda esta misión me parece un fastidio —dijo Bleid, encogiéndose de hombros.
—¡Oh! Mis disculpas por mi rudeza. No querrá un vaso de cerveza antes de continuar su viaje, ¿verdad, señor? —preguntó el mesonero, intentando redimirse.
—No debería... —comenzó Bleid, llevándose la mano al mentón en un gesto pensativo—. Estoy trabajando y cuando trabajo no suelo beber. Aunque... un vaso no estaría nada mal, jajaja. De raíz, por favor.