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Era 1876
El sol del atardecer bañaba la pequeña iglesia con tonos dorados. En el interior, las velas iluminaban los bancos de madera y los rostros de los invitados. La ceremonia había terminado, y la pareja, Natasha Volkova y su esposo, compartía su felicidad con sus seres queridos.
El hombre al que Natasha amaba estaba frente a ella, tomándole la mano con cariño. Su sonrisa era sincera, pura. Algo que Natasha, después de una vida de violencia, no creía merecer. Pero ahí estaba. Viviendo un momento de paz.
Todo parecía alegría y felicidad.
Y entonces, las puertas de la iglesia se abrieron de golpe.
Seis siluetas entraron, sus botas resonando contra el suelo de madera. Todos llevaban sombreros, abrigos largos y armas listas. Su presencia lo decía todo: venían a matar.
No hubo advertencias. No hubo amenazas. Solo pólvora y muerte.
El estruendo de los disparos llenó la iglesia en un segundo. La sangre salpicó los bancos, las paredes, el altar. Los invitados ni siquiera tuvieron oportunidad de reaccionar. Unos cayeron con los ojos aún abiertos, sin saber qué los había matado. Otros intentaron correr, pero no llegaron lejos.
Natasha se giró instintivamente, buscando su arma… pero no la tenía. Era su boda. No esperaba que el pasado la alcanzara tan rápido.
Su esposo trató de protegerla, cubriéndola con su cuerpo, pero una bala le atravesó el pecho. Natasha sintió el peso de su cuerpo desplomarse contra ella, su sangre tibia empapándole el vestido blanco.
El silencio duró apenas un segundo. Luego vinieron las risas.
—Vaya, Natasha… ¿De verdad creíste que podías dejar todo esto atrás? —dijo una voz burlona.
La reconoció de inmediato. El líder de la pandilla. Su antigua familia.
Dos hombres y tres mujeres que lo acompañaban avanzaron entre los cuerpos. Elizabeth McGuire estaba allí, observando la escena sin decir una palabra. Natasha la miró con rabia y traición, pero Elizabeth desvió la mirada.
No hubo más palabras. La golpearon. Una y otra vez. Puños cerrados, botas, culatas de pistolas. La pasaban entre ellos como un muñeco de trapo, disfrutando de cada impacto. Natasha sintió el crujido de sus huesos, el sabor metálico de la sangre en su boca.
Cuando el líder finalmente le apuntó a la cabeza, ya apenas podía mantenerse de rodillas.
El disparo sonó como un trueno.
Su mundo se volvió negro.
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Horas después
La iglesia estaba en silencio. Solo quedaban los cuerpos y el olor a muerte.
Los lugareños llegaron con miedo, abriendo las puertas con cautela. Miraron el desastre con horror.
Uno de ellos se acercó al cuerpo de Natasha, cubriéndose la boca con la mano al ver su estado. Se inclinó, pensando que estaba muerta, cuando de pronto...
Natasha le escupió sangre en la cara.
El hombre retrocedió de un salto, el corazón a punto de salírsele del pecho.
—¡Está viva! —gritó.
Los demás se apresuraron a levantarla. Apenas respiraba, pero sus ojos seguían abiertos. No murmuró nada, pero su mirada lo decía todo.
No iba a morir. No así.
La historia de Natasha Volkova aún no había terminado.