Capítulo 14: El Capitán del Campamento

A los 19 años, Natasha Volkova ya no era una niña. Había vivido más que muchas mujeres en toda una vida. Mientras el mundo alrededor suyo parecía pudrirse con cada decisión tomada por los poderosos, ella decidió actuar. No lo hacía por ambición, no por codicia, y mucho menos por venganza personal. Ella lo decía claro, aunque solo para sí misma:

"Si realmente quiero hacer justicia por este país que cada vez más se está pudriendo, tengo que tener dinero."

Dinero para sobornar guardias. Dinero para comprar armas. Dinero para comprar silencios. Dinero para abrir puertas cerradas con candados de oro.

Y sabía exactamente a quién debía apuntar: Viktor Melnikov, un veterano condecorado, convertido en comandante político de un campamento de soldados retirados en las afueras de Pskov. Un hombre respetado, aparentemente íntegro… pero Natasha sabía que ese tipo de hombres solían esconder podredumbre tras los uniformes bien planchados.

Lo conoció fingiendo ser una enfermera voluntaria. Él, encantado con su juventud y su supuesta vocación de servicio, la tomó bajo su ala. No pasó mucho tiempo hasta que Natasha lo tuvo donde quería: a sus pies. Se convirtió en su amante, luego en su esposa de papel, y finalmente, en su sombra más cercana.

Mientras le servía vino en las cenas, observaba el manejo de las cuentas del campamento.

Mientras le sonreía en las reuniones con otros oficiales, memorizaba nombres, rutas de transporte y fechas de entrega.

Mientras compartían cama, escuchaba confesiones disfrazadas de orgullo.

Viktor hablaba con nostalgia de la guerra, pero también con un dejo de poder:

—Este país no necesita héroes, necesita hombres que manden. ¿Y sabes qué, Natasha? Yo tengo la autoridad para mandar.

Ella asentía, fingiendo admiración. Pero por dentro, una sola frase se repetía como una plegaria:

"Tengo que sacarle hasta el último rublo antes de que corrompa a alguien más."

Durante semanas, Natasha fue construyendo el golpe. Manipuló registros, interceptó mensajes, organizó falsos reportes de entrega. La corrupción ya existía; ella solo iba a usarla en contra del mismo sistema que la generaba.

Y entonces llegó el día. Una noche silenciosa, en la que Viktor dormía con la tranquilidad de quien cree tenerlo todo controlado. Natasha, vestida con ropa de sirvienta, bajó al despacho, abrió la caja fuerte (cuya combinación había obtenido con paciencia), y sacó una fortuna. Dinero destinado a medicinas, pensiones, suministros. Dinero que ella luego redistribuiría entre familias olvidadas, médicos sin recursos y una red clandestina que comenzaba a formarse bajo la tierra de un país desesperado.

Antes de irse, volvió al cuarto. Lo miró dormir una última vez. En sus ojos no había amor, pero sí algo parecido a la compasión.

—Tal vez en otro mundo, Viktor —susurró—, hubieras sido el hombre que fingías ser.

Esa fue la última vez que lo vio. A la mañana siguiente, el campamento despertó en caos. Natasha ya estaba lejos, sobre un tren hacia San Petersburgo, con el dinero escondido en dobles fondos de una maleta desgastada.

Y mientras observaba el amanecer por la ventanilla, repitió en voz baja:

—Uno menos.