Capítulo 13: Las Tres Horcas

El mediodía cayó sobre Redstone Hollow, como una campana de plomo que no dejaba escapar el calor ni el miedo. El pueblo entero se había reunido en la plaza, apretujados entre sí como si quisieran esconderse detrás del otro. Nadie hablaba demasiado alto. Nadie se reía. Nadie lloraba.

Solo miraban.

En el centro, como un monstruo de madera que devoraba inocentes, la horca esperaba. Tres sogas colgaban en silencio, meciéndose apenas por el viento que venía de las montañas. Arriba, con las manos atadas a la espalda, estaban los tres condenados: Polina Hale, apenas una adolescente; Eli Monroe, un joven de mandíbula apretada y mirada desafiante; y Tomás Mejía, moreno, delgado, con el rostro apagado por el terror.

El verdugo se mantenía a un lado, como un cuervo posado sobre un árbol muerto, esperando la señal para terminar su trabajo.

A unos cuatrocientos metros del pueblo, oculta entre los matorrales densos de una colina, Natasha Volkova observaba la escena a través del lente de su viejo rifle. El arma, cargada con cinco balas, estaba apoyada sobre una roca cubierta por su abrigo. A su alrededor, el mundo parecía en pausa.

Sus ojos no pestañeaban.

Llevaba horas allí. Había llegado al amanecer, con la intención de cruzar el pueblo y seguir su viaje. Pero entonces vio los carteles. “Juicio justo. Pena máxima. Ejecutados por asesinato.” Había algo en esas palabras que olía a mentira. No eran solo sentencias. Eran excusas.

El sheriff, Edgar Malloy, estaba de pie a la izquierda de la tarima, junto a sus hombres. Parecía tenso, rígido, como si él mismo no estuviera seguro de lo que estaba por hacer. Natasha lo había observado la noche anterior, desde la oscuridad de un techo. No era un hombre cruel, pero había sido engañado. Su mano derecha, Marshall Tuck, lo había llenado de “pruebas”, testigos pagados y rumores disfrazados de verdad.

Y ahora, tres inocentes estaban a punto de morir para proteger el nombre de unos criminales con placa.

Natasha apoyó el mentón sobre su brazo izquierdo.

—Respirá, Volkova —susurró para sí misma—. Como si tus hijas estuviera ahí arriba.

Recordó a Dasha, su hija menor, corriendo por la llanura, con el cabello suelto y un rostro feliz . Recordó cómo dormía abrazando a su perro, cómo solía preguntar: “Mamá, ¿la gente buena también muere?”

Sí, hija.

Pero hoy no.

En la plaza, Polina comenzó a llorar. No gritaba. Solo le corrían lágrimas silenciosas mientras temblaba de frío. Natasha ajustó el lente del rifle. Su dedo se acercó al gatillo.

El murmullo en la plaza se apagó. El verdugo tomó posición.

El tambor comenzó a sonar. Un ritmo seco y triste, como los latidos de un corazón resignado.

—Uno… —susurró Natasha.

El verdugo posó la mano en la palanca de la horca.

—Dos…

Un campesino en la multitud gritó:

—¡Malditos asesinos! ¡Que paguen!

Pero otro le respondió en voz baja:

—No fueron ellos… fue Marshall… Él los hizo ver culpables.

Natasha respiró hondo.

—Tres.

¡BANG!

El sonido fue tan limpio, tan certero, que por un segundo nadie supo de dónde venía.

Lo único que se escuchó fue el crujido seco de la cuerda rompiéndose.

Polina cayó de rodillas, golpeando la madera con el rostro. Tosió, escupió, jadeó. Seguía viva.

Los gritos empezaron.

—¿¡Qué fue eso!?

—¡Están disparando!

—¡A cubierto!

El verdugo se agachó. El sheriff sacó su arma. Marshall buscó refugio detrás de los sacos de arena.

¡BANG!

Segunda cuerda rota. Eli Monroe se desplomó como un saco de harina, tragando aire como si volviera a nacer.

¡BANG!

Tercera cuerda. Tomás cayó de espaldas, y su cabeza golpeó el borde, pero sobrevivió.

¡BANG!

La cuarta bala atravesó el cráneo de Marshall Tuck. No hubo advertencia. Ni palabra. Solo un agujero rojo en su frente y su cuerpo colapsando como una estatua mal hecha.

Entonces todos supieron:

Alguien los estaba juzgando desde las sombras.

Y no era Dios.

Era Natasha Volkova.