En el interior de una base militar de monitoreo espacial, dos observadores cumplían su turno nocturno. La sala, iluminada por las luces de los monitores y los tenues parpadeos de los controles, permanecía en un silencio casi absoluto, roto únicamente por el zumbido constante de las máquinas. Su trabajo consistía en vigilar el espacio en busca de anomalías: satélites desorbitados, meteoritos o cualquier cosa fuera de lo común.
Jhon, uno de los observadores, permanecía atento frente a las pantallas. La luz azulada de los monitores se reflejaba en sus ojos, mientras apretaba la mandíbula con cansancio, luchando contra el peso del sueño. A su lado, su compañero, Jeffrey, había sucumbido al cansancio. Roncaba suavemente, reclinado en su silla con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, ajeno al mundo.
De repente, un sonido agudo rompió la monotonía de la sala, acompañado por el parpadeo intermitente de un punto rojo en el radar. Jhon sintió un escalofrío recorrerle la espalda mientras su mirada se clavaba en la pantalla.
—¡Jeffrey! ¡Despierta! —exclamó, su voz cargada de urgencia, mientras sacudía a su compañero con fuerza.
Jeffrey gruñó, molesto, entreabriendo los ojos con evidente fastidio.
—¿Qué pasa ahora? —masculló, irritado, mientras se incorporaba lentamente.
—¡Mira esto! —dijo Jhon, señalando el radar con una mezcla de incredulidad y temor en el rostro—. ¡Hay algo ahí!
Jeffrey frunció el ceño y se inclinó hacia la pantalla, frotándose los ojos con desgano. Por un momento, su expresión parecía interesarse, pero pronto se desvaneció en un gesto de indiferencia.
—Aquí no hay nada, Jhon. Seguramente lo imaginaste... Deberías dormir más.
—¡Te lo juro, Jeffrey! ¡Vi un punto rojo! Y las alarmas sonaron, ¡no estoy loco! —respondió Jhon, con un nudo en la garganta que hacía vibrar su voz.
Jeffrey soltó un suspiro cansado mientras se recostaba de nuevo en su silla, sin molestarse en ocultar una sonrisa perezosa.
—Probablemente fue un pequeño fallo en el sistema. Nada de que preocuparse. Relájate un poco —dijo, cerrando los ojos una vez más, como si sus palabras bastaran para apagar la inquietud de su compañero.
Jhon, sin embargo, no podía apartar la mirada de la pantalla. El eco de aquel sonido seguía retumbando en su mente, junto con la imagen fugaz del punto rojo, tan real como el latido acelerado en su pecho.
Mientras tanto en un lugar lejano, en una isla inmensa como un continente, llamada Edén, conocida por su biodiversidad de fauna y flora, se erguían cuatro ciudades en los puntos cardinales. Desde la ciudad del norte, tres jóvenes avanzaban por un bosque de abetos tan grandes como edificios, sus copas casi tocando el cielo.
—¿Cuánto más falta? Mis pies están matándome —se quejó Nataly, una joven simpática y hermosa, de ojos azules como un cielo despejado. Su ropa holgada y su largo cabello lacio ondeaban suavemente con el viento, mientras su tono de voz denotaba un cansancio difícil de ocultar.
—¡Ya casi llegamos! Les prometo que el lugar será mágico, créeme, Nataly —respondió Nate, un chico extravagante con una sonrisa despreocupada. Vestía lo primero que había encontrado limpio en su armario, y su cabello desordenado acompañaba su actitud desenfadada.
—Si ese lugar no es "mágico", como dices, te juro que te golpearé —interrumpió Carlos, un chico de carácter amigable pero poco sociable. Sus palabras llevaban un tono de fastidio poco habitual, evidenciando que Nate había logrado sacarlo de quicio tras tanto tiempo caminando.
Nate no pudo evitar reírse. Con un gesto grandilocuente, extendió las manos al frente, señalando un claro en el bosque.
—¡Aquí es! ¿No les gusta? —exclamó con orgullo.
Carlos dejó escapar un suspiro mientras observaba el paisaje.
—Aquí se verá excelente la lluvia de estrellas.
—Pudimos haber ido a la montaña Yama como todos los demás —comentó Nataly, acomodándose en el césped y desplegando una manta con movimientos precisos. Sobre ella colocó una cesta de picnic que había llevado consigo.
—Exacto, todos irán a Yama —replicó Nate, alzando las manos con entusiasmo desbordado—. Ni siquiera encontraríamos estacionamiento allá. ¡Aquí estamos solos! —gritó con una altanería que lo hacía parecer el autoproclamado rey del bosque.
—Como sea —murmuró Nataly. Al abrir la cesta, una neblina fría escapó de su interior. Tomó una lata de refresco, tan helada que le enfrió los dedos, y bebió un sorbo largo.
Nate, aún eufórico, se giró hacia Carlos, que permanecía en silencio, mirando al cielo con una expresión de anticipación.
—¿No estás emocionado, Carlos?
Carlos, sin apartar la vista del cielo, dejó que una leve sonrisa asomara en su rostro.
—Emocionado… esto será fascinante. Sabes bien que hay dos cosas que más me gustan en el mundo: el espacio y los dragones.
Nataly dejó escapar una risita burlona hacia los dos. Con un gesto travieso, aplastó la lata vacía contra su frente y la lanzó al suelo, donde se desintegró en el ambiente. Sacó dos latas más de la cesta y las ofreció a los chicos.
Nate la tomó de inmediato, agradeciendo con un movimiento exagerado, pero Carlos ignoró la suya, su atención fija en las estrellas.
—No, gracias, no tengo sed —dijo finalmente, sin siquiera mirarla.
Nataly bajó la mirada, sosteniendo la lata rechazada en sus manos. Su sonrisa habitual se desvaneció por un instante, pero rápidamente compuso su expresión, llevándose la lata a los labios. Bebió un sorbo largo y frío, como si eso fuera suficiente para distraerla del pequeño vacío que Carlos, sin darse cuenta, había dejado en su interior.
La lluvia de estrellas comenzó con destellos que cruzaban el cielo, dejando tras de sí un rastro de luces danzantes. Era un espectáculo sublime, una sinfonía de colores que iluminaba el claro del bosque.
Sin embargo, algo extraño llamó la atención de Nataly. Un punto azul en el cielo comenzó a crecer, brillando con intensidad. Su rostro se tensó, y en su mirada apareció una mezcla de asombro y preocupación. Volteó hacia Carlos, quien ya la estaba mirando con igual desconcierto.
El punto azul no dejaba de crecer. Nate, quien hasta entonces se mantenía despreocupado, se puso de pie junto a ellos, su sonrisa desvaneciéndose al ver lo que se desplegaba en el cielo nocturno.
Los tres quedaron en silencio, con los corazones palpitando a un ritmo frenético mientras el objeto en el cielo se hacía más y más grande.
—¿Creen que sea un meteoroide acercándose a la Tierra? —preguntó Nate, su voz entrecortada por el miedo, mientras sus ojos oscuros seguían fijos en el cielo.
—No seas tonto —replicó Nataly, intentando sonar tranquila, aunque su respiración delataba lo contrario—. Si fuera un meteoroide, ya lo habrían destruido… ¿no? Digo, hacen eso todo el tiempo… ¿verdad, Carlos?
Carlos permaneció en silencio por unos segundos, su mandíbula tensa. Finalmente, levantó su brazo derecho al igual que Nate y Nataly el izquierdo. De sus antebrazos surgieron hologramas brillantes, funcionando como avanzados computadores.
—Busquen si alguien más ya lo notó —dijo Carlos, con un tono grave mientras sus dedos se movían rápidamente por la pantalla flotante.
Los tres comenzaron a buscar frenéticamente. Fue Nate quien encontró algo primero.
—¡Miren esto! —dijo, compartiendo un video con los otros.
El holograma proyectó una trasmisión del objeto azul en el cielo, acompañadas de cientos de comentarios llenos de pánico:
"¿Qué es esa cosa?"
"¿Por qué no la destruyen?"
"¡Definitivamente son aliens!"
Mientras tanto, en la base de observación espacial, el caos reinaba. Los teléfonos antiguos que estaban desde hace mucho tiempo sonaban sin cesar, con un zumbido ensordecedor que llenaba la sala. Jhon y Jeffrey iban de un lado a otro atendiendo llamadas.
—¡Le digo que no hay nada en las pantallas, señor! —gritó Jeffrey a un auricular, ya perdiendo la paciencia—. ¡Estos teléfonos del siglo XX son inútiles!
Jhon intentaba calmar otra llamada al otro lado de la sala.
—No puedo darle coordenadas si no hay nada registrado. Si no hay nada en el radar, ¡no hay nada que rastrear!
—¿Disparar a ciegas? ¡Es una locura!. Grito Jeffrey al teléfono.
Fuera de la base, el cielo nocturno se llenó de estelas de misiles que se dirigían al objeto desconocido. Sistemas de rastreo avanzados buscaban impactarlo, pero fallaban una y otra vez. Incluso aquellos misiles que lograban acertar simplemente explotaban sin efecto, como si la cosa estuviera protegida por una barrera invisible.
De vuelta en el claro, Nate miraba el espectáculo con los ojos desorbitados.
—Oye, Carlos… ¿tú crees que sea tonto tratar de huir? —dijo, su voz apenas un susurro—. Tengo el presentimiento de que esa cosa caerá justo aquí.
Carlos no respondió, pero su expresión lo dijo todo. Antes de que pudieran pensarlo más, los tres salieron corriendo.
Nate y Nataly, impulsados por la adrenalina, avanzaron rápidamente. Nataly, ágil como era, usaba su mano izquierda para apartar ramas y mantener el equilibrio mientras corría, pero Carlos, menos atlético, pronto quedó rezagado.
—¡Vamos, Carlos, corre! —gritó Nataly al darse cuenta de que él se quedaba atrás, pero no pudieron detenerse. El objeto estaba cada vez más cerca.
Carlos tropezó con una raíz oculta bajo las hojas y cayó pesadamente al suelo, jadeando. Mientras intentaba levantarse, alzó la mirada y vio cómo el objeto finalmente descendía. Los rayos eléctricos azules que lo rodeaban se apagaron de repente, y la roca cayó al suelo con un impacto sorprendentemente suave.
—¡Carlos, no te quedes ahí! ¡Muévete! —gritó Nate, volviendo la cabeza hacia atrás, pero estaba demasiado lejos para alcanzarlo.
Nataly y Nate se detuvieron más adelante, girándose en desesperación. Los dos estaban a varios metros de Carlos, y la distancia parecía infinita mientras lo veían inmóvil frente a la roca.
Para Carlos, el mundo se había detenido. La roca comenzó a emitir un brillo azul intenso, un destello hipnótico que atrapó toda su atención. Era una luz tan hermosa y surrealista que parecía imposible de describir. Solo él podía verla. Desde donde estaban, Nate y Nataly solo veían una roca grisácea, inerte.
—¡Carlos, aléjate de ahí! ¡Por favor! —gritó Nataly, su voz quebrada por el miedo mientras agitaba su brazo izquierdo en un intento desesperado de llamar su atención.
Carlos, como en un trance, dio un paso hacia adelante. Las palabras de sus amigos parecían llegarle como ecos lejanos. Con manos temblorosas, extendió los dedos hacia la roca.
—¡No lo hagas! —gritó Nate, desesperado. Nataly corrió hacia atrás, en un intento de alcanzarlo, pero sabía que no llegaría a tiempo.
El tacto de Carlos sobre la roca fue suficiente para desatar el caos. Una grieta luminosa se abrió en su superficie, liberando un destello cegador. Carlos tropezó y cayó hacia el interior de la roca, sumergiéndose en un líquido azul brillante.
El frío lo envolvió de inmediato, y una sensación de asfixia se apoderó de su cuerpo. Intentó moverse, pero era como si el líquido lo sujetara, arrastrándolo más profundo. Desde la superficie, apenas podía escuchar los gritos desgarradores de Nataly y Nate.
—¡Carlos! ¡No, no, no! —la voz de Nataly se rompió, sus piernas temblaban mientras corría hacia la roca, lágrimas rodando por su rostro.
Nate, por su parte, permaneció inmóvil por un instante, paralizado por el miedo y la impotencia, antes de echar a correr detrás de Nataly.
Dentro del líquido, Carlos sentía cómo su cuerpo perdía fuerzas, y su mente se nublaba. Lo último que vio antes de que todo se oscureciera fue aquel resplandor azul, hermoso y aterrador, que lo envolvía como un abrazo final.
Carlos emergió de la roca con pasos lentos y mecánicos. El líquido azul que lo bañaba seguía goteando de su cuerpo, formando pequeños charcos iridiscentes en el suelo del bosque. Sus movimientos eran rígidos, como si cada músculo estuviera siendo controlado por una fuerza externa. Cuando su rostro quedó al descubierto, el brillo azul de sus ojos fue lo primero que llamó la atención. Era un azul intenso, antinatural, que emanaba una luz propia. Aquel destello, combinado con una sonrisa amplia y rígida, desprovista de cualquier humanidad, provocó que Nataly sintiera un nudo helado en el pecho.
Retrocedió instintivamente, con las manos temblorosas.
—Ca... Carlos… —su voz se quebró en un susurro—. ¿Eres tú? Por favor, dime algo.
Carlos alzó una mano, con un gesto lento y deliberado, pero la sonrisa no se movió ni un milímetro de su rostro. Era como si el hombre que ella conocía estuviera ausente, reemplazado por algo más.
Desde la distancia, Nate observaba todo con una mezcla de incredulidad y miedo creciente. Dio un paso adelante, tratando de ser racional, pero su propia voz temblaba al hablar.
—¡¿Qué demonios estás haciendo, Carlos?! —gritó, intentando llamar su atención.
Carlos no respondió. En cambio, la palma de su mano comenzó a brillar con un resplandor azul cada vez más intenso. La luz iluminó todo el bosque, proyectando sombras alargadas y danzantes. Antes de que pudieran reaccionar, el brillo se condensó en un rayo que fue disparado al suelo cerca de donde estaban Nataly y Nate.
La explosión los arrojó al suelo. Escombros y ramas volaron por los aires, golpeándolos con fuerza. Nataly, aturdida, se incorporó con dificultad, sangrando ligeramente por un corte en la frente. Con un temblor en la voz, gritó:
—¡Carlos, por favor, detente! ¡Soy yo, Nataly!
Carlos avanzaba lentamente hacia ellos, disparando rayos sin detenerse. Árboles caían a su paso, bloqueando las posibles rutas de escape. Nataly intentó correr, pero tropezó y cayó al suelo, atrapada entre los escombros. Sin opciones, levantó las manos cubriendo su rostro.
Los tres estaban tan distraídos que no notaron una presencia los observaba desde la oscuridad del bosque.
—¡Carlos, por favor, basta! —gritó entre sollozos, su rostro empapado en lágrimas.
Carlos levantó nuevamente la mano, apuntando hacia ella. Su sonrisa seguía ahí, fija, inhumana. Nataly cerró los ojos con fuerza, esperando el impacto.
Desde las sombras, aquella figura se movía con rapidez y precisión inhumana. Parecía absorber toda la luz a su alrededor, como si fuera una mancha de oscuridad tangible.
De repente, todo se detuvo.
Un golpe seco, casi inaudible, resonó en el aire. Carlos, Nataly y Nate cayeron al suelo al mismo tiempo desmayados.
La figura se acercó primero a Nate. En sus manos llevaba un aparato extraño, con un cilindro inscrito en símbolos incomprensibles. Ajustó el dispositivo con movimientos calculados y lo apuntó hacia la cabeza de Nate. Un zumbido suave precedió a una onda de energía que envolvió su cuerpo, relajando por completo sus músculos. Nate que aún tenía en su rostro desmayo sufrimiento y dolor adoptó una expresión tranquila de alguien profundamente dormido.
La figura repitió el procedimiento con Nataly, asegurándose de que también cayera en un sueño profundo.
Cuando llegó el turno de Carlos, el aparato comenzó a emitir chispas y ruidos metálicos.
Con un movimiento brusco, golpeó el dispositivo en un intento desesperado por arreglarlo, sin darse cuenta de que había cambiado la inscripción girando el cilindro. Finalmente, disparó al igual que con los otros su rostro se relajo en un sueño profundo la criatura observo que había girado el cilindro accidentalmente volteo a ver a Carlos de nuevo y luego desapareció.
A la mañana siguiente
Carlos despertó en su cama. El sol entraba por las cortinas, llenando la habitación con una luz cálida y apacible. Se sentó en el borde de la cama, llevándose las manos a la cabeza. Sentía un dolor punzante en las sienes, como si algo estuviera perforando el cráneo desde dentro. Su cuerpo estaba pesado, agotado, como si hubiera corrido kilómetros.
Se puso de pie, tambaleándose, y caminó hacia el baño. Sin pensarlo, abrió el grifo y dejó que el agua fría corriera. Mojó su rostro varias veces, dejando que el líquido helado despejara su mente.
Cuando levantó la vista hacia el espejo, se quedó inmóvil.
Sus ojos eran azules.
Sacudió la cabeza, parpadeó y volvió a mojarse la cara. Al alzar la vista de nuevo, el azul había desaparecido. Sus ojos marrones, normales, lo miraban de vuelta.
Acaso fue su imaginación pensaba Carlos probablemente solo fue el cansancio por dormir tarde anoche penso.
Dio media vuelta y volvió a su habitación, el aún no lo sabía pero algo sucedió la noche anterior algo dentro de el cambio.