¡Respira!

Esa noche, Carlos patrulló la ciudad de arriba abajo, de izquierda a derecha. Pero todo estaba tranquilo. La ciudad perfecta, tal y como la recordaba cuando solo era un chico común, antes de saber lo que ocurría en realidad.

Sin más opción que rendirse a la idea de una venganza pronta, regresó a su departamento. La puerta crujió al abrirse, y él apenas tuvo fuerzas para cerrarla tras de sí, se sentía vacio. Se dejó caer en la cama sin siquiera quitarse la ropa.

El regulador de temperatura del viejo edificio, obsoleto y roto, trabajaba al máximo para mantener el lugar acogedor. Pero el aire abrasador se filtraba por cada rincón. Carlos se envolvió en sábanas hasta cubrirse por completo, sofocándose mientras intentaba dormir.

Pero el descanso no llegaba.

El sueño lo arrastró con la violencia de un río desbordado. Al principio, fue un recuerdo agradable: un niño jugando junto a las cataratas en un bosque natural y paradisíaco. El sonido del agua cayendo llenaba el ambiente de paz, mientras sus padres realizaban un picnic a las cercanías del denso bosque.

Carlos, niño otra vez, corría por la orilla, sus pies descalzos chapoteando en el agua cristalina. Reía, con esa risa infantil pura y sincera que hace que todo parezca eterno. Pero entonces, su reflejo cambió.

El agua ya no reflejaba su inocente rostro, Carlos se inclinó para mirar su propio reflejo, pero ya no era un niño.

Era Teleportman. Su rostro oculto bajo el casco metálico, inexpresivo, como si el agua misma lo hubiese devorado y reemplazado con algo irreal.

De repente, el agua empezó a teñirse de azul más intenso, brotando de la nada como si se viniera desde las motañas Subía por sus piernas, fría al contacto pero abrasadora en su avance.

—¡No! ¡No quiero! —gritó, pero su voz no hizo eco.

El líquido azul ascendía con brutalidad. Un torrente incontrolable que lo envolvía, arrastrándolo sin piedad por el río con una fuerte corriente. El niño Carlos luchaba desesperadamente por salir de esa corriente brillante. Pataleaba, agitaba los brazos, pero nada funcionaba.

—¡Mamá! ¡Papá! —chilló con la voz quebrada. Pero nadie lo escuchó.

La corriente lo arrastró hacia una caída mortal, cayó a un mar denso, teñido azul que no era capaz de reflejar como si de pintura espesa se tratase.

Su cuerpo era un peso muerto mientras se hundía en ese océano infinito de energía azul. El líquido presionaba su pecho, aplastándole los pulmones. Era como si respirara a través de una manta mojada, cada bocanada de aire más escasa y dolorosa que la anterior.

—No... no puedo... ¡Respirar! —gimoteó mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

Abrió la boca en un grito mudo, pero el líquido se filtró por su garganta, llenándola con un sabor amargo y metálico. Un ardor insoportable que quemaba desde dentro.

Cayó a un abismo profundo, donde todo era azul y vacío.

Pero en ese vacío había más.

Cadáveres flotaban en torno a él, ascendiendo lentamente hacia la superficie mientras él solo se hundía más y más. Reconoció algunos, aquellos que lo atormentaban como si fueran sus pecados, aunque realmente no lo fueran.

—¡No! —Intentó nadar hacia ellos, pero su cuerpo no le respondía. El pánico le estrujaba el pecho con fuerza brutal.

El agua presionaba su cabeza, sus oídos vibraban con un zumbido ensordecedor. Era como si todo se redujera a una única necesidad, con su último aliento quedó inconsciente.

Cuando "despertó" de pronto, ya no era un niño. Volvió a ser Carlos, adulto, vestido como Teleportman. Se encontraba dentro de un cubo. Un espacio reducido y asfixiante que cambiaba constantemente de forma. Las paredes se estiraban y contraían, como un pulmón que lo atrapaba con cada latido.

—¡Déjenme salir! —gritó, su voz era un rugido desesperado.

Los muros no cedían. Se acercaban cada vez más, presionando su cuerpo hasta que cada respiración se volvía un martirio. Intentó golpear las paredes, lanzó rayos de energía desde sus manos. Pero nada funcionaba.

—¡Maldita sea! —rugió, con la voz llena de rabia y desesperación.

Se teletransportó para escapar, pero reaparecía dentro del mismo cubo. Una y otra vez, como si sus poderes estuvieran rotos, como si la realidad misma lo traicionara.

—¡No puede ser! ¡No puedo… salir! —Su voz se quebró, sintiendo un nudo en la garganta que se retorcía con cada palabra.

Los muros se estrechaban. Ya no podía levantar los brazos sin rozarlos. Apenas podía mover las piernas. El aire se volvía denso, sofocante, como si respirara a través de un trapo sucio.

El cubo se encogía más y más, y en su desesperación, Carlos lanzó un grito desgarrador con la capacidad de destruir cualquier objeto que estuviera en dirección de la onda sonora, sin efecto en el cubo.

De sus ojos brotaron rayos láser en un arrebato de desesperación, su energía más destructiva. El azul brillante se estrelló contra las paredes, pero no causó daño alguno.

El cubo seguía encogiéndose, indiferente a su poder.

Carlos sintió que su pecho se comprimía hasta el punto del dolor absoluto. Su corazón latía tan rápido que amenazaba con explotar.

Su respiración era un jadeo débil, entrecortado y doloroso.

—¡Déjame salir! —suplicó, sintiendo que su mente se quebraba.

Pero no hubo respuesta.

Sus músculos se tensaron hasta el límite. El mundo se desvanecía lentamente mientras el cubo lo aplastaba, cortándole el aire, el pensamiento, la vida misma.

Carlos despertó de golpe, con los ojos abiertos como platos y el cuerpo empapado en sudor frío.

Su respiración era un jadeo agitado y ruidoso. Se llevó las manos al pecho, como si aún sintiera el peso invisible que lo había sofocado en su sueño.

El cuarto se sentía más pequeño de lo habitual. Las paredes, demasiado cercanas. La oscuridad, demasiado opresiva.

Se levantó de la cama con torpeza, tropezando con sus propios pies mientras buscaba algo de aire. Abrió la ventana con fuerza y dejó que la brisa nocturna golpeara su rostro.

El aire de la ventana estaba caliente, tan sofocante que apenas le permitía respirar. En lugar de aliviarlo, la brisa ardiente solo incrementó su sudor y desesperación.

Carlos cerró la ventana de un golpe, su respiración seguía siendo un jadeo frenético mientras el calor asfixiante se apoderaba de cada rincón de la habitación.

Su cuerpo temblaba, sus músculos rígidos como si aún estuvieran atrapados en aquel cubo opresivo de su pesadilla. De pronto, un dolor agudo le atravesó el pecho y un sabor metálico llenó su boca.

Inclinó la cabeza y escupió.

La sangre azul salió desde su boca. Densa, brillante, como la misma energía que parecía consumirlo por dentro.

—Maldita sea… —murmuró con voz ronca. Su cuerpo humano se estaba resistiendo a la energía que lo recorría. Era demasiado. Algún día, si no se adaptaba, esa energía lo destruiría por completo.

La sangre azul goteó sobre el suelo y se filtró entre las grietas mal selladas del viejo edificio. Cayó al departamento de abajo, ignorada por Carlos que aún jadeaba intentando recuperar el aliento.

De repente, un ruido ensordecedor retumbó desde el apartamento inferior.

Carlos sumido en sus pensamientos ignoro aquel ruido y se dirigio hacia el baño de su departamento.

Desde el piso de abajo, se filtraba una luz incandescente que parpadeaba en destellos irregulares. El ruido era insoportable, un caos de electrodomésticos y dispositivos activándose sin control.

Carlos respiraba profundamente, aún tratando de calmarse, sin percatarse de lo que acababa de provocar.

A las tres de la mañana, decidió que lo mejor era intentar despejarse con una ducha. Caminó con pasos tambaleándose hacia la ducha y abrió la llave del agua.

El chorro salió helado. Gélido, como si proviniera directamente de un glaciar.

Carlos dejó que el agua fría cayera sobre su cuerpo. Sentía cómo el frío penetraba su piel, arañaba sus huesos, pero no le importaba. Seguía absorto en las imágenes confusas y aterradoras de su pesadilla.

No se percató de que, en el departamento de abajo, varios de los dispositivos más sensibles se sobrecargaron y comenzaron a estallar. Juguetes, relojes, pequeños electrodomésticos... Todos sucumbieron al exceso de energía que su sangre había transmitido.

Las explosiones provocaron una serie de cortocircuitos que se extendieron por el sistema eléctrico del edificio, y un instante después, el apagón se expandió a través de la red.

Por tres minutos enteros, una sección entera de la ciudad quedó en completa oscuridad.

Carlos se encontraba en su baño, con las luces apagadas. El agua helada seguía cayendo sobre él mientras sus ojos, brillaban en la penumbra como dos focos azules fosforescentes.

De repente, la electricidad volvió, y Carlos se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo bajo el agua.

Con torpeza, se vistió y se dejó caer en el sofá, sin siquiera preocuparse por lo que había ocurrido abajo.

Cerró los ojos, tratando de ignorar el zumbido constante en su cabeza y el ardor en su garganta.

Tal vez, si lograba conciliar el sueño, podría olvidar todo. Aunque fuera solo por un momento.

Desconocía esa sensación que le apretaba el pecho. No la comprendía. ¿Por qué tenía tanto miedo?

¿A estar solo?

¿A perder todo lo que ama?

¿O tal vez… le tenía miedo a no poder escapar?

A quedar atrapado.

A no poder salvarse.

Porque si su poder no pudo salvarlo a él…

¿cómo podría entonces salvar a los demás?

Carlos intentó respirar de forma pausada, tratando de calmar su ansiedad, su miedo.

Si ser un héroe solo es un juego de niños, una ciencia ficción, un cómic absurdo… ¿por qué en su realidad le daba tantos problemas? ¿Por qué su mente lo atormentaba? ¿Por qué las muertes lo perseguían?

La gente muere todos los días —se decía—. Es asaltada, torturada… ¿qué era diferente ahora?

Quizás la diferencia está en que ahora yo tengo el poder de cambiarlo.

El problema… es que no es cierto. No tengo el poder de cambiar la realidad.

Aun así, si el destino quiso darme estas habilidades, al menos las usaré para salvar a quienes estén en mi alcance.

Dijo esto mientras soltaba su camisa, que había estado sujetando con fuerza, sintiendo cómo el peso en su pecho comenzaba a reducirse poco a poco.

Después de todo, la adrenalina de usar sus poderes no era una tortura, ni un miedo. Era algo que lo hacía feliz.

Y eso… eso es lo único que importa.

—Suena un poco egoísta —murmuró con ironía.

—Lo lamento… —dijo al aire, para aquellos que no pudo salvar días atrás—.

—Les buscaré justicia. Lo prometo...eso es todo lo que puedo hacer por ahora.

Mientras todo ocurría, el apagón provocó un caos inesperado en diversas instalaciones de la ciudad. Siglos de estabilidad energética habían hecho que un simple fallo fuera visto como una anomalía casi imposible. Pero cuando ocurrió, dejó tras de sí un rastro de confusión y pánico.

Uno de los lugares más afectados fue el Instituto de Criogenización, un edificio pequeño y deteriorado, olvidado en gran parte por el gobierno y la sociedad. En el pasado, había sido un centro prestigioso, enorme y repleto de científicos dedicados a preservar la vida de aquellos que eligieron ser congelados con la esperanza de un futuro mejor.

Ahora, reducido a su mínima expresión, apenas contaba con un puñado de asistentes y especialistas que hacían lo posible por mantener operativas las cámaras criogénicas en condiciones cuestionables.

El problema era que, aunque la tecnología de preservación había avanzado considerablemente, la rehabilitación de los seres humanos del pasado continuaba siendo un proceso increíblemente difícil y peligroso.

De todos los que intentaban ser despertados, la mayoría nunca recobraba la conciencia. Otros, simplemente no lograban adaptarse al ambiente del siglo XXXVIII, un mundo tan avanzado que su mera existencia les resultaba tóxica.

Los pocos que sobrevivían debían ser sometidos a un complejo proceso de mejoras tecnológicas. Sus cuerpos necesitaban ser modificados quirúrgicamente para incorporar implantes esenciales, protección craneal avanzada, un holoteléfono integrado en brazo, boca y oído, y una serie de sistemas de soporte vital que les permitieran interactuar con la tecnología de la época. Sin estas modificaciones, su adaptación sería imposible y muchos no lograban sobrevivir a tantas operaciones, que en ese futuro era hecho en bebes sin fallos.

El apagón provocó un fallo en uno de los sistemas de emergencia del instituto. Una de las cámaras criogénicas más antiguas soltó de manera abrupta una manguera de gas vital. La pérdida de presión activó un protocolo automático de emergencia, la descriogenización.

Los monitores empezaron a emitir alarmas débiles, parpadeando en rojo mientras el proceso irreversible comenzaba a desarrollarse.

Dentro de la cápsula se encontraba un hombre corpulento, vestido con un elegante traje militar decorado con medallas de honor, una piel morena curtida por el sol, cicatrices que cruzaban su rostro y una barba espesa y oscura. A diferencia de los actuales humanos, de piel más pálida y rasgos suavizados por generaciones de manipulación genética y adaptaciones biotecnológicas, él parecía un guerrero de otra era un hombre del siglo XXII.

El personal del instituto, alarmado y somnoliento, se apresuró a atender el proceso. Los asistentes, vestidos con batas grises brillantes adornadas con franjas azules, intentaban por todos los medios estabilizar el descongelamiento.

Pero las instalaciones eran viejas, y el equipo, aunque avanzado para su tiempo, no había sido actualizado en años. El presupuesto había sido recortado tantas veces que mantener el instituto abierto era, de por sí, un milagro.

Mientras el hombre lentamente volvía a la conciencia, su cuerpo temblaba por la súbita exposición al frío extremo y la activación forzada de sus funciones vitales. Sus músculos se tensaban y relajaban en espasmos dolorosos. Pero contra toda lógica, su recuperación era rápida, mucho más rápida de lo que debería haber sido posible.

Los científicos lo observaban con asombro mientras su respiración se estabilizaba y sus párpados se abrían con dificultad. Sus ojos se movían inquietos, tratando de enfocar el entorno.

—¡Dios mío, está funcionando! —exclamó uno de los asistentes, incrédulo.

—¿Qué protocolo estamos siguiendo? —gritó otro, revisando frenéticamente una tableta holográfica.

—No hay ninguno, esto fue un accidente. No deberíamos estar descongelándolo ahora…

—¡Ya es tarde! ¡Solo asegúrate de que sobreviva al proceso!

El hombre abrió los ojos con dificultad, sus pupilas tardaron en adaptarse a la intensa luz blanca del laboratorio. Intentó moverse, pero su cuerpo aún no respondía como debería.

—Tranquilo, señor. No intente moverse —dijo uno de los científicos acercándose con cautela—. Ha estado en criogenización por mucho tiempo, siglos de hecho. Debemos proceder con calma.

La voz del hombre salió ronca y débil, como si su garganta estuviera hecha de metal oxidado.

—¿Dónde… estoy? —preguntó, cada palabra hacía un esfuerzo.

—Está en el Instituto de Criogenización de Eden. Ha sido descongelado por error, pero todo está bajo control —respondió el científico con tono apaciguador.

El hombre frunció el ceño, sus ojos encendidos por algo más que mera confusión.

—¿Qué año es? —inquirió, esta vez con más firmeza.

Los científicos intercambiaron miradas, inseguros de cómo responder.

—Estamos en el año 3780 —dijo finalmente uno de ellos, con voz temblorosa.

El hombre cerró los ojos por un momento, procesando la información. Cuando los abrió, la ira brillaba en su mirada.

—¿Mi hija? ¿Dónde está mi hija? —gruñó, mientras intentaba levantarse sin éxito.

El científico retrocedió, con miedo ante la fuerza inesperada del hombre.

—Su cápsula aún está intacta, señor. Pero por ahora debe concentrarse en recuperarse. Sus signos vitales aún son inestables y…

—¡No me importa! —bramó el hombre, su voz llenando la pequeña habitación con un poder que hizo retroceder a todos.

Los instrumentos parpadearon mientras sus niveles vitales se estabilizaban a un ritmo anormalmente rápido.

Pero había algo que los científicos no comprendían.

Algo que jamás imaginarían.

Aquél hombre no era simplemente un sobreviviente del pasado.

Era un arma, un virus letal que nunca debió ser descongelado.

Y ahora estaba de regreso.