Carlos salió del restaurante antes que sus amigos, inventando que se sentía mal.
Caminó por la ciudad, sumergido en su propio caos mental. El bullicio de la gente y las luces parpadeantes no lograban distraerlo. Su mirada se perdía en el pavimento mientras avanzaba sin rumbo fijo.
Un androide de aspecto femenino se acercó con un andar mecánico, enviando un spam directo a su holo-teléfono.
—¡Por favor no de nuevo! Debería ser ilegal lo que hacéis —murmuró Carlos con irritación, aunque el androide lo ignoró por completo, continuando su camino en busca de más víctimas digitales.
Con un suspiro frustrado, extendió su brazo derecho para revisar el holo-mensaje. Era un anuncio sobre un programa de autoayuda "Enfrenta la tristeza y hazla tu amiga y tu motor de vida con este curso intensivo por solo 8.99."
Carlos chasqueó la lengua, cerrando la ventana con un gesto brusco. Tristeza… No. Eso no sirve.
Su desesperación no era algo que se pudiera resolver con un anuncio barato. Mientras intentaba reprimir su agobio, su rabia se acumulaba en el pecho. Sus puños se cerraron con tanta fuerza que los nudillos se tornaron blancos.
Finalmente, llegó al parque central, un lugar que siempre había considerado un remanso de paz. La fuente en el centro arrojaba agua cristalina con delicadeza, rodeada de frondosos árboles y flores luminosas que emanaban un resplandor natural. Niños corrían y jugaban, ajenos al dolor que Carlos llevaba por dentro.
Se dejó caer sobre una banca, exhausto.
Un dron vendedor se acercó flotando, con un compartimiento que mostraba paletas de hielo.
—Pago inmediato —anunció con voz monótona mientras soltaba una paleta en la mano de Carlos.
Carlos sacó una moneda y la deslizó en el compartimiento del dron, que se alejó sin más. Observó la paleta sin interés, sus pensamientos perdidos en un abismo de emociones.
Para distraerse, lanzó una moneda a la fuente, como si un deseo pudiera arreglar todo.
Pero antes de que la moneda tocara el agua, un androide de vigilancia la interceptó en el aire con precisión perfecta.
—No se permite lanzar monedas a la fuente. —dijo el androide con una sonrisa mecánica, inquebrantable y casi burlona.
—Lo que tú digas, chatarra… —gruñó Carlos, guardándose la moneda de nuevo.
Sus ojos se perdían en la fuente. Las gotas de agua parecían moverse en cámara lenta. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? Pensó. ¿Quién soy ahora realmente?
Si su padre estuviera vivo, al menos tendría alguien con quien hablar. Pero ahora estaba solo, con poderes que no comprendía y un mundo que parecía volverse más oscuro cada día.
De repente, un rugido ensordecedor cortó el aire. Un camión de transporte aéreo —un tráiler masivo— atravesaba el parque con dirección errática, arrasando árboles y áreas verdes.
Carlos reaccionó de inmediato. Todo ocurría tan rápido que parecía imposible intervenir. Pero para él, todo se ralentizó.
Vio cómo la gente gritaba y corría en todas direcciones, pero algunos no llegarían a ponerse a salvo. Su cuerpo se movió antes de que su mente pudiera procesarlo.
Teleportándose a la velocidad del pensamiento, salvó a cada persona que estuvo en la trayectoria del camión. Sus manos agarraban a niños, ancianos y adultos desprevenidos, llevándolos a lugares seguros en un parpadeo.
Cuando terminó, su cuerpo temblaba por el esfuerzo. Nunca había usado sus poderes de esa manera, con tanta intensidad en tan poco tiempo. Apenas podía mantenerse en pie, jadeando por el cansancio.
Pero lo había logrado.
A pesar de su agotamiento, una sensación cálida lo recorrió. Había salvado vidas. Un sentimiento de adrenalina y orgullo que le daba realizar estos actos lo hizo olvidar sus malos recuerdos por momentos.
Sin embargo, no podía relajarse. El camión se había detenido tras impactar violentamente contra un árbol de roble gingatesco. Carlos corrió hacia él y, con un tirón, arrancó la puerta de la cabina.
Lo que encontró en su interior le heló la sangre.
El conductor estaba muerto. Un disparo limpio a la cabeza. Pero lo más extraño no era eso. Un arácnido robótico del tamaño de una mano se aferraba con fuerza al panel de control, sus patas metálicas clavadas en el sistema de navegación.
—¿Qué demonios...? —murmuró Carlos, acercándose con cautela.
Antes de que pudiera tocar el arácnido, una patrulla policial llegó al lugar y cercó la escena. Carlos se apartó antes de ser detectado, observando desde la distancia cómo los oficiales se organizaban.
—Otra vez... —susurró al ver cómo un detective levantaba un objeto dorado del cadáver del conductor. Una moneda con el símbolo de un toro.
La misma que había encontrado junto al niño y que también estaba presente en la escena de la muerte de Maritza.
Ahora estaba seguro.
—Alguien está moviendo los hilos. —dijo Carlos para sí mismo, con los ojos ardiendo de determinación.
Si querían crear miedo y caos, lo estaban logrando. Pero ahora él estaba en su contra.
—No importa quiénes sean... los haré pagar. —murmuró con voz áspera, sus puños apretados con tanta fuerza que sus uñas cortaban la piel de sus palmas.
Sin embargo, aún había muchas preguntas sin respuesta. ¿Quién era esa organización? ¿Qué buscaban? ¿Y por qué dejaban monedas doradas como una firma macabra?
Carlos sabía que encontraría esas respuestas. Aunque tuviera que arrancárselas a esos criminales con sus propias manos.
La policía comenzó a interrogar a los testigos, recopilando testimonios con la eficiencia fría que caracterizaba a los androides y sus oficiales humanos. Carlos, mezclado entre la multitud, observaba con inquietud. Había actuado por instinto y sin pensarlo dos veces.
¿Alguien habrá visto mi cara?—dijo Carlos volteando a ver a todos los presentes.
El pensamiento le recorrió la mente como un escalofrío. Nadie parecía haberlo notado. Todo había ocurrido demasiado rápido, y los rescatados estaban demasiado conmocionados como para darse cuenta de quién los había salvado.
Pero la paranoia ya se había instalado en su cabeza.
Carlos giró sobre sus talones y se perdió entre la multitud, teletransportándose en ráfagas azules hacia su departamento. Las cámaras de la ciudad lograron captarlo durante varios momentos de su trayecto.
Su error fue evidente. No llevaba su traje.
Pero sin que él lo supiera, alguien había estado vigilándolo. Desde algún lugar desconocido, un operador desconocido manipulaba las cámaras, eliminando cualquier imagen suya cada vez que aparecía. Como si alguien lo protegiera desde las sombras o lo usara para sus propios fines.
Carlos finalmente llegó a su departamento, subiendo a toda prisa las escaleras mientras su respiración se agitaba. Buscó su traje, colocándose el casco con determinación.
—No tengo tiempo que perder. —murmuró, su voz distorsionada por la máscara.
Saltó desde la ventana sin dudarlo, teletransportándose entre edificios en un destello tras otro. La ciudad vibraba bajo sus pies mientras avanzaba a toda velocidad.
Su destino la penitenciaría donde habían encerrado a los ladrones del banco. Era su única pista. Si aquellos desgraciados sabían algo sobre las monedas doradas, se lo haría decir. De la forma que fuera necesaria.
Mientras tanto, aquel desconocido operador que había manipulado las cámaras observaba con atención cada movimiento de Teleportman. Desde un cuarto oscuro lleno de monitores, hizo algunas anotaciones antes de continuar espiándolo.
Teleportman continuaba saltando de edificio en edificio, su figura brillante dibujando líneas azules en el cielo del día.
Finalmente, llegó al techo de la oficina de la penitenciaría.
Activó las funciones avanzadas de su casco y comenzó a escanear el interior del complejo. Detectó drones, cámaras tan pequeñas como insectos, y oficiales de policía en cada pasillo. Siempre un humano acompañado de un androide de vigilancia.
Sabía que los androides tenían prohibido someter a un criminal o usar la fuerza directa. Su propósito principal era servir como cámaras móviles, alarmas y escudos para sus compañeros humanos. Pero eso no los hacía menos peligrosos.
—Disfrazarse de policía… —dijo Carlos en voz baja mientras observaba la actividad dentro del edificio. La idea parecía absurda… pero cada vez sonaba más viable.
No tenía muchas opciones.
Los sensores de su casco detectaron movimiento en las escaleras que llevaban al techo. Dos figuras subían, un oficial humano y su compañero androide. Habían sido enviados a inspeccionar porque las cámaras del tejado no funcionaban, sin que Carlos supiera que había roto una mientras se movía apresurado.
El androide se acercó al dispositivo dañado y lo reparó con precisión quirúrgica, usando sus dedos mecánicos para realinear los circuitos internos.
Carlos no tenía tiempo para pensar. Su oportunidad era ahora o nunca.
Se abalanzó sobre el oficial humano, cubriéndole la boca mientras se teletransportaba con él a un lugar alejado de la vista del androide. En un parpadeo, lo dejó inconsciente con un golpe certero.
Luego volvió por el androide. Esta vez no tuvo piedad. Tomó su cabeza con ambas manos y con un simple apretón de fuerza descomunal, retorció el cuello metálico hasta romperlo con un crujido que resonó como metal triturado.
Los ojos rojos del androide se apagaron de inmediato, y Carlos arrojó la cabeza lejos.
Sin perder tiempo, tomó el uniforme del oficial androide y se lo colocó encima de su traje. Ajustó la gorra para que cubriera parcialmente su rostro y se aseguró de que nada de su equipo sobresaliera.
—Creo… pero puede funcionar. —murmuró mientras guardaba su casco oculto entre las ventilaciones del techo.
Con el disfraz improvisado, bajó por las escaleras del edificio, manteniendo la cabeza agachada y caminando con pasos decididos para no levantar sospechas.
Su respiración se aceleraba con cada piso que descendía. Sabía que había roto varias leyes al atacar a un oficial y destruir a un androide policial. Pero si esas ratas del banco sabían algo, valía la pena arriesgarlo todo.
Lo que no sabía, era que al mismo tiempo que él se adentraba en la penitenciaría, algo escalofriante ocurría en el tejado.
La cabeza del androide, arrojada lejos, se encendió con un parpadeo débil. Sus ojos rojos volvieron a iluminarse mientras desplegaba pequeños cables y tentáculos como hilos delgados. Cada uno de ellos se arrastraba lentamente por el suelo, buscando su cuerpo para intentar recomponerse.
El sistema de emergencia de la máquina había entrado en funcionamiento, y no descansaría hasta completarse.
Carlos descendía por las escaleras con paso firme, aunque cada escalón le pesaba como si fuera de plomo. Los oficiales que pasaban junto a él lo observaban con desconfianza. Porque llevaba puesto un uniforme de oficial robótico, un atuendo destinado exclusivamente para androides.
Lo notó enseguida. Sus miradas se clavaban en él como cuchillas.
Camina erguido… no muestres emociones… pensó, tratando de imitar la rigidez impasible de un androide. Forzó una sonrisa artificial que, lejos de hacerle pasar desapercibido, solo lo hacía parecer más extraño.
Pero había otro problema no llevaba un código de identificación en su cuello.
Carlos levantó la mano hasta su cuello, tratando de ocultar su cuello desnudo mientras caminaba. Era evidente que estaba actuando, y cada paso que daba lo hacía sentirse más expuesto.
Los murmullos de los oficiales se hacían presentes, ¿porque un androide caminaba solo?, ¿Dónde está su compañero?.
Su camino lo llevó hacia la entrada de las celdas, un acceso resguardado por un escáner de retina. Por un instante, su plan se desmoronó en su mente.
¿Cómo diablos voy a pasar esto?
Afortunadamente, un oficial humano abrió la puerta para salir, y Carlos aprovechó la oportunidad para colarse tras él sin levantar sospechas.
El corredor de las celdas era un contraste brutal con el resto del edificio. Todo brillaba con un blanco cegador y frío, interrumpido únicamente por el brillo dorado de las barras eléctricas que contenían a los prisioneros.
Cada celda era un cubículo de energía pura, con mandos holográficos a su costado. Los controles tenían múltiples botones y configuraciones, desde la intensidad de las barras hasta la comunicación directa con el prisionero.
Carlos avanzó con cautela, sus ojos recorriendo cada celda con rapidez. Pero no tenía idea de dónde estaban aquellos criminales.
Las celdas se iluminaban tenuemente a medida que él pasaba. El silencio del lugar era asfixiante, solo interrumpido por los murmullos ocasionales de los prisioneros y el zumbido de la energía estática.
Mientras avanzaba, un oficial androide se acercó a él.
Carlos sintió un nudo formarse en su estómago. El androide lo observó con detenimiento, sus ojos mecánicos escaneándolo en un segundo.
—¿Crees que no nos hemos dado cuenta? —dijo el androide en un susurro frío, su voz carente de emoción pero firme.
Carlos sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿A qué te refieres? —respondió Carlos, fingiendo mirar hacia las celdas sin hacer contacto visual con el androide.
—No puedes engañar a un robot. Los humanos pueden ser ciegos, pero nosotros no. —replicó el androide.
Carlos se quedó inmóvil, su respiración contenida. Si lo habían descubierto, estaba acabado.
—Entonces, ¿por qué no me has delatado? —dijo Carlos con voz baja, tratando de mantener la calma.
El androide se acercó un poco más, con un movimiento rápido y preciso, hizo un pequeño corte en la mano de Carlos con un bisturí que emergió de su dedo.
Carlos retrocedió un paso, sorprendido por el ataque y más viniendo de un robot. El androide recogió la sangre que manaba de la herida con una microjeringa incorporada en su otro dedo.
—Tenemos órdenes de permitir que continúes con tus… jueguitos. —dijo el androide, su tono apenas perceptible para que otros oficiales no lo oyeran.
—¿Órdenes? ¿De quién? —preguntó Carlos con urgencia.
El androide lo miró un instante antes de alejarse con calma.
—Eso no es de tu incumbencia. —replicó antes de girar y desaparecer por el pasillo siguiendo a su compañero humano, dejando a Carlos solo y con más preguntas que respuestas.
Carlos miró su mano, observando cómo la herida ya se había regenerado. Pero lo que le preocupaba más no era el dolor físico, sino el hecho de que ese androide había querido su sangre.
¿Por qué? ¿Quién está dando órdenes para que me dejen hacer lo que quiero?
Se dio cuenta de que había algo en su palma. Un pequeño dispositivo que el androide le había deslizado sin que él lo notara.
Era una llave electrónica.
Carlos la giró entre sus dedos, observando la inscripción que tenía en relieve, Celda 98.
—¿Celda 98...? —murmuró, con los pensamientos enmarañados.
¿Los criminales del banco están ahí? ¿Por qué me ayudarían a interrogarlos? ¿Quién lo está permitiendo y por qué?
Su mente se llenó de sospechas y desconfianza. Todo esto parecía un juego de manipulación, y él estaba en el centro de algo que aún no comprendía.
Pero no le importaba. Si esos hombres sabían algo sobre los crímenes ocurridos recientemente, lo descubriría. Y si tenía que usar la fuerza, no dudaría en hacerlo.
Empuñó la llave electrónica con decisión y avanzó por el corredor.
Mientras tanto, desde el cerebro del robot oficial, se recibía una comunicación cifrada.
—¿Tienes la sangre? —inquirió una voz fría y mecánica.
—Sí, señor. La tengo conmigo. Solo debe asegurarse de que mi compañero sea llamado al punto acordado. Dejaré el maletín con el frasco, como fue ordenado. —respondió el androide con precisión calculada.
—Perfecto. Te mantendré informado. —respondió la voz antes de cortar la comunicación.
La voz pertenecía a un asistente que se encontraba al lado de la presidenta de Eden, observando en silencio la pantalla holográfica con interés.
—Aún no lo entiendo, señora. ¿Por qué no lo capturamos de una vez? ¿Por qué lo estamos ayudando? —preguntó el asistente, inseguro y perplejo.
La presidenta de Eden, con un aire de indiferencia calculada, aplicaba con esmero un lápiz labial rojo carmesí.
—Porque haremos que nos considere sus aliados. —dijo con suavidad mientras esbozaba una sonrisa peligrosa—. Cuando descubra que todo este tiempo lo hemos estado protegiendo, borrando su identidad de las cámaras, dándole acceso donde otros no pueden entrar… le haremos creer que somos indispensables. Y entonces, pediremos nuestra recompensa.
—¿Recompensa? —preguntó el asistente, aún confuso.
—Su sangre. —replicó la presidenta con una mirada afilada—. No estoy pidiendo mucho. Solo una pequeña donación cada cierto tiempo. Lo convenceremos de que lo hacemos por su bien, por su seguridad.
—¿Cree que aceptará? —el asistente mostró una sonrisa nerviosa—. Hasta parece que le estamos dando demasiado.
—Por supuesto. Y cuando se dé cuenta de que no puede avanzar sin nuestra ayuda... vendrá a nosotros por su propia cuenta. —La presidenta sonrió mientras se retocaba los labios—. Es solo cuestión de tiempo.
—¿Y qué hace en la cárcel? ¿Por qué darle la llave de la celda 98? —inquirió el asistente, con genuina curiosidad.
—Oh, no tengo ni la menor idea. Ni me importa. —respondió la presidenta con desdén—. Solo asumí que quería saludar a los primeros criminales que arrestó. ¿Qué otro motivo tendría para entrar a esa prisión hedionda?
—Entendido, señora. —murmuró el asistente, sin atreverse a cuestionar más.
La Confrontación
Mientras tanto, Carlos avanzaba por el pasillo de las celdas con la llave que había recibido.
—92… 95… 98. —dijo en voz baja al llegar frente a la barrera de energía. La luminosidad de las barras eléctricas impedía ver con claridad el interior de la celda.
Deslizó la llave en el panel holográfico. Este se iluminó con un leve zumbido y, al presionar el símbolo de apertura, un segmento de la barrera se disipó, permitiéndole entrar.
Carlos avanzó lentamente. Ocho hombres se encontraban en la celda, todos observándolo con sonrisas burlonas y miradas desafiantes.
—Vaya, vaya… —gruñó un hombre alto, corpulento, con cicatrices en la cara—. ¿Un oficial novato o solo un idiota con ganas de morir?
Las risas se extendieron por la celda. Carlos mantuvo la cabeza baja, la gorra cubriéndole parcialmente el rostro.
—Miren al robotito perdido. ¿Se te acabaron las baterías? —dijo otro con burla.
Pero antes de que alguien más pudiera hablar, Carlos se abalanzó hacia el hombre corpulento, tomándolo del cuello con fuerza sobrehumana.
—Retrocedan o le rompo el cuello. —espetó Carlos con voz baja pero amenazante.
Los demás hombres dieron un paso atrás, no por preocuparse por su compañero, sino por la evidente fuerza del extraño.
—Son ustedes los que se hacían llamar los Cuernos de Oro, ¿no es así? —preguntó Carlos, con un tono que mezclaba rabia e impaciencia.
—¿Algún problema? —respondió uno de ellos con falsa seguridad.
—¿Qué saben sobre las monedas doradas? —exigió Carlos mientras apretaba ligeramente el cuello de su rehén.
—¿Monedas? ¿Qué demonios estás diciendo? —respondió uno de los hombres, su voz temblorosa.
Carlos dio un fuerte pisotón en el suelo, rompiendo parte del concreto y haciendo que todos se tambalearan.
—¡Te lo juro! No sabemos nada de eso. —exclamó uno de ellos, con miedo en la voz.
—Espera… ¿No será esa la moneda que dejamos en el banco tras el atraco, jefe? —dijo uno de los prisioneros, mirando al hombre que Carlos sostenía.
—Sí, sí… esas monedas. —admitió el hombre corpulento, sus ojos llenos de temor—. Pero no sabemos qué significan. Nuestro jefe dijo que dejáramos una como marca personal. Algo de demostrar lealtad o alguna mierda así. Nunca explicó por qué.
Carlos apretó más el cuello del hombre.
—¿Quién es tu jefe?
—No sabemos su nombre. —gimió el hombre, tratando de zafarse del agarre de Carlos—. Solo apareció un día y nos ofreció dinero a cambio de hacer un atraco. Dijo que nos hiciéramos llamar Cuernos de Oro y que dejáramos la moneda. Eso es todo, lo juro.
—¿Y por qué no se quedaron con la moneda? ¿No sabían que podría ser valiosa? —inquirió Carlos con sospecha.
—¿Estás loco? —dijo otro de los hombres, con voz temblorosa—. Esas monedas huelen horrible. Como si estuvieran podridas. Y parecen hechas de oro barato.
—¿Oro barato? —Carlos frunció el ceño.
—Sí. Por la ciudad se dice que hay gente vendiendo oro a precios ridículos. Oro que huele mal y se siente… raro. Dicen que si lo compras y lo limpias, puedes venderlo por una fortuna.
Carlos soltó al hombre y desapareció en un destello azul antes de que alguien pudiera decir algo más.
Mientras tanto, el robot que Carlos había destruido finalmente había terminado de reacoplar su cabeza. Emitió un fuerte sonido de alarma que retumbó por toda la penitenciaría, alertando a todos los guardias del lugar.
Carlos, consciente del peligro inminente, tomó su casco y saltó al vacío desde el tejado.
Dejó el uniforme de policía androide en un edificio cercano, y continuó su camino como Teleportman.
Saltaba de un edificio a otro, escapando de la penitenciaría mientras su mente seguía dándole vueltas a la información obtenida.
¿Oro barato? ¿Monedas podridas? ¿Por qué alguien usaría eso como símbolo?
Nada tenía sentido, pero tenía un nuevo propósito. Si los Cuernos de Oro eran más que simples criminales, una banda de crimen organizado y estaban detrás de todo, no se detendría hasta descubrir la verdad y hacerlos pagar por sus crímenes.