En el Capitolio del continente Edén, la presidenta avanzaba a paso firme y elegante, sus tacones negros resonaban sobre el mármol pulido. Llevaba un traje de saco negro impecable, con una corbata azul perfectamente anudada. Su cabello negro lacio caía con precisión sobre sus hombros, y sus ojos oscuros tenían la profundidad gélida de un abismo. Detrás de ella, un séquito de asistentes y políticos la seguía como sombras obedientes.
—¿Cómo se encuentra el valor monetario del país? —preguntó la presidenta sin girar la cabeza, su tono cortante.
—De maravilla, señora presidenta. Ha subido un dos por ciento desde el último mes —respondió uno de los asistentes, con entusiasmo adulador, mientras se acomodaba el cabello.
—¿Y la tasa de mortalidad? —inquirió con la misma indiferencia, avanzando sin pausa.
—Ha bajado un cero punto uno por ciento —respondió otro.
—¿Mi popularidad? —insistió la presidenta.
—Excelente, señora presidenta. Tiene a las masas lamiéndole los tacones. La aman en todos lados, mi lady —contestó un asistente altanero, con un exceso de servilismo que parecía querer comprar un favor.
—Que así se mantenga. —dijo la presidenta con voz seca.
Un silencio incómodo cayó entre sus asistentes mientras ella continuaba caminando. Finalmente, lanzó la pregunta que todos temían escuchar:
—¿Y qué hay sobre el meteorito?
Las miradas entrecruzadas y el miedo en los rostros de sus subordinados eran palpables. Ninguno quería ser el primero en hablar.
—Hemos hecho todo lo posible para mantener a la población tranquila —dijo uno de los asistentes, su voz temblorosa—. Se ha difundido la idea de que no fue más que un fenómeno natural inofensivo. Pero... mantener un evento así en secreto es complicado, señora presidenta. No pudimos detenerlo antes de que impactara. Sin embargo, hemos logrado desviar la atención. Con la aparición de ese… superhéroe, la gente ha olvidado el incidente de la luz azul en el cielo.
—Eso será suficiente por ahora —concedió la presidenta con frialdad—. Retírense.
Los asistentes se marcharon sin atreverse a cuestionar la orden. Cuando se aseguró de estar sola, la presidenta se acercó a un cuadro en la pared. Lo movió con destreza revelando un pasadizo oculto que descendía en espiral.
Las escaleras de caracol se retorcían como un pozo sin fondo. Cualquiera que no estuviera acostumbrado a bajarlas se desplomaría fácilmente, especialmente con tacones. Pero la presidenta descendía con la misma elegancia con la que caminaba en la superficie.
Al final de la escalera, una puerta presurizada esperaba. El escáner biométrico analizó su retina, estado vital y finalmente solicitó una clave que la presidenta ingresó con una llave dorada.
La puerta se abrió revelando un inmenso complejo subterráneo lleno de experimentos. Algunos rozaban la ética, otros simplemente la ignoraban. Pasillos repletos de armas prototípicas, robots experimentales, y tecnología aún en fases de prueba se extendían en todas direcciones. Pero el verdadero interés de la presidenta se encontraba al fondo del corredor.
Allí, un meteorito fracturado y rodeado por seis científicos, uno de ellos el jefe del proyecto: el Dr. Frank Torres.
—Infórmeme de sus descubrimientos, Dr. Torres —dijo la presidenta mientras se colocaba una bata, guantes y lentes de seguridad que un asistente le ofrecía.
—Señora presidenta… —comenzó el Dr. Frank, incómodo mientras se ajustaba la corbata—. La roca está… seca.
—¿Seca? —repitió la presidenta, con expresión inquisitiva.
—Sí. Lo que parecía ser un líquido azul ahora se ha solidificado. Se ha convertido en un material no fundible, altamente electroconductor. De hecho, diría que es más conductor que cualquier material conocido, natural o artificial.
—¿Y de qué se trata exactamente? —preguntó ella, la curiosidad brillando en su mirada.
—No lo sabemos aún. —El Dr. Frank dudó un momento antes de continuar—. No es un elemento conocido, ni de la Tierra ni de los cuerpos celestes que hemos catalogado. Pero lo más fascinante, señora, es su capacidad de absorber energía. Una sola muestra en estado sólido es capaz de vaciar la batería de un dispositivo de alto rendimiento en menos de un segundo.
La presidenta permaneció en silencio, esperando que continuara.
—Creemos que la sustancia posee un estado líquido —añadió Frank—. Algo que al parecer puede liberar energía en lugar de solo absorberla.
—¿Basado en qué? —preguntó la presidenta, afilando la mirada.
—Esta muestra… —dijo Frank, levantando un frasco con un líquido azul espeso—. Es sangre. Sangre de ese ser que se hace llamar Teleportman. La recolectamos tras uno de sus recientes enfrentamientos. Es una combinación de sangre humana y… algo más. Algo que comparte características con los residuos sólidos del meteorito.
—¿Sugiere que sus poderes se originaron en el meteorito? —preguntó la presidenta, cada vez más interesada.
—Es una teoría plausible. La roca en estado sólido absorbe energía. La sangre en estado líquido, al contrario, la genera. Y no de manera ordinaria. Su potencial es, francamente, asombroso.
El Dr. Frank dejó caer una gota de la sangre dentro de un pequeño dron de vigilancia. En cuanto la sustancia hizo contacto, el lente del dron se tornó azul brillante y se movió con una velocidad incontrolable hasta que explotó, causando daños menores en la estructura circundante.
—Es inestable. Su naturaleza es volátil —explicó Frank.
La presidenta, sin perder la calma, dijo:
—Entonces, sugiere que, si logramos destilar la energía de la sangre, podríamos tener una fuente de poder incomparable.
—Más que eso. —Frank respiró hondo, con los ojos brillantes por la emoción—. Hemos probado con armas láser. Una sola gota incrementó su potencia a niveles devastadores. Y la duración de la energía sigue siendo desconocida. Esa lámpara —dijo, señalando una que brillaba con una luz azulada— se ha mantenido encendida desde ayer con una simple gota.
La presidenta sonrió. Una sonrisa calculadora, depredadora.
Quiero comprobarlo con mis propios ojos, declaró la presidenta con un tono gélido y firme, como si ya hubiera decidido que nada la decepcionaría. Su mirada, calculadora y vacía, se fijó en el Dr. Frank mientras chasqueaba los dedos con impaciencia.
Dos asistentes con batas blancas se apresuraron a abrir la puerta de seguridad, conduciendo a la presidenta y al científico a una sala de tiro acondicionada para pruebas experimentales.
El ambiente estaba cargado de tensión. Los paneles de la sala estaban diseñados para resistir impactos de alta energía, un lujo que no muchos gobiernos podían permitirse. Pero en Edén, nada era inalcanzable para su líder.
El Dr. Frank se acercó a una mesa donde descansaba un arma de energia. Con manos cuidadosas, sacó un pequeño vial que contenía la última gota de la sangre de Teleportman.
—Esta es toda la muestra que tenemos por ahora, —comentó el Dr. Frank, con voz baja pero excitada—. Si mi teoría es correcta, esto debería ser suficiente para potenciar el arma más allá de cualquier límite conocido.
Abrió un compartimento en la base del arma, e introdujo la gota. La máquina emitió un gruñido mecánico mientras absorbía el líquido, como si lo devorara. Un zumbido agudo comenzó a emanar del arma, aumentando en intensidad y frecuencia hasta que un suave resplandor azul comenzó a iluminar su núcleo.
—Interesante… —susurró la presidenta con una sonrisa apenas perceptible.
La energía se acumuló en una esfera vibrante y palpitante, comprimida y contenida por el arma.
—Adelante, Dr. Frank. Dispárela.
El científico, ligeramente tembloroso por la excitación, apuntó el arma hacia la diana de práctica al otro lado de la sala. Al apretar el gatillo, un rayo de energía azul inestable salió disparado con un estruendo devastador, dejando un surco incandescente en el aire antes de impactar y pulverizar el objetivo.
El láser había atravesado no solo la diana, sino también el muro blindado detrás de ella, dejando un agujero aún humeante.
—Impresionante… —murmuró la presidenta con una fascinación casi infantil.
—Traigan a un sujeto de pruebas, —ordenó con frialdad.
Los asistentes, acostumbrados a recibir instrucciones brutales, obedecieron sin dudar. Arrastraron a un hombre encadenado, visiblemente desnutrido y con los ojos desorbitados de terror. Su boca había sido sellada con un dispositivo metálico que impedía cualquier protesta o súplica.
Lo dejaron en medio del campo de tiro. Intentó retroceder, pero las cadenas apenas le permitían moverse.
—¿Cree que esto es necesario? —preguntó el Dr. Frank con un tono apenas audible.
—¿Duda de mis métodos, doctor? —respondió la presidenta con dureza—. Las pruebas en objetos inanimados no me sirven. Quiero saber cómo responde esta energía cuando atraviesa carne, huesos.
El Dr. Frank apartó la mirada, sus manos temblaban al preparar nuevamente el arma.
—Dispare, —dijo la presidente con una sonrisa implacable.
—Prefiero… prefiero que usted tenga el honor, señora presidenta.
—Qué amable de su parte.
Sin titubear, apuntó el arma directamente al sujeto de pruebas. El hombre intentó gritar, su cuerpo se agitó en un esfuerzo desesperado por escapar. Pero todo fue en vano.
Apretó el gatillo.
El rayo azulado se disparó con una fuerza aterradora, incinerando al hombre en un segundo. No quedó nada más que cenizas esparcidas por el suelo.
Los científicos observaban en silencio. La mayoría de ellos no mostraba más que curiosidad científica. Otros parecían horrorizados, pero sabían que expresar su descontento sería un suicidio profesional.
La presidenta sonrió, el resplandor azul reflejado en sus pupilas como un fuego interno.
—Quisiera hacer más pruebas… pero la muestra que obtuvimos es muy poca. —El tono de su voz era una mezcla de insatisfacción e impaciencia.
El Dr. Frank respiró hondo.
—Necesitamos más de ese líquido… la sangre de ese ser probablemente Alien que se hace llamar Teleportman. —Su voz se volvía más firme al expresar sus necesidades—. Hemos comprobado que, en su forma líquida, esta sustancia puede amplificar cualquier tecnología a niveles impensables. Armas, generadores, incluso sistemas de transporte.
La presidenta meditó unos instantes. Su mente siempre calculadora ya había trazado varios caminos posibles.
—Así que, para mantener estas pruebas en curso… solo necesitamos más de su sangre. —Su tono era indiferente, como si hablara de recolectar agua de lluvia.
—Exacto. —afirmó el Dr. Frank, con la mirada encendida por la ambición.
—¿Por qué no simplemente capturarlo? —intervino un joven asistente, atreviéndose a hablar sin permiso.
El Dr. Frank lo miró con desdén.
—¿Qué parte de 'teletransporte' no entiendes, imbécil? Capturarlo es casi imposible.
La presidenta intervino, con un tono aún más frío y pragmático.
—No podemos arriesgarnos a un intento fallido. Si no lo capturamos y no podemos contenerlo, el daño a mi imagen sería devastador. —Su mirada se endureció—. No quiero que el mundo piense que estamos jugando un juego inútil donde el gato es humillado por el ratón.
—Entonces, ¿cuál es el plan, señora presidenta?— Pregunto nuevamente el joven asistente.
—Le permitiremos jugar al héroe. Por ahora. Mientras siga interviniendo en conflictos y arriesgando su vida, dejaremos que continúe con su pequeña cruzada. Nuestros agentes estarán presentes en cada batalla importante, recolectando muestras de su sangre.
—Eso podría tomar meses… incluso años. —objetó otro científico.
—No tengo prisa. —respondió ella con calma—. Todo el tiempo del mundo está a mi favor, siempre y cuando mantenga mi perfecto mandato. Si Teleportman quiere jugar a ser un héroe… que lo sea por ahora.
Al otro lado de la ciudad.
Carlos estaba sentado en su habitación, inmóvil frente al holograma proyectado en la pared. No emitía ningún sonido, no parpadeaba. Solo miraba con una expresión vacía, como si cada imagen y palabra que aparecía en la transmisión se hundiera en su mente sin encontrar salida.
Las noticias seguían reproduciéndose una y otra vez. Mostraban el cuerpo de Maritza siendo trasladado por paramédicos, su rostro cubierto por un manto blanco. El reportero explicaba que la policía había encontrado una moneda dorada con la figura de un toro entre sus pertenencias. La misma moneda que habían hallado en el cadáver del niño la noche anterior.
Carlos apretó los puños. Su respiración se volvía irregular cada vez que el noticiero repetía la escena. Luego, otra noticia vinculada apareció en la pantalla: la mujer motociclista que se había suicidado frente a él anoche. Los forenses habían encontrado un collar dorado con un hueco circular vacío y una dirección grabada en él. Sin embargo, según los registros oficiales, aquella dirección simplemente no existía en todo Edén. Las autoridades habían decidido archivar el caso, declarándolo como un acto de locura.
Pero Carlos sabía que no era así. Había algo más. Algo que conectaba todos esos eventos. Cada asesinato, cada suicidio... todo tenía un patrón.
Intentó darle sentido, pero su mente estaba nublada. Se sentía débil. Exhausto. Y algo más profundo lo consumía: miedo. Un miedo primitivo, visceral, que le atenazaba el pecho.
Los golpes en la puerta se hicieron insistentes, pero Carlos apenas los registró. Solo cuando se abrió de golpe, alzó la mirada con lentitud.
Nate y Nataly irrumpieron en la habitación con su habitual energía.
—¡Oye, Carlos! ¿Se te olvidó o qué? Hoy vamos al nuevo restaurante, El Cerdo Elegante. —espetó Nate con impaciencia—. ¿Por qué demonios sigues así, hecho un desastre? La reservación es para las nueve. Faltan diez minutos.
Nataly lo golpeó en el hombro con el codo, molesta.
—¡Idiota! Claro que no lo recuerda... le borraron la memoria, ¿recuerdas?
—Ah, cierto... se me olvidó —respondió Nate rascándose la cabeza—. Pero, vamos, vístete. Ya se hace tarde.
Carlos apenas levantó la mirada. Asintió lentamente y se levantó con movimientos pesados, como si su cuerpo le pesara el doble. Apagó el holograma y se dirigió a su habitación para cambiarse.
Sus ojos, apagados y tristes, revelaban más de lo que cualquiera de sus amigos podía notar.
—¿Qué le pasa? —susurró Nataly con preocupación, observando cómo Carlos se alejaba sin decir palabra—. ¿Crees que algo ocurrió ayer?
—No sé… probablemente pasó toda la noche siendo Teleportman —respondió Nate con un encogimiento de hombros.
Nataly frunció el ceño. Su irritación fue inmediata.
—Si es así, es tu culpa. Siempre estás metiéndole ideas estúpidas en la cabeza.
—¡Oye! Solo le doy ánimos para que no sea un flojo —se defendió Nate con una sonrisa nerviosa.
—Ya deja de ser un imbécil, Nate —murmuró Nataly, pero su tono revelaba más preocupación que enojo.
Cuando Carlos salió de su habitación, llevaba puesta una camisa oscura y unos pantalones limpios, pero su mirada seguía perdida en algún punto más allá de la realidad. Bajaron del departamento y caminaron por la ciudad, siguiendo la línea holográfica que los guiaba hacia el restaurante.
Carlos caminaba detrás de ellos, con las manos en los bolsillos, con la cabeza baja y la vista clavada en el suelo. No había dicho ni una sola palabra desde que salieron. Cada paso parecía arrastrarlo más lejos de sus amigos y más cerca de su propio tormento.
Nate y Nataly se miraban con preocupación, intercambiando miradas rápidas mientras intentaban descifrar qué ocurría con Carlos.
—Lo que sea que le esté pasando —dijo Nate, tratando de sonar animado—, se le olvidará cuando vea el pedazo de carne sintética que sirven ahí. Replican hasta la grasa y el juguito. ¿Te imaginas? Pura perfección de laboratorio.
—Prefiero la carne natural —replicó Nataly con indiferencia.
—No sé por qué sigues prefiriendo eso… la sintética es más barata y no hace daño a nadie —respondió Nate con un encogimiento de hombros.
—Tal vez porque al menos tiene algo real —replicó Nataly, lanzándole una mirada condescendiente.
Mientras caminaban, Carlos apenas prestaba atención a la conversación. Sus ojos vagaban de un lado a otro, observando la ciudad que se desplegaba ante él. El tráfico fluido de autos flotantes, los rascacielos brillando con luces de neón, las pantallas holográficas proyectando anuncios publicitarios y reportes de felicidad pública.
Todo parecía perfecto. Una utopía brillante y reluciente.
Pero Carlos sabía que había algo podrido debajo de esa fachada de paz. Algo oscuro, que se escondía en las sombras de la ciudad. Lo había visto. Lo había sentido.
Gente inocente muere cada noche y nadie parece notarlo. Nadie parece preocuparse.
Carlos se detuvo un momento para observar a la gente a su alrededor. Parejas riendo mientras caminaban de la mano, niños jugando con hologramas, hombres de negocios discutiendo con gestos exagerados mientras hablaban con sus dispositivos flotantes.
Una ciudad que parecía viva y perfecta.
Pero él sabía que no era así.
¿Cuántos más morirían antes de que alguien hiciera algo?
—Aquí estamos —dijo Nate alzando las manos con orgullo frente al restaurante—. The Elegant Pig.
—¿Desde cuándo hablas inglés? —preguntó Nataly con sarcasmo.
—Hay cosas de mí que ustedes no saben —respondió Nate, fingiendo ofensa.
El restaurante estaba repleto de gente. Mesas llenas de clientes elegantemente vestidos, luces cálidas y decoración de lujo creaban un ambiente acogedor y exclusivo.
—Menos mal que reservé con dos meses de antelación —comentó Nate con aire triunfal.
—Nate, mi sueldo jamás me alcanzaría para comer en un lugar así —replicó Nataly con incomodidad.
—Ya te dije que yo iba a pagar. Relájate, Nataly. Estamos aquí para disfrutar —dijo Nate mientras se dirigían a su mesa.
Los tres se sentaron y, al acercarse a las sillas, éstas se deslizaron automáticamente hacia atrás, ajustándose luego a la mesa al sentir su peso.
Con un toque de Nate sobre la mesa, surgieron menús holográficos frente a cada uno. Las imágenes flotaban en el aire con detalles precisos de cada platillo.
Nataly y Nate comenzaron a revisar las opciones con naturalidad, pero Carlos apenas podía concentrarse. La carta frente a él se volvía un borrón mientras su mente continuaba atrapada en pensamientos oscuros.
—Yo voy a querer un lomo de cerdo relleno de frutas —dijo Nataly con seguridad, seleccionando la opción con un toque en el holograma.
—Y yo… las carrilleras con salsa de miel —añadió Nate, entusiasmado.
Ambos miraron a Carlos, esperando su respuesta.
—¿Y tú, Carlos? —preguntó Nataly con voz suave.
Carlos levantó la vista lentamente, pero sus ojos se mostraban vacíos.
—Yo… no lo sé —respondió con voz temblorosa.
—Te pediré un Roulade, ¿te parece? —intervino Nate, preocupado por su actitud.
—Está… bien —murmuró Carlos, bajando la cabeza de nuevo.
Nataly chasqueó la lengua, cansada de ver a su amigo así.
—Carlos, ¿qué demonios te pasa? ¿Crees que no nos hemos dado cuenta? —espetó con frustración.
Nate realizó la orden en el menú holográfico y escaneó su brazo para pagar la cuenta.
—Tardarán unos diez minutos… así que habla, Carlos. ¿Qué sucede? —dijo Nate con un tono más serio.
Carlos cerró los ojos unos segundos antes de responder.
—Ayer… conocí a una chica —dijo con voz quebrada.
—¿En serio? ¿Y cómo se llama? —preguntó Nate con un brillo de entusiasmo.
Nataly tomó un pan de aperitivo y lo partió en dos, su tono cargado de sarcasmo.
—¿Y cómo se llama la afortunada? —dijo con evidente molestia.
—Se llamaba Maritza —contestó Carlos, bajando la cabeza.
El silencio que siguió fue brutal.
—¿Se llamaba? —repitió Nate, sin entender del todo.
—Murió esta mañana. Fue asesinada —respondió Carlos con amargura mientras golpeaba la mesa con tal fuerza que dejó una ligera abolladura en la superficie metálica reforzada.
Nataly se llevó las manos a la boca, horrorizada.
Nate se quedó sin palabras, claramente incómodo.
—Yo… pude haberla salvado —continuó Carlos con la voz rota—. Tal vez, si no me hubiera rendido… ella seguiría viva. Pero me regresé a casa en vez de seguir adelante.
—Carlos… no es tu culpa —dijo Nate, su voz temblaba ligeramente—. Tú no pediste tener estos poderes, ni tampoco decidiste convertirte en un héroe. Si alguien tiene la culpa soy yo, por insistirte con esa idea ridícula de ser un justiciero.
—Nate tiene razón —añadió Nataly con voz serena, tratando de ser comprensiva—. Que tengas esos poderes no significa que debas cargar con la seguridad de toda la ciudad. No es tu culpa que esa chica muriera.
Carlos no respondió. Manteniéndose en silencio mientras sus amigos hablaban, su mente se hundía en pensamientos oscuros.
Los platillos fueron servidos por una mesera androide con precisión mecánica.
Junto a cada plato, dejó cuchillos, tenedores y cucharas de un brillante dorado.
Carlos se quedó mirando uno de los cuchillos. El reflejo dorado capturó su atención por completo.
Dorado... pensó Carlos mientras apretaba el cuchillo entre sus dedos.
Ese brillo le recordó las monedas doradas con un toro tallado encontradas en los cuerpos. Y el collar con la hendidura que claramente debía sostener algo... algo dorado.
¿Y si esos ladrones de banco... aquellos que se hacían llamar Los Cuernos de Oro... tenían alguna conexión con estos asesinatos?
No tenía sentido. Eran unos imbéciles, unos criminales comunes que habían cometido un atraco mal planeado. ¿Cómo podían tener algo que ver con crímenes tan retorcidos?
Pero si había alguna posibilidad… si sabían algo… entonces debía encontrarlos y obligarlos a hablar.
Por las buenas o por las malas.
El brillo de sus ojos azules era tenue, pero presente. La rabia mezclada con un deseo de justicia implacable lo hacían apretar los dientes.
—Carlos… cálmate —dijo Nataly, notando su expresión y la forma en que sus dedos apretaban el cuchillo dorado.
Carlos parpadeó, soltando el cuchillo con una sonrisa forzada que apenas convencía.
—Perdón… —dijo en un susurro, sin embargo, dentro de él, su mente seguía ardiendo con un solo propósito: descubrir la verdad.
Los Cuernos de Oro tenían respuestas. Y se las iba a sacar, de una forma u otra.
En un complejo subterráneo oculto bajo la ciudad, el sonido de cadenas arrastrándose y metales golpeándose reverberaba en la oscuridad, creando un eco sombrío que se perdía en la inmensidad de aquel laberinto.
Una sala negra, fría e impersonal, apenas iluminada por la luz mortecina de una antorcha artificial en la pared. El resplandor débil era suficiente para revelar sombras de instrumentos brutales, ganchos colgantes y herramientas de metal manchadas por un uso inclemente.
En el fondo de la habitación, los gritos. Gemidos ahogados y suplicas sin respuesta se mezclaban con el chirrido de cadenas y el golpeteo rítmico de metal contra metal. Un espectáculo macabro en el que la desesperación era rutina.
Sobre una camilla de fuerza, rígida y sin posibilidad de movimiento, yacía una joven inconsciente. Una aguja metálica perforaba su cuello, inyectando un sedante que la mantenía al borde entre la vida y la muerte. Su piel era pálida, casi translúcida, marcada por la frialdad de aquel lugar.
Alrededor de ella, tres figuras cubiertas con túnicas rojas y negras —los colores entrelazados como si representaran un código siniestro— trabajaban en un ritual preciso. Con cepillos de cerdas ásperas, esparcían una sustancia grisácea por todo su cuerpo. Un ungüento que sellaba su piel y la preparaba para el próximo proceso.
La camilla fue arrastrada con un estruendo metálico hacia otra sala, donde un molde de acero esperaba abierto. El cuerpo fue colocado cuidadosamente en una posición de rezo, con las manos entrelazadas sobre el pecho y el rostro inclinado hacia adelante. Como si se tratase de un sacrificio entregado a un dios cruel.
La tapa metálica se cerró con un golpe seco y desde un conducto en la parte superior, un líquido dorado y ardiente comenzó a fluir. Oro fundido que caía en una cascada infernal, llenando el molde con un resplandor letal.
Dentro del metal ardiente, la joven despertó. Su consciencia retornó justo en el peor momento. Gritos sofocados resonaron en la cámara mientras su carne se derretía y su piel se consumía bajo la abrasadora temperatura del oro. Su sufrimiento se prolongó por segundos eternos hasta que su cuerpo dejó de moverse.
Cuando el líquido se solidificó, el molde fue abierto con un chirrido mecánico. Lo que quedó fue una estatua dorada de aspecto trágico y desfigurado. Partes incompletas, detalles rotos, fragmentos de oro agrietado donde alguna vez hubo vida.
Un encapuchado distinto se acercó al lugar. Su túnica, negra con bordes rojos, lo distinguía de los demás. Era más alto, más imponente, y su voz retumbaba distorsionada por un modulador oculto bajo su capucha.
Sus ojos recorrieron la estatua con una mezcla de desprecio y desencanto.
—Otra obra fallida —dijo con tono gélido, mientras su voz resonaba con un eco artificial—. Esto es inaceptable. Vendánla por partes, que al menos sirva para algo. Y vuelvan a intentarlo… no admito más fracasos.
Sin esperar respuesta, el encapuchado se giró y abandonó la habitación con pasos firmes.
Detrás de él, los gritos y gemidos continuaban. Decenas de voces que se desvanecían entre el bullicio de cadenas, maquinaria y muerte.