El aire del Atlántico soplaba con una ferocidad tan intensa que, al golpear las velas, parecía como si las propias fibras de lino se resistieran a ser domadas por la naturaleza.
El estruendo del viento resonaba a través de los cables de las carabelas templarias, haciendo vibrar las estructuras como cuerdas de un instrumento musical olvidado.
Bajo la luz dorada de un sol menguante, tres imponentes embarcaciones de vanguardia, la Santa Helena, la Guardián de la Cruz y la Estrella del Temple, se balanceaban con majestuoso desdén sobre la vasta extensión del océano, navegando como titanes en su lucha contra el mar.
El océano, en su interminable indiferencia, no parecía dispuesto a concederles ningún favor.
Las naves, cuyo diseño había sido perfeccionado a lo largo de generaciones de investigación marítima templaria, eran un testimonio de la ingeniería náutica de la época.
Los cascos, formados por capas de maderas nobles como el roble y el pino nórdico, estaban reforzados con técnicas de ensamblaje que solo los más eruditos carpinteros de la costa mediterránea podían ejecutar con tal destreza. Estas maderas no solo otorgaban solidez a las embarcaciones, sino que su resistencia al deterioro de la sal y la humedad garantizaba la durabilidad en sus largos viajes. La proa de cada nave, con sus delicadas tallas de figuras mitológicas, parecía desafiar al viento y al mar, como si invocaran la protección de los dioses antiguos.
Sobre la cubierta de la Santa Helena, el Gran Maestre Alaric de Beaujeu se mantenía erguido, observando el horizonte con una expresión sombría. Sus ojos, agudizados por años de lucha y estrategia, escudriñaban el vasto océano en busca de algún signo, alguna señal de tierra.
El sol, al borde del ocaso, teñía el cielo de tonos rojizos y dorados, pero no había tiempo para contemplaciones.
Las cartas de navegación, creadas con una meticulosidad geométrica que rivalizaba con los trabajos de Ptolomeo, estaban extendidas sobre la mesa de madera que crujía con cada ola que azotaba el casco.
Con la precisión de un matemático antiguo, las coordenadas habían sido calculadas usando las más recientes correcciones del astrónomo árabe Al-Farghani, cuyas observaciones sobre la longitud y latitud en la zona habían sido esenciales para su planificación.
La brújula magnética, ese tesoro incalculable arrebatado en las cruzadas y que pocos sabían manejar con eficacia, estaba en las manos firmes del maestre. Su aguja, que parecía danzar bajo la influencia de los polos magnéticos del planeta, marcaba un rumbo claro: poniente absoluto. No había margen para errores. Según sus cálculos, basados en la velocidad promedio de la flota, que era de 4,5 nudos por hora, y considerando una distancia aproximada de 3.200 millas náuticas hasta la misteriosa isla que habían identificado, la llegada se produciría en menos de dos meses. Sin embargo, cada milla recorrida era un riesgo.
La travesía a través del océano atlántico no solo era un desafío físico.
Cada error en los cálculos de la velocidad o en las variaciones de la corriente podría llevarlos a desvíos peligrosos, a un destino incierto en un mar donde las tormentas podían convertirse en enemigos invisibles.
La conversación entre los oficiales, un murmullo constante que apenas se escuchaba sobre el rugir del viento, giraba en torno a la preparación de la flota para las siguientes fases de su travesía.
El maestro cartógrafo, Pierre de Blainville, un hombre de rostro curtido por el sol y las tempestades, comenzó a debatir con el piloto jefe sobre la necesidad de ajustar ligeramente el rumbo, ya que sus observaciones indicaban una leve desalineación con la ruta trazada. La estimación de Beaujeu era firme, pero el temor a una desviación, aunque mínima, era un enemigo que no se podía ignorar.
"Si la corrección es incorrecta", dijo Blainville con voz grave, "Podemos perder hasta diez grados de latitud, lo que nos llevaría, si no actuamos con rapidez, a aguas desconocidas. Estamos cerca de la latitud de las Azores, pero aún no podemos confiar en que el viento nos sea favorable en todo momento".
El Gran Maestre frunció el ceño. "Entonces, ajustaremos la vela principal y daremos más presión al timón. No podemos permitirnos desvíos. Nuestra misión no es solo la supervivencia, sino la estrategia".
El piloto jefe, un hombre curtido que había pasado más tiempo en el mar que en tierra firme, asintió mientras observaba la brújula.
La precisión matemática de los cálculos era lo que les mantenía en curso, pero sabían que la naturaleza era un oponente que nunca se dejaba domar sin lucha.
Las velas se ajustaron y el viento, que por un momento había dado tregua, volvió a enfurecerse, desafiando la ingeniería humana con su poder incontrolable. Sin embargo, el destino estaba sellado: si los cálculos de Alaric y sus hombres eran correctos, cruzarían el océano y alcanzarán tierras aún no mapeadas, desafiando no solo a la corona francesa, sino también a los poderes oscuros que se movían en las sombras de la Europa medieval.
"Dios nos guíe en este desafío impuesto por estos pecadores", murmuró el maestre, mientras con precisión maniobraba su astrolabio de bronce, un instrumento antiguo pero confiable, usado para medir la altura de las estrellas sobre el horizonte. Con cada movimiento, su mano ajustaba la esfera graduada, utilizando el sextante para calcular la latitud con una exactitud que, en ese entonces, solo los mejores navegantes se atrevían a obtener. La estrella más cercana, la polar, estaba justo por encima del horizonte, indicándole que su posición era estable y segura, aunque la travesía aún estaba lejos de su fin.
Desde la popa, el hermano Roger de Montfort se acercó, su rostro marcado por las inclemencias del viento salino, y el peso de sus palabras acentuado por la gravedad de la situación.
"Maestre", comenzó con voz grave, "Los vientos han cambiado levemente hacia el suroeste, y si seguimos este curso, las corrientes oceánicas nos llevarán hacia rutas más complicadas. Si las estimaciones de los cartógrafos musulmanes son correctas, podríamos toparnos con una serie de contracorrientes que, lejos de acelerarnos, alargarán considerablemente la travesía".
El maestre levantó la vista, mirando fijamente el horizonte que se extendía frente a ellos, una extensión interminable de mar que parecía devorar cualquier esperanza de velocidad. Tomó unos momentos antes de responder, evaluando tanto el rumbo como las corrientes. "¿Cuánto tiempo añadiría este desvío? Se supone que tenemos suficiente provisión para un mes, pero . . . si este viento cambia el curso, no podemos quedarnos a merced del azar".
"Si la Corriente del Golfo es tan poderosa como dicen los mapas árabes, podría desviarnos bastante", continuó Roger, ajustando su túnica para mantenerla fuera de la humedad. "Los cálculos me indican que perderíamos hasta quince días si no corregimos nuestra dirección. La corriente arrastra hacia el sur con una velocidad de unos tres nudos, lo que equivale a más de cinco kilómetros por hora, según los cálculos del geógrafo al-Muqaddasi. Esto significaría un retraso considerable para nuestra misión. No es solo cuestión de distancia, sino de tiempo crítico".
El maestre frunció el ceño. Sabía que esos datos, aunque no exactos, provenían de mapas que combinaban tanto la observación astronómica como las complejas observaciones sobre la dinámica de las aguas.
El hermano Roger, con su conocimiento de las corrientes, había aprendido a leer el comportamiento del océano casi con la precisión de un matemático.
De hecho, el cálculo no era tan diferente de la trigonometría esférica que los astrónomos usaban para determinar la distancia de los astros, un principio que le era familiar, pero aplicado a la navegación marítima.
"Necesitamos ajustar el velamen inmediatamente. Si la deriva hacia el sur es tan pronunciada, nuestros planes de llegar a las costas del Levante antes del equinoccio de primavera están en serio peligro", replicó el maestre, levantando su dedo índice hacia el viento que soplaba desde el suroeste. "¿Cómo de exacto es este cambio, hermano?".
"Casi dos grados por hora, si se considera la rotación del viento y las posibles variaciones por la temperatura del aire a gran altitud", dijo Roger, consultando un pergamino antiguo con anotaciones propias. "Si corregimos el rumbo hacia el noroeste, modificando el ángulo del velamen en unos diez grados, podríamos contrarrestar la fuerza de la corriente. La compensación será leve, pero significativa en el largo plazo. Si seguimos sin alterar nuestra trayectoria, el desfase de la posición podría ser más severo que cualquier tormenta".
El maestre asintió, sabiendo que los cálculos de Roger no solo eran precisos sino también esenciales para evitar una tragedia. En ese momento, la matemática no solo era un conjunto de fórmulas abstractas, sino una herramienta de supervivencia, tan vital como las espadas y las armaduras que portaban los hombres a bordo.
"Que se ajusten las velas en cuanto podamos", ordenó el maestre. "El tiempo no espera, y cada momento perdido es un golpe más para nuestro objetivo. La guerra nos aguarda, y no podemos darnos el lujo de retrasarnos más".
Con el sonido del viento en los mástiles y el crujir de las cuerdas del barco, la tripulación comenzó a trabajar, conscientes de que no solo estaban navegando en un océano físico, sino también en las aguas de una misión peligrosa y urgente.
El Gran Maestre asintió lentamente, una ligera mueca de preocupación cruzando su rostro.
En sus ojos se reflejaba el peso de la responsabilidad que llevaba sobre sus hombros.
Cada decisión, cada orden que emitía, era una cuestión de vida o muerte.
Un error podría significar la perdición no solo para él, sino para los 400 hombres que aún quedaban bajo su mando.
Aquellos que quedaban eran una mezcla diversa de caballeros, escuderos y marineros, hombres endurecidos por años de lucha y privaciones, pero también por las cicatrices de una guerra que los había despojado de tierras, hogares y, en muchos casos, esperanza.
Los víveres que tenían a bordo no eran más que una miseria disfrazada de abundancia. Había suficiente salazones, bizcocho seco y agua de barril para mantenerlos con vida, pero los recursos se agotaban rápidamente.
El frágil equilibrio entre el hambre y la supervivencia era, en sí mismo, una batalla diaria.
Sabían que esos víveres no durarían para siempre.
Si no encontraban una solución pronto, la muerte por inanición podría ser tan devastadora como las armas del enemigo.
En su mente, el Gran Maestre visualizaba a sus hombres, soldados sin tierra, perseguidos por su fe, la codicia por el oro y la búsqueda de un nuevo Edén.
Hombres que, en otro tiempo, habían sido guerreros bajo la bandera de la cruz templaria, habían jurado fidelidad a Dios y a la causa, pero ahora, en el exilio, lejos de las tierras que alguna vez habían poseído, se veían obligados a reconsiderar su propósito.
Ya no se inclinaban ante los Reyes de Europa, ni ante los Príncipes, sino ante su propia supervivencia y el sueño de forjar un nuevo destino en tierras lejanas.
Jean de Carcassonne, el matemático que había sido designado cronista de la expedición, se mantenía a un lado, inmerso en los cálculos.
Aunque no era un hombre de guerra, sus habilidades en los números resultaban cruciales para la supervivencia de la flota. Sostenía su ábaco con la destreza de quien no solo había estudiado las artes de la aritmética, sino también los principios más avanzados de la geometría y la astronomía, disciplinas que había aprendido bajo la tutela de los más grandes matemáticos de su tiempo. Mientras el sonido del viento y las olas llenaban el ambiente, Jean se inclinaba sobre una tablilla de cera, con la mirada fija en los símbolos que trazaba.
"Si mantenemos la velocidad constante de 3 nudos, calculando la resistencia de las velas al viento y la fricción de las corrientes, y logramos racionar los suministros en un 10%, podríamos estirar los víveres hasta 75 días sin necesidad de pesca", dijo Jean, su voz era calmada, pero su mente estaba en constante movimiento, como un engranaje. "El ángulo de las velas y la dirección del viento son factores críticos. Según la última observación astronómica, los vientos dominantes en esta región soplan del norte a una velocidad de 15 kilómetros por hora, lo que nos permitiría avanzar sin demasiada resistencia".
El Gran Maestre frunció el ceño, sopesando las palabras de Jean, sabiendo que la ciencia y la matemática de la época, aunque rudimentarias, podían ser sus mejores aliadas en esta lucha por sobrevivir.
"¿Y si los vientos no nos favorecen?". preguntó con firmeza. "¿Si no logramos mantener esa velocidad?".
Jean no vaciló. "En ese caso, deberíamos buscar islas intermedias para reabastecernos. Según los mapas y los registros de navegación, hay varias islas dispersas a lo largo de nuestra ruta, pero debemos tener cuidado. Las distancias entre ellas son considerables y si no encontramos una suficiente fuente de agua o comida en alguna de ellas, los recursos se agotarán rápidamente".
El Gran Maestre asintió, sus ojos reflejando la dureza de las decisiones que debía tomar.
"Entonces, lo que tenemos ante nosotros es una carrera contra el tiempo", murmuró, "Una carrera que no solo depende de nuestras habilidades como guerreros, sino de nuestra capacidad para entender y adaptarnos a las fuerzas que no podemos controlar".
Los hombres en la cubierta estaban tensos, mirando al horizonte. Sabían que la suerte, como siempre, jugaba un papel crucial en la guerra, pero también sabían que la habilidad de leer y entender el mundo que los rodeaba podía ser tan vital como el acero de sus espadas.
"La supervivencia depende de la previsión. Avisemos a los otros barcos, cambiaremos el curso inmediatamente", ordenó Alaric con una firmeza que caló en el aire tenso de la cubierta. Su voz, mezcla de autoridad y preocupación, se alzó sobre el crujir de las velas y el golpeteo constante de las olas.
Los cálculos de navegación se habían hecho previamente, pero los vientos y las corrientes, impredecibles en esta parte del océano, podían arruinar cualquier plan. Los ángulos del viento, medidos a través del compás náutico de 32 puntos, indicaban que el cambio de rumbo era esencial para evitar las aguas desconocidas de la costa. La carta de navegación había sido trazada con precisión matemática, pero los cálculos de la deriva, basados en los principios de la trigonometría y la navegación esférica, dejaban espacio para el peligro.
"El error de nuestra posición es de aproximadamente 3 grados hacia el este, lo que nos coloca a más de 30 millas náuticas de la línea prevista", murmuró a sí mismo mientras sus manos recorrían los mapas, los dedos calculando en su mente.
En ese mismo instante, la noche se desplomó sobre ellos con una majestad terrible, una oscuridad que parecía absorber incluso el más mínimo resplandor.
La Vía Láctea, esa franja deslumbrante de estrellas, se extendía sobre sus cabezas como un manto de misterios inexplorados. Las constelaciones, conocidas solo por los astrónomos y los marineros experimentados, daban la medida precisa del tiempo que había transcurrido. La distancia entre las estrellas, calculada por los matemáticos griegos siglos antes, parecía ahora una guía que Alaric usaba para reforzar la confianza en sus decisiones.
Cada luz en el cielo era un recordatorio del vasto e impredecible universo en el que se movían. En la cubierta, los templarios, hombres de acero y fe, recitaban oraciones en latín, el eco de sus voces vibrando en la niebla nocturna.
A medida que afilaban sus espadas, la reflexión de las hojas cortantes parecía fundirse con las estrellas.
Sus ballestas, ajustadas con precisión, esperaban el momento de acción. Sabían que la guerra no les abandonaba, incluso en las aguas abiertas del océano.
No solo las leyendas árabes sobre las islas lejanas plagadas de salvajes les preocupaban, sino también la presencia de corsarios musulmanes, acechando entre las sombras, buscando presas cristianas.
Las cuentas de rosarios, que caían en sus manos, fueron contadas como si cada una representara una batalla por librar.
De repente, un grito cortó la quietud de la noche.
"¡Luz en el horizonte!". La voz estaba llena de alarma, resonando entre los templarios como un eco profundo. La refracción de la luz, un fenómeno óptico estudiado desde tiempos antiguos por los científicos de la era, jugaba su papel en la percepción de lo que estaba ante ellos. Los ojos de Alaric se estrecharon al observar la tenue luz que se alzaba más allá del horizonte, ajustando su visión como si pudiera calcular la distancia en función de la curvatura de la tierra, considerando el principio de Heliocentrismo ya aceptado por muchos en Europa, pero aún difícil de asimilar para todos los marineros.
Alaric sintió que su pecho se oprimía, una sensación que no era solo física, sino una carga emocional.
Si era tierra, si los cálculos eran correctos y aquello era una isla prometida, la travesía habría valido la pena, sin importar los sacrificios hechos en el camino.
Pero si eran velas hostiles, la batalla sería inevitable.
La matemática de las probabilidades de un encuentro, que habían calculado junto con su oficial de navegación, apuntaba a un 35% de posibilidad de encontrar enemigos, según las rutas comerciales conocidas y los informes sobre la piratería en la zona.
El silencio de la tripulación solo se rompía por el susurro del viento y el crujir de las maderas bajo sus pies.
El destino de los últimos templarios, los caballeros que no solo luchaban por la fe, sino por su supervivencia, estaba por revelarse.
La estrategia de batalla, basada en el uso de la artillería naval y las formaciones de combate cercanas, ya había sido discutida en privado. El uso de las velas latinas para maniobrar a gran velocidad, combinadas con el uso de cañones de 12 libras, podía ser su única ventaja contra un número superior de enemigos.
'La balística será clave'. pensó Alaric, recordando las fórmulas de cálculo de trayectoria que los ingenieros navales aplicaban en sus diseños.
La tensión entre la muerte y la gloria se definía en ese momento, y el viento comenzaba a soplar con mayor fuerza, como si el océano mismo presagiara lo que estaba por ocurrir.
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