Capítulo 2

La travesía de los Templarios había comenzado con el viento, el agua y la inmensidad del océano como sus enemigos más temibles.

El horizonte se extendía ante ellos, una vasta extensión azul que se difuminaba en el infinito, un desafío matemáticamente interminable.

Para comprender la magnitud de su travesía, era necesario visualizar la distancia que separaba sus destinos: el Atlántico Norte, con sus aguas traicioneras, sus olas de 5 a 10 metros de altura, y el viento, siempre variable, siempre impredecible.

En términos físicos, cada barco debía enfrentar un constante cambio de presión atmosférica debido a los vientos alisios que empujaban desde el este, un fenómeno descrito en los escritos de Eratóstenes y más tarde perfeccionado por astrónomos como Tycho Brahe, cuyos cálculos de las órbitas planetarias servían de guía para los navegantes. Sin embargo, en aquel momento, los templarios se guiaban más por la experiencia de los viejos marineros que por los mapas astronómicos, que se basaban en las coordenadas dadas por las estrellas.

Mientras sus barcos surcaban el Atlántico, sus tripulantes, unos más viejos que otros, mantenían la esperanza a duras penas. El océano, en su vastedad, era un enemigo sin rostro, pero conocido.

La navegación se basaba en principios sencillos, pero fundamentales. Los ángulos de las estrellas sobre el horizonte, calculados mediante trigonometría rudimentaria, indicaban la latitud, mientras que la distancia al norte o al sur de la línea ecuatorial se determinaba con la precisión de un compás de latitud, a menudo compuesto de una simple cuerda atada a una barra que marcaba las horas.

Era un cálculo constante, que requería de paciencia, precisión y fe. Sin embargo, la incertidumbre nunca los dejaba, como un fantasma que acechaba desde las sombras del horizonte.

A medida que la luz del sol menguaba en el horizonte, las tres naves templarias —la Santa Helena, la Guardiana de la Cruz y la Estrella del Temple— seguían la senda trazada por las estrellas, esas mismas que habían servido de guía a los marineros fenicios en tiempos inmemoriales.

Bajo la dirección del capitán Hugues de Payens, cuya mente estaba agudizada por años de estudios en las artes matemáticas y astronómicas, las velas de las embarcaciones se desplegaban con una precisión casi científica.

La fórmula de la resistencia del viento contra las velas, derivada de las antiguas ecuaciones de Bernoulli sobre la dinámica de fluidos, se utilizaba con meticulosidad para calcular la mejor inclinación de las velas al viento.

Cada movimiento era una danza entre el hombre y la naturaleza, donde los templarios ponían en práctica la ciencia de su tiempo, combinada con la fe que los guiaba.

Sin embargo, el aire cargado de incertidumbre se hacía más denso con cada ola que quebraba contra sus cascos.

En ese instante, el capitán se acercó al puesto de mando, donde un joven navegador templario, apenas de dieciséis años, le entregó un cálculo basado en la cinemática de las olas.

"Las olas siguen una fórmula, mi señor", dijo el joven con voz temblorosa. "Si consideramos la frecuencia y la amplitud de las olas. Los valores actuales indican que en las últimas dos horas, las olas han alcanzado una altura de 7,6 metros, lo cual es un fenómeno natural poco común en esta región".

El capitán lo miró fijamente. "Bien, joven. La ciencia nos dice una cosa, pero lo que importa aquí es el espíritu templario. La fe no se mide en ecuaciones, sino en la capacidad de resistir lo imposible. Sigamos adelante".

A lo lejos, la Estrella del Temple, con su símbolo resplandeciente en la vela principal, parecía desvanecerse en la niebla, una visión distante que de algún modo daba esperanza a los navegantes.

Mientras tanto, en la Santa Helena, los oficiales se reunían alrededor de una mesa, donde las cartas de navegación eran trazadas a mano con un ritmo disciplinado, calculando las coordenadas a través de técnicas geométricas empleadas por los astrónomos árabes y los sabios de la antigüedad.

De acuerdo con los cálculos del astrónomo templario, la travesía alcanzaría un punto crítico en las próximas 72 horas.

La distancia calculada al próximo puerto aún estaba lejos, y la cuenta atrás parecía como una bomba de relojería en su mente. 

Con cada ola que golpeaba, con cada viento que azotaba, la batalla más importante no era la que libraban contra el océano, sino contra la desesperanza que amenazaba con romperlos desde dentro. Y, mientras tanto, las estrellas seguían iluminando su camino, esa guía inmutable en un mundo lleno de incertidumbre.

El Gran Maestre, con su semblante grave, observaba las olas mientras pensaba en lo que les aguardaba.

El viento, implacable y cortante, le azotaba el rostro con la dureza de la travesía, como si quisiera recordarle que aún no habían llegado al final de su viaje.

Cada ola que chocaba contra el casco de su barco parecía una llamada de advertencia, una señal de lo incierto y lo impredecible que se encontraba más allá del horizonte.

¿Estaban acercándose a las costas conocidas?

No. No era posible. Las cartas de navegación, las más precisas disponibles, con sus cálculos exactos, indicaban lo contrario. A pesar de la rotundidad de las cifras, la verdad parecía escaparse, deslizándose como agua entre los dedos de los hombres que confiaban en ellas.

Lo que buscaban no era la costa mediterránea ni las aguas familiares de Europa.

Habían surcado ya miles de millas, dejando atrás la calma de la vida en la tierra conocida.

El mapa, trazado con la habilidad minuciosa de los cartógrafos medievales, que empleaban cálculos trigonométricos y astrológicos avanzados para delinear el mundo, indicaba un lugar desconocido, un lugar que desafiaba la lógica y los límites del conocimiento.

Este hecho, aunque excitante en su misterio, sembraba la duda entre los miembros de la tripulación, cuya fe en la ciencia y la geografía comenzaba a flaquear.

¿Era Europa lo que veían ante sus ojos, o una tierra realmente desconocida, más allá de todo lo que el hombre había explorado hasta el momento?

Jean de Carcassonne, el matemático y cronista oficial del viaje, observaba las estrellas con una mezcla de duda y fascinación.

Había sido asignado para registrar todos los aspectos de la travesía, con la esperanza de que sus cálculos pudieran guiar a la tripulación con precisión.

Jean había estudiado las obras de los antiguos, desde los astrónomos árabes como Al-Battani hasta los más cercanos matemáticos europeos como Fibonacci, cuyos estudios sobre las proporciones y las secuencias numéricas eran la base de muchos de los cálculos que realizaba. Sin embargo, la magnitud de lo que enfrentaban desbordaba su lógica habitual. Las distancias, las corrientes, la velocidad del viento y, sobre todo, los números, que en principio parecían claros, ahora se presentaban de manera desconcertante.

El principio de proporcionalidad, tan confiable en los cálculos terrestres, parecía no seguir las mismas reglas en este mar salvaje y desconocido.

Cada cálculo, que en principio parecía exacto, se encontraba con la complejidad de un mar que no seguía las reglas que los hombres de ciencia estaban acostumbrados a respetar.

La trigonometría, la cual Jean había estudiado con detenimiento y que le permitía medir ángulos entre las estrellas para determinar la latitud, no servía de nada aquí. El horizonte, en lugar de ser un simple ángulo geométrico de 90 grados respecto al observador, se curva de manera que contradecía los estudios de los griegos y latinos. Jean, al igual que sus compañeros, se encontraba ante una paradoja científica.

Las coordenadas que había calculado antes de zarpar, basadas en las observaciones astronómicas de las constelaciones y los movimientos de los cuerpos celestes, no coincidían con las referencias del océano que tenían ante sí. El cálculo de las distancias, hecho con base en el método de la triangulación, indicaba un desajuste que ni siquiera la tabla de Ptolomeo podía explicar.

Los mapas, creados por los más destacados geógrafos y matemáticos, basados en las observaciones de astrolabios y cuadrantes, indicaban una progresión coherente hasta cierto punto, pero a medida que el barco se alejaba de las costas conocidas, los cálculos comenzaban a mostrar anomalías. Los vientos, que antes podían preverse según las cartas de navegación y las estaciones del año, ahora se comportaban de forma errática. Las corrientes, que Jean había esperado que siguieran los patrones de las corrientes del Atlántico, fluctuaban con una rapidez y una intensidad que desbordaban cualquier cálculo previo. La velocidad del viento, que se había calculado usando la fórmula de la velocidad en función de la presión atmosférica, ahora fluctuaba sin razón aparente.

En la cubierta, los hombres murmuran, nerviosos, mientras que los matemáticos, con la mente puesta en los números, observan las estrellas y calculan sin descanso, buscando respuestas que parecen escaparse entre las sombras del vasto océano.

"¿Cómo puede ser que todo lo que sabemos, todo lo que hemos aprendido, ya no funcione?". se pregunta Jean en voz baja, mientras ajusta su compás de navegación, un instrumento que había sido perfeccionado por siglos de experimentación. La lógica parecía haberse desvanecido, y el mar, en su inmensidad y misterio, les desafiaba.

"Gran Maestre", dijo Jean, mientras se acercaba con paso firme, "Los cálculos que hice anoche indican que estamos mucho más lejos de Europa de lo que pensábamos. Las cartas de navegación nos sitúan a más de 300 millas de la última costa que conocemos. Algo no cuadra". El Gran Maestre levantó la vista, y por un momento, la dureza de su rostro se suavizó, pero su mirada seguía fija en el horizonte, como si buscara respuestas en las olas.

"Lo sé, Jean. Lo sé", respondió Alaric, su voz baja pero firme. "Y es precisamente eso lo que nos lleva a preguntarnos: ¿Qué nos aguarda en esa tierra desconocida? ¿Está este mar desafiando todo lo que sabemos, o hay algo más grande en juego aquí?".

El silencio que siguió fue pesado, cargado de una tensión palpable. La tripulación, temerosa de lo que podría estar por venir, seguía trabajando sin cesar, pero el miedo comenzaba a cundir. Las matemáticas, que antes habían sido la clave para navegar y conquistar lo desconocido, ahora parecían no tener poder sobre este mar que desbordaba todos los límites del conocimiento humano. El viaje hacia lo desconocido, lejos de Europa y de sus certezas, acababa de comenzar. Y nadie sabía qué sería lo siguiente.

"Si la corriente varía como los mapas lo sugieren", murmuró Jean, su voz tan baja que apenas fue escuchada entre el ruido del viento y el crujir de las maderas, "Nuestro viaje podría alargarse significativamente. No solo la magnitud de la distancia, sino la naturaleza misma de nuestra travesía podría cambiar. Los cálculos que hemos realizado, basados en las observaciones de las estrellas y las mediciones de las corrientes, sugieren que la variabilidad en la dirección de las mareas podría alterar nuestra ruta de forma impredecible. La precisión de nuestros cálculos dependerá, no solo de nuestra habilidad para leer las estrellas, sino también del comportamiento errático de este océano. Y no olvidemos los fenómenos que todavía no comprendemos... las corrientes del mar, aquellas invisibles, que los astrónomos y matemáticos aún luchan por modelar con la precisión necesaria".

A medida que sus palabras flotaban en el aire, el resto de los matemáticos presentes asintió con la cabeza, algunos frunciendo el ceño, mientras otros miraban las tablas y cartas esparcidas sobre la mesa. Jean estaba hablando de la navegación esférica, el arte y la ciencia de determinar la posición en el mar mediante observaciones astronómicas, que para su tiempo, era una disciplina naciente pero precisa.

En el siglo XIII, los métodos de observación aún dependían de una mezcla de matemáticas rudimentarias y teorías astronómicas experimentales. A pesar de los avances en trigonometría, como las fórmulas de Ptolomeo o las tablas astronómicas de Al-Battani, la realidad era que el océano permanecía, en muchos aspectos, un territorio sin mapas precisos.

"La Ley de los Senos aplicable a la navegación podría ser nuestra única aliada", continuó Jean, señalando una hoja con diagramas de esferas celestes. "Según el modelo esférico de la Tierra, y si nuestros cálculos de latitud son correctos, podemos prever que nuestra ruta debería alinearse con los valores de las estrellas del Zodiaco, pero las desviaciones inesperadas pueden ocurrir debido a las corrientes del aire y los vientos alisios que, aunque conocidos, siguen siendo impredecibles en algunas latitudes".

Los demás matemáticos escucharon atentamente, con la mente absorbiendo las implicaciones de aquellas palabras. Sabían que su supervivencia dependía tanto de la matemática como de la fe en sus destinos. A pesar de la meticulosidad con la que habían elaborado sus teorías, nada podía garantizar que la naturaleza fuera tan predecible como los números sobre el papel. La incertidumbre del viaje, tanto en su duración como en sus resultados, era un riesgo inherente. Jean, quien había dedicado años de su vida a la observación de las estrellas y los movimientos del sol, sentía una cierta inquietud al pensar que, incluso con su habilidad para leer las constelaciones, el océano podría jugar con ellos de formas que la ciencia aún no podía entender.

En la cubierta, los soldados, compuestos por hombres y mujeres, se preparaban para lo que parecía ser el comienzo de una aventura tan aterradora como mística.

El sonido del viento en las velas y el ruido constante del mar parecían enmarcar la sensación de incertidumbre que se apoderaba de todos a bordo.

Algunos soldados, de aspecto curtido por las batallas pasadas, con la mirada fija en el horizonte, no podían dejar de pensar en la lejanía de su patria, en la cruzada que, aunque la esperanza les impulsaba, también cargaba con el peso de la tragedia.

Para muchos de ellos, la cruzada no era solo una cuestión de fe, sino también de supervivencia.

Era la única oportunidad que quedaba para salir de la penumbra de la persecución que azotaba a los templarios y otros órdenes, exiliados y forzados a navegar hacia lo desconocido.

Otros sentían la emoción de explorar tierras desconocidas, como una nueva cruzada, pero hacia un futuro incierto.

Las historias de tierras más allá del horizonte, de océanos misteriosos que desafían a las ciencias y de pueblos desconocidos, alimentaban tanto su miedo como su curiosidad.

Entre ellos, se podía escuchar el murmullo de conversaciones, de historias contadas a medias y de voces que buscaban consuelo en la camaradería.

Los más veteranos bromeaban sobre las tierras que les aguardaban, aunque las bromas se veían empañadas por un tono de melancolía. Sabían que, en esta expedición, la muerte no era una opción, sino una compañera constante.

Los más jóvenes, nerviosos, trataban de aferrarse a la idea de que esta misión no sería como las otras, que la victoria los llevaría más allá de las fronteras conocidas, pero los murmullos de incertidumbre se percibían en cada rincón de la nave.

"¿Habrá aquí más que selvas y tierras desoladas?", preguntó un soldado, mirando al mar, su rostro marcado por la duda. "¿Y si lo que encontramos no es lo que esperamos? ¿Qué pasa si las estrellas nos engañan y este océano nos consume?".

Una mujer, veterana de las batallas en tierra firme, se acercó al joven soldado, y con una risa baja que resonó como un eco de viejas victorias, respondió:

"Lo que sea que encontremos, lo enfrentaremos como siempre lo hemos hecho, con valor y fe en nuestra misión. No nos dejaron aquí para buscar respuestas, sino para forjar un nuevo destino. A veces, los mapas no contienen todo lo que necesitamos saber . . . lo que nos espera no será solo una extensión de lo conocido, sino un nuevo capítulo que debemos escribir con nuestras acciones".

La mujer, que había visto más que su parte de batallas, miró al horizonte, donde las nubes negras comenzaban a agolparse, como si la tormenta fuera a anticipar lo que estaba por venir. En ese momento, la certeza matemática de Jean y la fe en el destino de los soldados parecían unirse en una danza tensa, como si los números de las estrellas, las corrientes del mar y la valentía de los hombres y mujeres a bordo fueran las claves de una historia aún por escribir.

. . .

La Santa Helena avanzaba con la majestuosidad que solo una nave bien construida podría ostentar. Desde lo lejos, su silueta era un símbolo de resistencia ante las adversidades del mar, una sombra que se deslizaba sobre las aguas como si desafiara al océano mismo.

La gran vela, ajustada con precisión, ondeaba al ritmo del viento, un viento que parecía cobrar vida propia al golpear la tela robusta de la nave.

Los marineros, curtidos por años de experiencia, luchaban contra las fuerzas de la naturaleza con un brío admirable. Algunos subían a los mástiles, ajustando las velas, mientras otros, en la cubierta principal, maniobraban los timones con destreza, tomando decisiones rápidas, como si cada movimiento dependiera del curso de la historia misma.

En la parte superior del castillo de la nave, los matemáticos y cartógrafos, con sus rostros tensos, seguían observando las estrellas a través de los astrolabios y los cuadrantes, herramientas de precisión que reflejaban los avances de la ciencia náutica de la época.

A pesar de las sombras que se alargaban sobre el océano, no se detenían.

El cielo estrellado era su mapa, un lienzo eterno que conectaba la antigua Grecia con las últimas innovaciones matemáticas del Renacimiento.

Los astros les hablaban en números, en ángulos y distancias que solo ellos podían entender. Con cada observación, los cartógrafos calculaban las latitudes y longitudes, utilizando una trigonometría precisa que daba cuenta de los avances de Arquímedes y, más recientemente, de los estudios de astronomía de Copérnico.

Sus cálculos, basados en la teoría de las esferas celestes, parecían guiar la nave más allá de lo terrenal, hacia un destino que no solo dependía de la navegación, sino de la lucha por comprender las fuerzas que los rodeaban.

"El viento no es solo una fuerza natural, es también un fenómeno matemático", había dicho uno de los matemáticos, mientras trazaba líneas sobre un pergamino, uniendo puntos de referencia en las cartas náuticas con precisión. "Si logramos entender sus patrones, podemos anticiparnos a él, al igual que lo hacemos con las estrellas".

Mientras tanto, la noche avanzaba. El sol desapareció por completo tras el horizonte, dejando un manto de oscuridad que parecía envolver todo.

El último rayo de luz se desvaneció tras las olas, pero el brillo plateado de la luna iluminaba las aguas de forma etérea, como si el propio satélite estuviera observando su travesía. Los templarios, aunque agotados, no flaqueaban. Sabían que su misión no solo dependía de la fuerza física para resistir las inclemencias del clima, sino también del conocimiento.

Los mapas sobre la mesa del Gran Maestre se extendían como un tapiz de secretos.

La tierra desconocida que buscaban no era solo un punto en el espacio, sino un enigma, un misterio que desafiaba la lógica y la razón.

"Las cartas no mienten", murmuró el Gran Maestre, trazando una línea en el mapa con el dedo,

"Pero los números tampoco lo hacen. Este viaje no ha hecho más que comenzar, y lo que encontramos al final cambiará la historia del mundo. Sabemos que el equilibrio de las fuerzas del universo puede estar aquí, en estas aguas". Sus palabras resonaron con la misma gravedad con que pronunció la fórmula geométrica que ahora guardaba en su mente, una ecuación que había estudiado durante años, cuyo resultado podría ser la clave para desentrañar el misterio que los templarios perseguían.

Uno de los cartógrafos, un joven de aspecto grave, se acercó al Gran Maestre y, sin decir palabra, colocó una carta sobre la mesa. Era un mapa antiguo, desbordante de símbolos y fórmulas matemáticas que, en su complejidad, solo podían haber sido trazados por aquellos que dominaban la ciencia de la época. La geometría del mapa indicaba una relación que no era solo terrenal, sino cósmica, como si el viaje que emprendían tuviera una conexión directa con el cosmos mismo. "La proporción áurea", susurró el cartógrafo, señalando los ángulos precisos del mapa. "Es la clave".

El Gran Maestre, con la mirada fija en el horizonte nocturno, reflexionó profundamente. "El destino que buscamos no será alcanzado por el azar, sino por la razón y la ciencia". 

- - - - - - - - - - -

N/A: Pueden encontrar más historias como esta en mi patreon patreon.com/Nasu954