David cerró su manga con un suspiro largo, de esos que anuncian terremotos emocionales o el fin de una era.Se puso de pie, los ojos dorados serios como un eclipse, y habló sin rodeos, sin vueltas, como quien lanza una shuriken directa al corazón:
—A partir de mañana, Elizabeth y Yuki ya no vendrán más.
Aiko parpadeó.
Melissa frunció el ceño.
—¿Qué querés decir con eso? —preguntó Aiko, con la misma sospecha con la que una princesa notaría que su castillo no tiene wifi.
—Ustedes dos —continuó David, sin darle espacio al drama innecesario— se encargarán de los quehaceres de la casa. Limpiar. Lavar. Cocinar. Mantener esto en orden. Estamos de vacaciones de invierno y no quiero holgazanas rondando sin rumbo por acá.
Melissa abrió la boca para protestar, pero David levantó una mano. Autoridad absoluta.
—Yo, mientras tanto, buscaré un trabajo de medio tiempo. No planeo estar todo el día encerrado, y prefiero hacer algo útil. Así que ustedes... a ponerse las pilas. Tienen toda una casa que demostrar que saben cuidar.
Aiko cruzó los brazos, claramente picada en el orgullo.
—¿Nos estás poniendo a prueba?
—No —respondió David, con calma letal—. Estoy confiando en que pueden. Pero si no pueden... el abuelo vuelve.
Silencio.
Melissa tragó saliva.
Aiko bajó la mirada un segundo.—Está bien —dijo, sin adornos.—Aceptado —agregó Melissa, un poco más tensa, pero sin quebrarse.
David asintió, satisfecho, y volvió a su manga.
Mientras él leía, las chicas se miraron.No se soportaban... pero el enemigo común tenía nombre: el abuelo.
Y ninguna estaba lista para ese nivel de infierno matutino.