SINGLER
El Tesoro Prohibido
SAGA II
ALBERTO ERAZO
VERSIÓN ESPAÑOL
© 2025 ALBERTO ERAZO
Todos los derechos reservados
Primera edición publicada en 2025
Prohibida la reproducción total o parcial
de esta obra sin la autorización expresa
del autor.
Obra protegida por las leyes de derechos de autor.
“Toda historia tiene un comienzo…
pero no todas empiezan en el momento en que son contadas.
Algunos nombres han sido olvidados,
algunos destinos ya fueron escritos,
y algunos secretos nunca deberían ser revelados.
Pero el pasado siempre encuentra la forma de regresar.
Y esta vez, el futuro ya ha comenzado.”
— Alberto Erazo
Capitulo 1: El Principe sin Corona
I
El amanecer bañaba la ciudad de Drakestone con un resplandor dorado. El aire traía un aroma familiar, como pan recién horneado, y las calles empedradas parecían brillar bajo la luz matinal.
A lo lejos, el lago Passalune se extendía como un espejo inmenso, reflejando los tonos cálidos del cielo. Sus aguas abrazaban la ciudad, conectando los distintos barrios con su inmensidad.
En una casa modesta, en una calle angosta donde las fachadas de ladrillo se desdibujaban con la brisa, un niño jugaba en el suelo con un avión de madera.
No era cualquier juguete. Sus alas estaban talladas con precisión, su fuselaje azul desvaído mostraba cicatrices de muchas aventuras imaginarias, y aunque las hélices ya no giraban, seguía siendo su tesoro más preciado.
—¡Mamá! —exclamó el niño, elevando el avión sobre su cabeza—. ¡Está volando sobre el agua y las nubes!
Desde la cocina, Rachell giró con una sonrisa mientras colocaba los platos en la mesa.
—¿Sobre el agua? —preguntó con dulzura—. ¿Será que tu avión vuela sobre el lago Passalune?
El niño se detuvo un instante, como si realmente pudiera ver el lago en su mente, y luego asintió con entusiasmo.
—¡Sí! Y va tan rápido que puede volver antes de que se acabe el día.
Rachell rió suavemente mientras se acercaba.
—Ven aquí, tesoro. Es hora de desayunar.
El niño corrió a la mesa, dejando su avión sobre la madera antes de subirse a su asiento. Mientras mordía su tostada, sus ojos claros brillaban con curiosidad.
Rachell lo miró con ternura, pasando suavemente los dedos por su cabello despeinado.
—¿Te he contado alguna vez la historia de Albert Singler?
El niño negó con la cabeza sin dejar de masticar.
—Albert Singler —comenzó Rachell, entrelazando las manos frente a ella— nació en un lugar muy parecido a este. No era un príncipe ni un noble, ni siquiera un hombre con riquezas. Era un granjero. Tenía solo sus manos y sus sueños, pero trabajó sin descanso. Decía que la gente no debía ser definida por dónde nacía, sino por lo que estaba dispuesta a construir.
El niño apoyó la barbilla en sus manitas, completamente absorto.
—¿Y qué hizo?
—No solo lo logró, sino que cambió el mundo. Construyó un imperio, pero nunca olvidó sus raíces. Su mayor creación fue un colegio, pero no uno cualquiera… es el colegio al que van los niños de familias ricas. Allí estudian para convertirse en personas importantes.
Hizo una pausa, inclinándose un poco hacia su hijo.
—Dicen que antes de ser un colegio… era un castillo antiguo.
Los ojos del niño se iluminaron con asombro.
—¿Un castillo?
Rachell asintió, divertida con su reacción.
—Sí. Muy, muy viejo. Dicen que tenía torres altísimas y que desde allí se podía ver todo el lago.
El niño frunció el ceño, sopesando sus palabras.
—¿Y yo puedo ir?
Rachell le revolvió el cabello con cariño.
—Eso depende de ti, mi cielo. Es un colegio muy caro, pero si estudias mucho, tal vez puedas entrar algún día.
El niño tomó su avión de madera con renovado entusiasmo.
—¡Voy a volar con mi avión al colegio! Y luego haré uno en cada isla para que todos los niños puedan ir.
Rachell sonrió, pero en su mirada se reflejaba un deseo más profundo.
—Si alguien puede hacerlo, eres tú.
El niño hizo volar su avión sobre la mesa, pero esta vez se detuvo, observando a su madre con la curiosidad inocente de un niño pequeño.
—Mamá, ¿y él también tenía un avión?
Rachell sonrió ante la pregunta y miró por la ventana, hacia el cielo teñido de dorado.
—No lo sé… pero dicen que una noche desapareció y nunca regresó.
El niño continuó jugando con su avión sin darle mayor importancia, pero las palabras quedaron flotando en el aire, como una historia sin final.
Rachell lo observó en silencio, como si por un instante su rostro reflejara algo más que nostalgia.
—Tal vez. Pero ahora termina tu desayuno. El parque nos espera.
El niño se levantó con su avión en la mano, pero mientras salían de la casa, algo en la luz de la mañana parecía distinto.
Antes de cerrar la puerta, Rachell miró el avión de madera, olvidado sobre la mesa.
Por alguna razón, sintió que aquel pequeño juguete tenía un destino mucho más grande del que parecía.
II
Las calles de Drakestone eran un reflejo de la vida misma: movimiento constante, voces entremezcladas, el sonido de pasos sobre el pavimento gastado. Desde la distancia, el lago Passalune se extendía más allá de los edificios, su inmensidad rodeando la ciudad como un guardián silencioso.
Rachell y su hijo caminaban tomados de la mano, avanzando entre la multitud. El niño seguía jugando con su avión de madera, deslizándolo por el aire como si realmente surcara los cielos.
—Mamá, ¿los barcos también pueden volar? —preguntó de repente, señalando un pequeño barco que se movía sobre el agua en la distancia.
Rachell sonrió ante la lógica infantil.
—No, cielo. Los barcos navegan, los aviones vuelan. Cada uno tiene su camino.
El niño frunció los labios, pensativo.
—Tal vez mi avión pueda hacer las dos cosas.
Ella rió suavemente y revolvió su cabello con ternura.
—Si alguien puede hacer que eso pase, eres tú.
El niño asintió, satisfecho con la respuesta. Para él, el mundo aún estaba lleno de posibilidades.
Cuando llegaron a la entrada del parque, una carcajada fuerte y vibrante la sacó de sus pensamientos.
Marianne Okoro estaba allí.
Cargaba su gran cesta de ropa sobre la cadera, su porte fuerte y decidido imponía respeto sin necesidad de palabras. Sus tres hijos varones correteaban alrededor, sus risas resonando en el aire.
—¡Pero miren quién llegó! —exclamó Marianne con su tono enérgico.
El niño de Rachell soltó la mano de su madre y corrió hacia los hijos de Marianne, sosteniendo su avión en alto.
—¡Miren! ¡Este avión puede volar hasta el lago y volver en un segundo!
Los niños se acercaron de inmediato, fascinados.
—¿Podemos probarlo? —preguntó el mayor.
El niño dudó un instante antes de extender el avión con orgullo.
—Sí, pero tengan cuidado. Este avión tiene una luz mágica aquí —señaló la parte delantera—. Así nunca se pierde, incluso si vuela en la oscuridad.
Los niños lo tomaron con entusiasmo y empezaron a turnarse para lanzarlo al aire.
Marianne dejó su cesta en el suelo con un suspiro de alivio y se sentó en un banco.
—Ese niño tuyo tiene buen corazón —comentó mientras se acomodaba.
Rachell se sentó junto a ella, sacando del bolso un trozo de tela y unas pequeñas pinzas de coser.
—Eso dicen. Aunque espero que la vida no le quite eso con el tiempo.
Marianne la miró de reojo.
—Eso depende de ti. Los niños son como el barro: la vida los moldea, pero lo que les enseñas es lo que los sostiene.
Rachell dejó escapar un suspiro, concentrándose en su costura.
—Ojalá fuera tan fácil.
—¿Fácil? —soltó Marianne con una carcajada—. Mujer, nada en esta vida es fácil.
Rachell levantó la mirada, observando a los niños.
—Al menos tú tienes a alguien que te ayuda. Yo tengo que hacerlo todo sola.
—Sí, bueno, a veces tener un esposo no significa tener ayuda. —Marianne chasqueó la lengua—. Ya sabes cómo son algunos hombres. Dicen que el hogar es el lugar de la mujer, pero cuando falta el pan en la mesa, ni una pared nos puede sostener.
Rachell asintió con una sonrisa amarga.
—¿Y cómo haces para que no te pese tanto?
Marianne alzó la barbilla con orgullo.
—Yo aprovecho lo que la vida me da. Si no me dieron educación, pues la busco sola.
Rachell la miró con curiosidad.
—¿A qué te refieres?
—Aprendí francés por mi cuenta —dijo con naturalidad—. No fui a la escuela más allá de lo básico, pero cuando tuve la oportunidad de aprender algo, lo hice. Escuchando, preguntando, imitando.
Rachell parpadeó, sorprendida.
—¿Tú sola?
—¿Y quién más lo haría por mí? —se encogió de hombros—. Pero dime tú, que siempre tienes la nariz metida en un libro, ¿qué has aprendido últimamente?
Rachell dejó la costura en su regazo y sonrió con cierta timidez.
—Leer es más un escape que otra cosa.
Marianne resopló.
—Pues deberías hacer que te sirva para algo. La cabeza bien llena no llena el estómago.
Rachell bajó la mirada. Nunca lo había visto de esa manera.
Marianne la observó con una media sonrisa y luego le dio un suave codazo.
—Mujer, no me mires así. Solo digo que, con lo lista que eres, podrías hacer algo más que coser.
Rachell arqueó una ceja.
—¿Y qué hay de ti? ¿Cuándo aprenderás a coser?
Marianne se echó a reír.
—Toqué un punto débil, ¿eh?
—Tal vez. Pero tienes razón en algo: nunca es tarde para aprender.
Marianne le guiñó un ojo.
—Eso me gusta.
Los niños seguían riendo y corriendo con el avión, su mundo aún intacto de preocupaciones.
Marianne los observó con ternura.
—A veces, los niños entienden mejor la vida que los adultos.
Rachell miró a su hijo. Él aún no veía las barreras que el mundo ponía entre las personas.
“Ojalá pudiera dejarlo ser niño un poco más…” pensó, mientras seguía cosiendo, con la luz del sol brillando sobre sus manos.
III
El sol de la tarde teñía el cielo de tonos dorados mientras la suave brisa mecía las hojas del Parque Central de Drakestone. Rachell seguía sentada en el banco, con la aguja en mano, terminando un pequeño remiendo en una tela mientras Marianne a su lado observaba a los niños con una sonrisa tranquila.
Los gritos de emoción y risas resonaban en el área de juegos, donde su hijo seguía compartiendo su avión de madera con los niños de Marianne. Para ellos, no había diferencias. Solo estaban creando historias, imaginando que volaban sobre el lago o exploraban tierras desconocidas.
—Míralos —comentó Marianne, cruzándose de brazos con satisfacción—. No les importa de dónde vienen, qué tienen o qué no tienen. Para ellos, todos son iguales.
Rachell asintió con una sonrisa ligera en los labios.
—Son felices con tan poco… y a veces me recuerdan todo lo que de verdad importa.
Marianne suspiró, con un tono reflexivo.
Entonces, un movimiento en el sendero de gravilla captó la atención de ambas. Una mujer alta y elegante, con un abrigo blanco inmaculado, caminaba con porte sereno hacia el área de juegos. A su lado, un niño de cabello oscuro y pulcra vestimenta la sujetaba de la mano, aunque apenas pisaron la zona de arena, soltó a su madre y corrió emocionado hacia el grupo de niños.
—Esa es Eleanor Duval —susurró Marianne con un silbido bajo, inclinándose levemente hacia Rachell—. Si la riqueza tuviera un rostro en esta ciudad, sería el de esa mujer.
Rachell la reconoció de inmediato. Dueña de “Maison Duval”, la firma de moda más prestigiosa de Drakestone, famosa por sus diseños exclusivos para la élite de la ciudad. Sus tiendas eran sinónimo de lujo, y sus creaciones aparecían en los eventos más importantes de la región.
Marianne soltó una risa baja.
—Bueno, supongo que el dinero no impide que los niños quieran jugar en el mismo parque que los nuestros.
Eleanor se acercó con paso seguro y, al notar a Rachell, su expresión se iluminó con una sonrisa genuina.
—Rachell, qué coincidencia encontrarte aquí —saludó, con esa voz refinada pero cálida.
Rachell, sorprendida, dejó la costura en su regazo y se levantó de inmediato.
—Señora Duval, qué placer verla —respondió con educación.
Eleanor miró al grupo de niños. Su hijo ya estaba totalmente integrado en el juego, corriendo con el avión de madera como si siempre hubiera estado allí.
—Los niños tienen esa facilidad de hacer amigos sin pensarlo dos veces —comentó Eleanor con una leve risa—. Me pregunto en qué estarán pensando ahora.
Marianne, sin perder la oportunidad, respondió con tono divertido:
—Probablemente que ese avión es una nave mágica y que están explorando el fin del mundo.
Las tres mujeres observaron la escena con fascinación. A pesar de venir de mundos tan distintos, los niños jugaban sin reservas.
Eleanor volvió a mirar a Rachell con atención y, tras un momento de silencio, dijo con un tono más serio pero amable:
—Por cierto, quería hablar contigo sobre tu trabajo.
Rachell parpadeó, sorprendida.
—¿Mi trabajo?
—Sí. —Eleanor cruzó los brazos con elegancia—. Hace algunos meses, arreglaste un vestido para una de mis amigas. Le aseguro que no hay día en que no me hable de lo bien que quedó. Incluso dijo que parecía una pieza de alta costura después de tu trabajo.
Marianne le dio un codazo discreto a Rachell, con una sonrisa traviesa.
—¿Ves? Te lo dije.
Rachell sintió una mezcla de emoción y nerviosismo.
—Me alegra mucho escuchar eso, señora Duval. Intento hacer mi trabajo con el mayor cuidado posible.
Eleanor sonrió con aprobación.
—Y se nota. Por eso, quiero hacerte una propuesta. Estoy buscando a alguien que trabaje conmigo en Maison Duval. No solo para ajustes, sino para confeccionar algunas piezas exclusivas.
Rachell sintió que su corazón se aceleraba.
—¿Trabajar con usted?
Eleanor asintió.
—Sería un sueldo fijo y, si las cosas salen bien, podríamos hablar de algo a largo plazo. Tienes talento, Rachell, y no debería desperdiciarse.
El mundo de Rachell pareció detenerse por un momento. Era la oportunidad que había soñado.
Antes de que pudiera responder, Marianne exclamó con entusiasmo:
—¡Esto hay que celebrarlo!
Eleanor rió con elegancia, sin perder su porte.
—Bueno, primero veamos si acepta.
Rachell miró a su hijo. Su risa seguía llenando el parque mientras jugaba con los demás niños.
Pensó en las noches que había pasado cosiendo hasta el amanecer, en las veces que había contado cada centavo para pagar el alquiler, en los momentos de duda en los que pensaba que nunca lograría algo mejor.
Respiró hondo y levantó la mirada con decisión.
—Acepto, señora Duval. Muchas gracias por esta oportunidad.
Eleanor asintió con satisfacción.
—Perfecto. Pasaré por tu casa en la semana para discutir los detalles. Mientras tanto, disfruta de la tarde con tu hijo.
Rachell no pudo evitar sonreír.
—Lo haré.
Eleanor se despidió con una inclinación de cabeza y se alejó, llamando a su hijo, quien con algo de desgana dejó el grupo de niños para reunirse con ella.
Cuando desapareció en el sendero, Rachell sintió un nudo en la garganta, pero no de tristeza, sino de felicidad.
Sin pensarlo dos veces, corrió hacia su hijo, quien apenas la vio, la recibió con una gran sonrisa.
—Mamá, ¿viste? ¡El avión ahora es un cohete espacial!
Rachell lo levantó en brazos y lo abrazó con fuerza.
—¡Sí, mi amor, lo vi! —susurró contra su cabello—. Todo va a estar bien.
Marianne, desde el banco, observaba la escena con una sonrisa amplia.
—Parece que el destino finalmente te está sonriendo, amiga.
Rachell cerró los ojos por un momento, disfrutando la calidez de su hijo en sus brazos. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que todo estaba en su lugar.
Y en su mente, una nueva meta florecía:
“Con este trabajo, podré ahorrar. Algún día, mi hijo estudiará en el Colegio Singler. Tendrá una vida mejor.”
IV
El parque, antes rebosante de risas y juegos, comenzaba a sumirse en una inquietante calma. El sol se deslizaba lentamente tras el horizonte, tiñendo el cielo de un ámbar profundo que pronto daría paso a la noche. Las farolas del parque parpadeaban con intermitencia, luchando contra la penumbra que avanzaba con rapidez.
Las últimas madres recogían a sus hijos y se marchaban entre murmullos, deseando buenas noches con la despreocupación de quienes no sentían el peso del aire. Rachell lo sintió. Algo en el ambiente había cambiado. El verano no debía ser tan frío, y sin embargo, un viento helado recorrió su piel, erizándola.
—Mamá, ¿puedo jugar un poco más? —pidió el niño con la dulzura de quien no conocía el miedo.
Ella vaciló. Marianne ya se había ido con sus hijos, y la noche se acercaba. Pero la ternura en los ojos de su pequeño la desarmó.
—Está bien, pero solo unos minutos más —cedió con una sonrisa leve.
Él corrió emocionado hacia la estructura de juegos, sujetando con firmeza su avión de madera. Rachell lo observó desde el banco, acomodándose su chal mientras el viento agitaba su cabello.
Fue entonces cuando lo vio.
Una silueta, alta y envuelta en una túnica clara, de pie en la frontera entre el parque y el bosque.
No se movía, solo estaba allí, observando. El aire alrededor parecía haberse detenido, y el silencio era tal que el crujido de las hojas bajo los pies del niño resonaba con demasiada claridad.
Rachell sintió una punzada de alarma en el pecho. Se puso de pie de inmediato, su instinto gritándole que llamara a su hijo. Pero antes de que pudiera hablar, él ya lo había notado.
—Mamá… —murmuró el niño, aferrando su avión con ambas manos—. Hay alguien ahí.
Los latidos de Rachell se aceleraron. Tragó saliva, intentando mantener la calma.
—Es solo un hombre, no pasa nada —dijo, aunque sus propias palabras le parecieron falsas.
El extraño dio un paso adelante.
La luz de una farola iluminó parcialmente su rostro, revelando una máscara dorada que cubría su mandíbula y boca, con grabados intrincados que parecían moverse con la tenue iluminación.
—Fascinante —su voz era profunda, controlada, y resonó con una gravedad que le heló la sangre—. Me observaste antes de que me revelara. Eso no sucede a menudo.
Rachell se irguió, colocando su cuerpo entre el hombre y su hijo.
—¿Quién es usted? —preguntó con firmeza.
El hombre inclinó la cabeza, analizando su reacción.
—No estoy aquí para ti —respondió con calma—. Estoy aquí por el príncipe.
Un escalofrío recorrió la espalda de Rachell.
—No sé de qué habla.
El hombre dejó escapar una leve risa, carente de humor.
—Lo sabes. Lo has sabido desde el día en que nació.
Rachell sintió que su cuerpo se tensaba.
—Mi hijo no tiene nada que ver con usted.
El hombre no respondió de inmediato. Su mirada oculta se deslizó hasta el niño, quien ahora estaba de pie junto a su madre, observando con los ojos muy abiertos.
—Eres fuerte, ¿verdad? —le dijo con suavidad—. Lo veo en ti. Sientes la energía, aunque aún no la comprendes.
El niño no contestó. Solo apretó más su avión, sintiendo la creciente inquietud de su madre.
—Déjenos en paz —insistió Rachell, su voz más firme.
El hombre suspiró, como si lamentara su resistencia.
—Tienes mi respeto, Camille. Has cuidado bien del príncipe. Pero su destino está más allá de ti.
—¡No es un príncipe! —gritó ella, con desesperación en su tono—. Es mi hijo.
El hombre dio otro paso.
—No por mucho tiempo.
El viento se alzó.
La túnica del hombre se agitó, y su mano se levantó con un gesto pausado pero decidido. Rachell sintió de pronto una fuerza invisible cerrarse en su garganta. Sus manos volaron a su cuello, pero no había nada que pudiera tocar. Su visión se tornó borrosa mientras se tambaleaba.
—¡Mamá! —gritó el niño, con lágrimas formándose en sus ojos.
El hombre de la máscara lo observó con detenimiento, notando cómo su energía latente reaccionaba a su ira.
—Sí… definitivamente eres tú.
El niño apretó los dientes y levantó un palo del suelo, apuntando con él como si fuera una espada.
—¡Déjala!
El hombre dejó escapar una risa suave.
—Tienes espíritu. Eso es bueno.
Con un simple movimiento de su mano, el niño cayó inconsciente en el suelo.
Rachell se arrastró hacia él, con los ojos desbordando lágrimas. Sus dedos temblorosos acariciaron su cabello dorado.
—Por favor… no te lo lleves…
El hombre la observó, y por primera vez, su tono fue casi amable.
—No le faltará nada. Será tratado como lo que es: un príncipe entre hombres.
Rachell quiso gritar, pero su garganta se cerró una última vez. Su cuerpo cayó, inerte, sobre la tierra húmeda.
El silencio se apoderó del parque.
El hombre se inclinó y levantó al niño en sus brazos. La oscuridad pareció abrazarlo cuando se giró hacia el bosque.
Entonces, se detuvo.
Algo en el suelo captó su atención.
El avión de madera.
Con pasos lentos y calculados, regresó. Se inclinó, recogió el juguete y lo sostuvo en la luz tenue. Sus dedos se deslizaron sobre la madera gastada, como si analizara algo que solo él podía ver.
Un suspiro. Apenas audible.
Finalmente, lo guardó dentro de su túnica.
Y sin mirar atrás, avanzó hacia la oscuridad del bosque.
Antes de desaparecer por completo, su voz profunda rompió el silencio de la noche.
—¡SINGLER!
Su grito resonó con un eco imposible, vibrando en los árboles, en el aire, en la misma tierra. Era un desafío.
Y la noche lo devoró.
V
El eco del grito aún vibraba en su mente, profundo, como si hubiera sido algo más que un sueño. La palabra Singler resonaba con una intensidad inquietante, cargada de un peso que Max no comprendía del todo. Abrió los ojos de golpe, sintiendo su pecho subir y bajar con rapidez.
El interior del jet privado lo recibió con su lujo discreto y refinado. Todo en la aeronave irradiaba sofisticación: los asientos de cuero blanco impecable, las molduras de madera oscura pulida, las luces tenues que bañaban la cabina en un resplandor cálido. Frente a él, una mesa de cristal sostenía copas de champán vacías y una selección de aperitivos perfectamente organizados. A lo lejos, el bar incorporado al avión albergaba una variedad de licores de las mejores marcas, aunque nadie parecía haberlo tocado.
Por un momento, Max sintió la desconexión entre lo que acababa de vivir y el mundo a su alrededor. Su respiración aún estaba alterada, y el sudor frío le cubría la frente. Llevó una mano a su rostro, tratando de aferrarse a la realidad.
—¿Max? —La voz de Matt lo sacó de su trance. Su hermano menor, de trece años, lo miraba con curiosidad desde su asiento, sosteniendo su PSP, la consola de videojuegos portátil que siempre llevaba consigo. Sus dedos jugaban con los botones distraídamente, pero su mirada estaba fija en él. —¿Te quedaste dormido otra vez?
Max parpadeó un par de veces y pasó una mano por su rostro, intentando disipar la sensación de pesadez en su cabeza.
—Sí… supongo.
Matt lo observó con más atención, su curiosidad evidente.
—¿Fue otro de esos sueños raros? —preguntó, con ese tono entre despreocupado y atento que usaba cuando realmente le interesaba algo.
Max entrecerró los ojos, intentando aferrarse a los fragmentos del sueño antes de que se desvanecieran por completo. Recordaba la sensación de estar en un lugar oscuro, la sensación de frío, el eco de una voz profunda y…
Un avión de madera.
La imagen le vino de golpe, nítida, como si realmente lo hubiera tenido en sus manos. No recordaba haber visto uno antes, pero algo en él le resultaba extrañamente familiar.
—Sí… soñé con un avión —murmuró, casi para sí mismo.
—¿Un avión? —Matt frunció el ceño, mirándolo con escepticismo—. ¿Como este? —Dijo, señalando con la cabeza hacia la cabina del jet.
Max negó con la cabeza lentamente.
—No… era de madera.
Matt soltó una risa ligera.
—Eso suena aburrido. Prefiero este —dijo, golpeando con suavidad el reposabrazos de su asiento, como si apreciara la diferencia entre el lujo en el que viajaban y la simpleza del avión en el sueño de Max.
Antes de que Max pudiera decir algo más, una voz femenina interrumpió la conversación.
—¿Otra vez soñando cosas raras, Max?
Christine, sentada frente a ellos, levantó la vista de su iPod. Uno de los auriculares colgaba descuidadamente sobre su hombro mientras la música aún sonaba. Cruzó las piernas y apoyó los codos sobre la mesa, observándolo con una media sonrisa.
—Desde niños tienes esos sueños extraños. Ya es hora de que crezcas un poco, ¿no crees?
Max rodó los ojos, pero no respondió. No tenía ganas de discutir con su hermana, y tampoco tenía una explicación para lo que acababa de soñar.
—Christine, no molestes a tu hermano —intervino Patrice con su tono habitual de calma y autoridad.
Estaba sentada más atrás, con la espalda recta y un libro abierto sobre su regazo. Su cabello castaño oscuro estaba perfectamente recogido en un moño elegante, y la luz suave del jet resaltaba la serenidad en su rostro.
Max suspiró y se levantó de su asiento, caminando hacia donde estaba su madre. Se dejó caer en el asiento junto a ella sin decir palabra. Patrice cerró el libro con cuidado y lo miró con ternura, colocando una mano cálida sobre su hombro.
—¿Quieres hablar de tu sueño?
Max dudó por un momento. No quería parecer infantil, pero algo en la manera en que su madre le preguntó lo hizo sentir seguro.
—No estoy seguro… —murmuró—. Pero no fue como otros sueños. Fue… diferente.
Patrice le acarició el cabello con un gesto tranquilizador.
—A veces los sueños nos muestran cosas que no entendemos en el momento —dijo con suavidad—. Pero con el tiempo, todo cobra sentido.
Christine, que había escuchado la conversación, sonrió con burla.
—Mamá, no le des tanta importancia. Seguro sueña con tonterías y ahora quiere que suene misterioso.
Patrice la miró con una leve reprimenda en los ojos, pero no respondió. En su lugar, continuó hablando con Max.
—Cuando lleguemos a casa, estarás más tranquilo —dijo, con una sonrisa—. Quizás todo esto es solo cansancio.
Max asintió levemente, aunque en su interior no estaba tan seguro de que todo se tratara de simple agotamiento.
Antes de que pudiera pensar más en ello, unos pasos firmes sobre la alfombra de la cabina anunciaron la llegada de uno de los asistentes de vuelo. Era un hombre de porte impecable, con un uniforme perfectamente planchado y una placa dorada que brillaba con el nombre Thomas.
—Señora Singler, jóvenes Singler —anunció con tono profesional—. Nos acercamos a nuestro destino. Estaremos aterrizando en Drakestone en aproximadamente quince minutos. Por favor, asegúrense de tener sus asientos en posición vertical y abrochen sus cinturones.
Patrice asintió cortésmente.
—Gracias, Thomas.
El asistente se retiró con una inclinación de cabeza.
Max volvió la vista hacia la ventana. A lo lejos, Drakestone comenzaba a aparecer, extendiéndose bajo ellos con sus luces titilantes reflejándose en el inmenso lago que rodeaba la ciudad. Desde esa altura, las mansiones en la zona exclusiva apenas eran puntos dorados sobre el paisaje. Y en medio de todo, como un titán silencioso, la Mansión Singler los esperaba.
Matt se movió en su asiento, ajustándose el cinturón con una sonrisa.
—Casi en casa. No puedo esperar para ver la piscina otra vez.
Christine, en cambio, suspiró y miró hacia otro lado.
—Ojalá no tuviéramos que volver —murmuró en voz baja, con fastidio.
Patrice la miró de reojo, pero no dijo nada.
Max, sin embargo, no respondió.
En su mente, la imagen del avión de madera persistía, como un eco que no lograba desvanecerse. Había algo en él, algo que no comprendía del todo.
Y mientras el jet descendía con suavidad hacia su destino, un extraño presentimiento lo recorrió.
Como si, de alguna manera, al regresar a Drakestone, estuviera regresando a algo mucho más antiguo, mucho más profundo…
Algo que siempre había estado esperándolo.