Capítulo 2: El Legado Singler
I
El viento fresco de la mañana recorría los terrenos de la mansión Singler, haciendo ondear ligeramente las copas de los árboles en el bosque que rodeaba la propiedad. Aquel lugar no era simplemente una casa; era un mundo en sí mismo, con caminos ocultos entre los árboles, senderos de piedra que llevaban a rincones olvidados, y estructuras que guardaban historias que solo unos pocos conocían.
Desde el porche, Steven Levies observaba el paisaje con su expresión tranquila de siempre, las manos en los bolsillos y el peso de los años reflejado en una postura que jamás había perdido su desenfado.
La mansión se extendía ante él con su elegancia de siempre, con las ventanas altas reflejando la luz del sol y los senderos de grava que se internaban en el bosque. Era un hogar construido con propósito, sin exageraciones innecesarias, sin la ostentación de quienes solo querían demostrar poder.
Le gustaba eso. Que fuera un lugar tan grande y, aun así, pudiera sentirse tan familiar.
Con un movimiento despreocupado, bajó los escalones del porche y cruzó el jardín con pasos tranquilos. El sonido de los guijarros crujía bajo sus zapatos mientras avanzaba hacia el garaje lateral.
Al llegar, deslizó los dedos sobre la carrocería de una de las motocicletas perfectamente alineadas en su lugar. Eran de Charles.
Sonrió.
—Siguen impecables.
No esperaba menos. Charles jamás habría dejado que alguien más se encargara de sus motocicletas. Aquel hombre tenía la misma precisión con sus vehículos que con su empresa.
A su lado, la gran puerta del garaje permanecía entreabierta, dejando ver parte del interior. Había herramientas organizadas en estanterías de acero, cajas con piezas de repuesto y un par de guantes de cuero aún sobre una de las mesas de trabajo.
Por un momento, Steven pudo imaginarlo allí, inclinado sobre una de las motocicletas, ajustando un detalle mecánico con esa concentración absoluta que siempre lo había caracterizado.
Se quedó un instante en silencio, como si esperara escuchar algún eco del pasado, antes de soltar un suspiro y continuar su camino de regreso a la casa.
Mientras subía los escalones del porche, una figura familiar apareció en la entrada, con su porte impecable y la presencia inconfundible de alguien que había sido una pieza clave en aquel hogar durante años.
—Señor Levies.
La Sra. White, con su cabello recogido y su expresión serena, lo saludó con un leve asentimiento.
—Señora White.
Ella se quedó en la entrada con las manos entrelazadas con la misma paciencia de siempre, sin que su mirada perdiera ese brillo observador. Era una mujer de pocas palabras, pero con una autoridad natural que nadie osaba desafiar.
—Los preparativos han sido completados. —informó sin rodeos.
Steven arqueó una ceja.
—¿Eso significa que ya no hay nada que hacer?
—Eso significa que no hay nada más que usted pueda hacer.
Steven dejó escapar una risa breve. La Sra. White siempre encontraba la manera de tener la última palabra.
—Tendré que encontrar otro modo de ocupar mi tiempo.
Ella asintió con educación, pero su mirada lo siguió mientras él subía las escaleras con calma. Aquel hogar estaba en orden, como siempre lo había estado, pero esa tarde algo cambiaría.
Al entrar a la casa, el sonido de los pasos firmes de la Sra. White se desvaneció en los pasillos, dejándolo con el eco del silencio momentáneo antes de lo inevitable.
Sin apurarse, subió las escaleras hacia el segundo piso.
La puerta de una de las habitaciones estaba entreabierta y, desde el pasillo, pudo ver un bulto en la cama, completamente inmóvil bajo las sábanas.
Suspiró.
Empujó la puerta con un leve golpe.
—George. Arriba.
Nada.
Silencio absoluto.
Se apoyó en el marco de la puerta con los brazos cruzados, observando el desastre que era la habitación de su hijo. La ropa en el suelo, los libros apilados de manera desordenada en el escritorio, un par de zapatillas tiradas sin par.
—Te voy a dar hasta tres.
El bulto bajo las sábanas apenas se movió.
—Cinco minutos más…
Steven sonrió de lado.
—Uno.
George soltó un gruñido.
—Voy, voy…
Steven miró el reloj en la pared.
—Dos.
Hubo un momento de silencio antes de que George soltara un suspiro de resignación y se removiera entre las sábanas.
—Está bien, está bien.
Con un último resoplido, George se sentó en la cama, pasándose una mano por el cabello desordenado.
Steven lo observó con satisfacción.
—Siempre tan obediente.
George le dirigió una mirada de fastidio mientras se frotaba los ojos.
—¿No podríamos recibirlos todos acostados?
Steven negó con la cabeza, entretenido.
—No creo que sea la mejor impresión.
George se estiró con pesadez antes de ponerse de pie.
—No pierdo la esperanza de que algún día aceptes mi propuesta.
Steven le revolvió el cabello antes de salir de la habitación.
—Sigue soñando.
Caminó de regreso por el pasillo y, al bajar las escaleras, vio una figura familiar en el jardín.
Avel estaba de pie junto a una de las fuentes, su cabello rizado atrapando la luz del sol mientras pasaba la mirada sobre los jardines.
Steven se acercó con su paso relajado.
—¿Esperando a que los arbustos crezcan de golpe?
Avel giró la cabeza y lo miró con calma.
—Solo asegurándome de que todo esté bien.
Steven alzó una ceja.
—Eso suena como algo que haría la Sra. White.
Avel sonrió de lado.
—Ella lo haría mejor.
Steven dejó escapar una leve risa.
—No te lo discuto.
Se quedaron en silencio por un momento, observando el paisaje. El bosque se extendía en la distancia, un recordatorio de que la mansión no terminaba en sus muros, sino que se fundía con la naturaleza.
El sonido de un motor interrumpió la tranquilidad.
Desde la entrada, una limusina negra avanzaba lentamente por el camino de grava.
Steven respiró hondo y se pasó una mano por la barba con tranquilidad.
—Aquí vamos.
George apareció en la puerta, ya cambiado, aunque con el cabello aún revuelto.
—Finalmente.
Los Levies se quedaron en el porche, observando mientras el vehículo se aproximaba.
Después de tantos años, la mansión Singler estaba a punto de recuperar su verdadera esencia.
II
La limusina negra se detuvo suavemente frente a la gran escalinata de piedra. La mansión Singler, majestuosa pero discreta, parecía haber contenido la respiración durante años.
Steven Levies, de pie en el porche junto a sus hijos, bajó los escalones con su paso tranquilo. Al ver abrirse la puerta trasera del auto, su rostro se iluminó de inmediato.
Patricia ya había bajado. Su caminar era firme, y la sonrisa que se formó en su rostro al ver a Steven fue imposible de disimular.
—Mi latína favorita. —dijo él, imitando torpemente su acento con una sonrisa cómplice.
Patricia soltó una risa cálida.
—Y el único que puede decirlo sin que me moleste.
Se abrazaron con fuerza, con esa complicidad que no se ensucia con los años. Fue un gesto de respeto y cariño, más fuerte que las palabras.
—La casa se siente distinta sin ti. —dijo Steven.
—Y sin Charles también. —añadió ella, bajando un poco la voz.
Steven asintió, guardando silencio por un instante.
—Por eso esta noche hay cena. Cena formal, de bienvenida. Chefs traídos de la ciudad, menú de tres tiempos, velas… y hasta el mantel bueno.
Patricia lo miró divertida.
—¿Y quién organizó todo eso?
—Yo. Aunque la Sra. White no me dejó equivocarme en nada.
Detrás de ellos, Max ya estaba afuera, junto a George y Matt. Ya se habían saludado, y caminaban en dirección a los escalones como si la casa nunca los hubiera separado.
—¿Todo listo para recuperar nuestra consola? —preguntó George, mientras empujaba ligeramente a Max con el hombro.
—Justo a tiempo para armar los equipos. —respondió Max, con una sonrisa que no pudo ocultar.
—Sólo no pongas a Matt en mi equipo.
—¡Oye! ¡Juego mejor que tú! —respondió Matt, intentando alcanzarlos con pasos apurados.
Steven observó a los tres con una expresión orgullosa.
—Están enormes, Patricia. Sobre todo Max. Tiene el porte de Charles. Y Matt… va por el mismo camino.
—Y la energía también. —añadió ella con ternura—. Es bueno verlos así.
Más atrás, Christine ya estaba junto a Avel. No hubo necesidad de que se buscaran; una se acercó a la otra con naturalidad, como si el tiempo no hubiera pasado.
—¿Me vas a contar todo? —preguntó Avel, con una sonrisa discreta.
Christine le devolvió la mirada, seria pero cercana.
—Sí. Pero no aquí. Hay demasiados curiosos. —echó una mirada breve a sus hermanos y George, que ya discutían sobre los juegos.
—Entonces después. Pero no te me escapas.
Desde la entrada, la Sra. White descendía los escalones, imponente como siempre. Su porte era sobrio, y su mirada, exacta.
—Señora Singler.
Patricia se giró con una expresión genuina.
—Sra. White… qué gusto verla.
La mujer la miró con una ligera sonrisa en los labios.
—La primera vez que cruzó esa puerta tenía diecisiete años… y una sonrisa que iluminaba todo el vestíbulo.
Patricia se rio suavemente, con los ojos brillantes.
—Y usted fue la primera en decirme que esa sonrisa no me serviría para escaparme de las reglas.
—Y aún así, nunca necesitó romperlas. Siempre fue una señorita con carácter… pero también con respeto.
Steven intervino desde el costado, con una mueca divertida.
—Y gracias a eso, la Sra. White no me echó a mí en su lugar.
La Sra. White levantó una ceja, apenas.
—No era tan mala idea.
—Los chefs están ultimando los detalles. Todo estará listo para la cena a las ocho. —añadió con tono firme.
—Como siempre. Impecable. —respondió Patricia.
George y Matt ya habían desaparecido hacia el interior, bromeando sobre qué consola seguía funcionando. Christine y Avel subían por otro lado, conversando en voz baja.
Max se había quedado un instante más en el exterior. Su mirada recorrió la fachada de la mansión como si intentara grabarla en su memoria. Los muros, los ventanales, el tono cálido de la piedra bajo el sol. Todo estaba ahí, como antes, pero algo dentro de él sabía que ahora era diferente.
Steven se le acercó, con calma.
—¿Todo bien, Max?
Max asintió con una sonrisa que no era solo de cortesía.
—Sí. Se siente… como si el lugar nos hubiera estado esperando.
Steven le puso una mano en el hombro.
—Tal vez siempre lo hizo.
Y juntos, sin decir más, cruzaron el umbral.
La mansión Singler, por fin, volvía a ser un hogar.
III
El Salón de Juegos
El salón de juegos estaba en lo alto de la mansión, en una de las alas más antiguas. La puerta crujió al abrirse, como si también recordara lo que estaba a punto de ocurrir. El aire tenía ese olor a madera guardada, plástico viejo y una pizca de polvo que jamás lograba irse del todo.
Max entró primero, seguido por George y luego Matt, que caminaba con entusiasmo desbordante.
La habitación era espaciosa y acogedora. Aún conservaba los techos altos con vigas de madera, grandes ventanales que dejaban entrar la luz suave de la tarde, y estanterías llenas de juegos, consolas antiguas, cajas marcadas con nombres de primos, y muñecos olvidados. En el centro, un tren eléctrico seguía montado sobre una pista circular, rodeando túneles, puentes, y una pequeña estación que Charles había construido con sus propias manos.
—Papá lo dejó para que nadie lo tocara —dijo Max, observando el tren en silencio—. Solo para que esté ahí… como parte de la casa.
—¿Aún funciona? —preguntó Matt, arrodillándose junto a la pista.
—Si no funciona, lo arreglamos. Es un clásico.
El tren dio un salto leve cuando Max lo encendió. El carril respondió sin problemas, y el traqueteo suave llenó la sala como si el tiempo se reanudara.
George miró alrededor con una sonrisa nostálgica.
—Recuerdo cuando esto estaba lleno de voces. Max y Christine se peleaban por el PlayStation, y Erine siempre terminaba regañándolos. Aunque cuando Max perdía… nadie podía controlarlo. Ni siquiera Erine.
—Masha cantaba sus propias canciones mientras dibujaba. Y decía que sus peluches eran animales reales con los que podía hablar.
—Julia no paraba de moverse. Trepaba los muebles, corría por la sala, y luego se escapaba al jardín a hablar con las flores. Decía que algunas la escuchaban.
—Y Avel… se enojaba si alguien le tocaba sus libros.
Matt soltó una carcajada.
—¡Y tú te robabas los cojines buenos!
—Porque ustedes me los traían. —dijo George, alzando las manos con falsa inocencia.
Matt levantó la mirada con una sonrisa traviesa.
—Max siempre quería ganar… pero cuando le tocaba con Anastasia, siempre perdía.
—¿Coincidencias… o no? —replicó George con picardía.
Max no respondió. Sonrió apenas, mirando de reojo la pista del tren. Sus dedos descansaron un momento sobre uno de los vagones, mientras un pensamiento fugaz cruzaba su mente. El recuerdo de una risa, unos rizos dorados… y una mirada que aún no había olvidado.
—Extraño esos buenos momentos —dijo en voz baja—. Cuando todos estábamos aquí.
Se puso de pie y se acercó a una vitrina de cristal. Allí, el avión moderno a escala brillaba suavemente con la luz que entraba por la ventana.
Se detuvo al observarlo.
Había algo en ese avión.
No solo por lo bien hecho que estaba o por el brillo metálico de sus alas, sino porque…
—Yo… he visto uno como este.
—¿Dónde? —preguntó George.
Max no respondió de inmediato. Se inclinó ligeramente, observando los detalles.
—No lo sé. Soñé algo parecido… antes de llegar.
George se acercó, curioso.
—¿Un sueño?
Max sonrió, pero no explicó más.
—Debe ser solo eso. Un sueño.
Y sin decir nada más, volvió junto a los demás. El tren seguía su ruta como si también estuviera recordando.
La Casa del Árbol
La vieja casa del árbol seguía firme sobre sus pilares, oculta entre ramas gruesas, como si el bosque la protegiera del paso del tiempo. Charles la había construido con cuidado, y dentro, aún se sentía el cariño con el que había sido decorada.
El interior parecía una pequeña sala secreta de los años 2000: alfombra de colores, un pequeño televisor con DVD, un par de sofás gastados pero cómodos, revistas de moda juvenil, una lámpara de lava que aún funcionaba y hasta una caja de galletas vacía que nadie se había atrevido a tirar.
Christine y Avel estaban sentadas en uno de los sillones, las piernas cruzadas, mirando por la ventana que daba al jardín.
—Me llevó a mi cumpleaños con 101 rosas. Por toda la ciudad —dijo Christine—. Me sentí como en un cuento.
—¿Y tu primer beso?
—En el parque Gorky. Bajo la lluvia. Fue perfecto.
Avel la miró de lado.
—Y ahora estás aquí. Sin Jeff. Y sin querer estar aquí.
Christine suspiró, bajando la mirada.
—No quería volver. Mamá dice que fue para estar todos juntos de nuevo. Pero lo sé. Fue por Max.
—¿Por qué Max?
—Porque algo le pasó. Cambió. Y mamá no lo dice, pero estaba triste… lloraba algunas noches.
Desde entonces, todo giró alrededor de él. Y claro, eso significa arrastrarnos a todos.
—¿Él lo pidió?
—No. Pero eso no cambia cómo me hace sentir.
Avel no respondió de inmediato. Se quedó mirando hacia el jardín.
Christine se apoyó en el respaldo.
—Solo quiero volver a lo que tenía. Y ya no puedo.
Avel le tomó la mano con delicadeza.
—Tal vez este lugar también tenga algo para ti. Solo… distinto.
El Jardín de los Recuerdos
Patricia y Steven caminaban en silencio por el sendero de piedra, bordeado por arbustos bien cuidados y luces pequeñas que comenzaban a encenderse al caer la tarde. El aire ya se sentía distinto: más fresco, más dorado, más suave.
—¿Y Charles? ¿Y Erine? —preguntó Steven con naturalidad.
—Se quedaron en Moscú. Trabajo… asuntos de la empresa. —respondió Patricia.
—¿Todo bien?
—Sí. Solo que… es más fácil decir que es por trabajo.
Steven no insistió. Sabía que algunas respuestas no estaban listas para salir.
El camino los llevó hasta el centro del jardín, donde se alzaba un círculo de lilas, lavanda y flores blancas. Era un lugar tranquilo, íntimo. Allí estaban las flores de Irina, plantadas por Charles con sus propias manos hacía cinco años.
—Cinco años ya… —dijo Steven en voz baja.
—Y todavía parece que fue ayer.
—Irina tenía algo especial. Uno la recordaba incluso sin haberla conocido bien. Y quienes sí la conocimos… bueno, todavía la escuchamos reír a veces, ¿no?
Patricia sonrió con los ojos húmedos.
—Charles plantó estas flores por ella. No como despedida, sino como promesa.
Se quedaron allí un momento más. Solo el viento y el canto de un pájaro lejano rompían el silencio.
En ese instante, la figura de la Sra. White apareció al fondo del sendero, caminando con firmeza.
—Señor Levies. Señora Singler.
Steven se giró.
—¿Ya es hora?
—Treinta y cinco minutos para la cena. Pero el señor Levies ha pedido que todos pasen antes por la biblioteca.
Patricia levantó las cejas.
—Una tradición que no se debe perder.
—Exactamente. —respondió Steven.
Y así, caminaron los tres de regreso a la mansión. La luz comenzaba a apagarse en el jardín, pero algo más se encendía en el aire: una sensación de reencuentro, de legado, de historias que estaban a punto de despertar.
IV
—Esta sala era del abuelo Albert —explicó Steven, mientras abría las puertas—. Su espacio sagrado. Charles prefería su taller. Pero aquí… aquí es un lugar lleno de historia —añadió con una sonrisa ligera.
La Biblioteca Singler era más que una sala de lectura: era un santuario de memoria. Las paredes estaban cubiertas de estanterías que llegaban al techo, con libros encuadernados en cuero, documentos antiguos, globos terráqueos y vitrinas con objetos extraños. Grandes ventanales filtraban la luz del atardecer, tiñendo la sala de tonos dorados. Las lámparas de hierro fundido colgaban del techo alto como si flotaran sobre un pasado que se rehusaba a desvanecerse.
Matt entró primero, con la boca entreabierta y los ojos brillando de emoción.
—¿Aquí vivía el abuelo Albert? —preguntó, mirando hacia los retratos.
Steven sonrió.
—Él vivía en toda la mansión, pero este era su lugar favorito.
—Nunca había entrado aquí —comentó Christine—. No lo recordaba tan… imponente.
—De niños no les llamaba tanto la atención —respondió Steven—. Charles siempre decía que cuando crezcan, entenderían lo que significaba esta sala.
Frente a ellos se extendía una galería de retratos familiares. En la primera pared, colgados con elegancia, estaban los fundadores: John Singler y Angelique. John, con mirada firme, vestía ropa sencilla de trabajo. Angelique, una mujer afrodescendiente, sostenía un ramo de flores silvestres. Su postura era digna y serena, con una expresión que transmitía sabiduría.
—¿La abuela Angelique era negra? —preguntó Matt con curiosidad.
Patricia se agachó a su lado, posando una mano sobre su hombro.
—Tampoco la conocimos, pero el abuelo Albert decía que su madre fue una de las mujeres más fuertes e inteligentes que existieron.
—Ustedes vienen de historias distintas, mi amor. Son una mezcla perfecta.
—Charles siempre contaba que su padre hablaba de Angelique como si todavía la escuchara en sus pensamientos.
Matt asintió, tranquilo.
—Entonces es especial.
—Mucho —respondió Steven.
Más adelante, otro retrato reunía a toda la familia: Albert e Irlanda en el centro, con sus hijos. Irlanda mantenía una postura elegante y firme, con la pequeña Cynthia tomada de la mano. A su lado, Roland —su hermano gemelo— parecía tener apenas unos pocos años más que un bebé. Ambos, vestidos con ropa clara, daban el aire de inocencia propia de los primeros años de vida. Más atrás, Charles y Magnus ya eran adolescentes. Charles, más serio, estaba junto a su padre con expresión concentrada. Magnus, con un aire más juvenil y una sonrisa despreocupada, tenía el rostro ligeramente inclinado hacia Irlanda, mostrando una cercanía evidente con su madre.
—¿Y ese mapa? —preguntó Max, acercándose al lienzo.
—La isla —respondió Steven, cruzando los brazos—. Muchos años después, Albert y su esposa obtuvieron esa isla. En el centro había un antiguo castillo abandonado. Nadie sabía mucho sobre su origen, solo que había sido construido hacía siglos por un hombre que quería vivir aislado.
—Albert vio potencial allí. Lo transformó en algo extraordinario.
—El Colegio Singler —dijo Christine, en voz baja.
—Exacto —asintió Steven—. Un colegio único en el mundo. Tecnológico, moderno, costoso… pero con historia en cada rincón. Hoy, es considerado uno de los mejores del planeta.
Los chicos miraron en silencio, como si de pronto comprendieran mejor el lugar al que se dirigían.
—¿Y el campamento? —preguntó Matt.
—Fue idea de Albert también —explicó Steven—. Un espacio para que los estudiantes pudieran conocer la isla de una manera distinta, antes de comenzar las clases.
—El Campamento Singler está en la zona más cercana al lago, separado del colegio, pero conectado por senderos y ferris. Una experiencia única, sobre todo para los de primer año… o los que desean una segunda oportunidad. Claro, también están quienes van por decisión propia.
En ese momento, pasaron frente a otro cuadro más reciente.
Era el retrato de Charles como adulto, con su familia. Charles tenía el gesto serio y concentrado; Patrice sonreía con calidez, y junto a ella estaban sus hijos. Max tenía una expresión tranquila y aún infantil, con una postura firme. Matt sostenía un muñeco de acción con orgullo, en una pose que lo hacía parecer más valiente de lo que era. Christine aparecía feliz, con un vestido elegante y una mirada dulce. A un costado, apoyada contra una estantería, estaba Erine, la hermana mayor, con una expresión serena, sosteniendo un libro entre las manos.
Al fondo del retrato, sobre una vitrina de madera, descansaba una espada oscura, de aspecto imponente, con una empuñadura antigua.
—¿Y eso? —preguntó George.
Steven no respondió enseguida. Solo observó el arma.
—Una pieza importante. Como muchas cosas en esta familia… tiene una historia que se contará en su debido momento.
Un poco más adelante, otro retrato mostraba a Magnus con Irina, la mujer rusa de cabello rubio recogido con elegancia, y una niña pequeña: Anastasia. El cuadro parecía capturar un momento de quietud. Irina tenía una mirada fuerte pero serena. Anastasia, de cabello dorado, sonreía de lado con expresión curiosa.
—La mujer rusa más fuerte que conocí —susurró Patricia con cariño—. Siempre tan protectora… y con un corazón enorme.
Max se quedó mirando el retrato más tiempo que los demás. No dijo nada, pero bajó la mirada con una mezcla de nostalgia y pensamiento profundo.
George se acercó a él con una sonrisa apenas contenida.
—¿Te acuerdas cuando no podías ganarle en ajedrez?
—Eso no cuenta —respondió Max, rodando los ojos—. Yo le dejaba ganar… para que no se sintiera mal.
George rió por lo bajo.
—Sí, claro.
Christine miró el cuadro de reojo, con los brazos cruzados. Avel, que caminaba junto a ella, no dijo nada, pero su mirada fue directa hacia Anastasia.
—Especial, ¿no? —murmuró George.
—Muy —respondió Max, apenas audible.
Entonces, desde el fondo de la sala, apareció la figura de la Sra. White.
—Disculpen la interrupción, señor Levies —dijo con cortesía—. La cena está servida.
Steven asintió.
—Gracias, Sra. White. Daremos un minuto más.
Max se giró una última vez hacia el retrato de Albert, como si en ese instante algo dentro de él despertara con fuerza. No era magia. Era una sensación más antigua, más profunda: como si su historia apenas estuviera comenzando.
—Vamos —dijo Steven, guiándolos hacia la puerta—. Es hora de cerrar este capítulo… y empezar el siguiente.
V
El comedor principal de la mansión Singler era amplio, majestuoso y cálido. La luz del atardecer bañaba los ventanales altos, reflejándose en los candelabros modernos que colgaban del techo decorado con molduras clásicas. La larga mesa de madera oscura estaba repleta de comida: platos humeantes, frutas frescas, panes artesanales, jarras de jugos y copas aún vacías. Aunque la familia no vestía ropa formal, todo parecía preparado con cariño y detalle, como si esperaran a invitados muy especiales.
La Sra. White se deslizaba en silencio entre las sillas, colocando pequeños platos y ajustando servilletas. Patricia ocupaba su lugar al extremo de la mesa, como era tradición, dejando el asiento de Charles vacío a su lado.
Los chicos se acomodaban poco a poco. Matt no ocultaba su emoción ante los postres. George ya peleaba con él en voz baja por la última empanada de queso. Max, aunque más tranquilo, se notaba cómodo en aquel lugar. Christine, con los brazos cruzados, parecía ajena a la emoción, pero aceptó sentarse junto a Avel sin protestar.
Steven fue el último en tomar asiento. Se aclaró la garganta con una sonrisa amplia y alzó ligeramente su copa de agua.
—Bienvenidos de nuevo a casa.
Todos lo miraron con atención.
—Esta cena es especial. No solo porque me alegra verlos aquí, sino porque lo que viene será aún más importante. Todos ustedes están a punto de comenzar una etapa nueva… el campamento de verano Singler.
Max lo miró con curiosidad.
—¿Ya es seguro que vamos?
—Sí. Es una invitación directa de su abuela —respondió Steven—. Irlanda cree que este verano será esencial para ustedes. Como lo fue para muchos de nosotros antes.
—¿Tú también fuiste? —preguntó Matt.
—Yo fui varias veces —respondió Steven con una sonrisa nostálgica—. Siempre me gustó el campamento… allí conocí a Charles.
Se oyeron algunas risas. Patricia tomó la palabra, con voz suave.
—Sí. Como lo hice yo, tu padre… y tu hermana Erine. Todos vivimos esa experiencia cuando éramos adolescentes.
Matt se acomodó mejor en la silla.
—¿Y fue divertido para ustedes?
Patrice asintió con una sonrisa cálida.
—Fue inolvidable. Cada uno vivió algo diferente, pero siempre fue el comienzo de algo importante.
George, ya con la boca medio llena, levantó la vista.
—Prepárense… el campamento es increíble. Aunque te obligan a madrugar más de lo que uno quisiera.
Max rió entre dientes.
—Entonces no va a ser tan fácil como pensaba.
—Nada que valga la pena lo es —añadió Steven, guiñando un ojo.
Matt, aún con un trozo de pan en la mano, murmuró:
—¿Y hay lobos?
Christine resopló.
—Es un campamento, no una película de terror.
—Uno nunca sabe —dijo George, con tono misterioso.
—Lo que sí sé —agregó Steven, alzando la voz— es que estarán en un lugar que lleva el nombre de un hombre que cambió el rumbo de nuestra familia. Y no solo me refiero al colegio. Me refiero al legado.
Todos lo miraron en silencio. Incluso Christine bajó la mirada, pensativa.
—Van a vivir en la creación de sus abuelos. Van a pisar los mismos pasillos, ver los mismos muros. Y quizás, algún día, entiendan por qué eso significa tanto.
La cena continuó en un ambiente más sereno, entre risas suaves, recuerdos cruzados y miradas que hablaban del pasado… y de lo que estaba por venir.
VI
La noche ya había caído sobre la mansión Singler. El calor del día se mantenía suave en el aire, típico de una noche de verano, pero las sombras eran más largas, y la luz cálida del interior contrastaba con la oscuridad que cubría el jardín. Después de la cena, George había propuesto ir a la zona de botes cerca del lago, “para ver si aún flotaban”, bromeó, con esa sonrisa suya que mezclaba travesura y desafío.
Max, Christine y los demás salieron entre risas, cruzando el jardín bajo la mirada lejana de las estrellas. Matt iba detrás, como siempre, un poco más lento… aunque esta vez, no por pereza.
Sus pasos se desviaron, como guiados por una sensación que no comprendía. En vez de seguir al resto hacia el lago, giró hacia el ala oeste de la mansión, donde las paredes eran más frías, los pasillos más silenciosos, y los recuerdos parecían dormir.
Al fondo, una puerta semiabierta lo llamó como un susurro.
Era una sala que no recordaba haber visto antes. Una especie de bodega antigua, sin lámparas modernas ni decoración. El aire era denso, cargado de polvo, y olía a madera cerrada. Dentro, cajas viejas, estantes con libros carcomidos, sillas rotas bajo mantas grises… y una puerta más pequeña, al fondo, cerrada con un candado antiguo y sin llave.
Matt se acercó, movido por una mezcla de miedo y emoción. Rodeando una pila de telas, algo llamó su atención: un brillo entre las sombras. Se agachó.
Era un anillo.
Pequeño, de metal oscuro, con un trébol de cuatro hojas grabado en el centro. No parecía joya, ni recuerdo. Pero algo en él lo hacía especial. Al tomarlo, sintió un pequeño cosquilleo en los dedos.
—¿Joven Matt?
La voz lo hizo girar de inmediato.
La Sra. White estaba en la entrada, erguida y serena, como si siempre hubiera sabido dónde encontrarlo.
—¿Qué hace usted aquí?
Matt escondió el anillo en el bolsillo sin pensarlo.
—Yo… solo vi la puerta abierta. Estaba explorando.
La Sra. White caminó lentamente, observando el lugar con ojos cansados.
—Este ala solo guarda cosas viejas. Recuerdos olvidados. No es un sitio para andar a oscuras.
—No iba a quedarme —dijo Matt, bajando la mirada—. Ya me iba con los demás.
Ella asintió con calma.
—Entonces vaya. Lo están esperando.
Matt obedeció en silencio. Cerró la puerta tras de sí y volvió al pasillo iluminado, con pasos lentos. En su bolsillo, el anillo seguía allí. No era pesado, pero lo sentía como si cargara con algo más que metal.
No sabía por qué, pero estaba seguro de que ese anillo no debía haber sido encontrado… y, al mismo tiempo, como si lo hubiera estado esperando.