Capítulo 3: El Campamento Singler

Capítulo 3: El Campamento Singler

I

La mañana avanzaba con luz firme sobre los caminos adoquinados que llevaban al Puerto Singler, un extenso complejo ubicado junto al lago Passalune, desde donde partían y llegaban los ferris escolares que conectaban con la isla del Colegio Singler. Aunque compartía terreno con el campamento, el puerto tenía su propia infraestructura: amplias plataformas flotantes, hangares techados para equipaje, torres de control, oficinas administrativas con ventanales al lago, zonas de espera climatizadas y pasillos organizados por niveles. La arquitectura combinaba madera oscura y acero pulido, conservando un estilo elegante y funcional. Todo estaba cuidadosamente diseñado para recibir a cientos de estudiantes y personal sin perder la sensación de exclusividad.

En ese momento, el lugar vibraba con el movimiento de llegada: autos particulares de lujo, autobuses con el escudo del colegio que venían desde la ciudad y el aeropuerto, y decenas de estudiantes caminando junto a sus familias entre maletas, cámaras de fotos y miradas cargadas de emoción.

La limusina negra con el emblema dorado de la familia Singler se desvió hacia un carril exclusivo, separado del acceso principal por una fila de conos naranjas y guardias de seguridad. Uno de ellos, al ver el símbolo grabado en la carrocería, levantó la barrera de inmediato, sin necesidad de preguntar nada.

—Wow… —susurró Matt, con la frente pegada al vidrio—. ¡Parece un parque gigante!

—Prepárate, Mate —respondió George desde el otro lado, con una sonrisa traviesa—. Aquí hay zonas de entrenamiento, coliseos, torres de vigilancia, competencias y cabañas con vista al lago. Es imposible aburrirse.

Max, desde su asiento junto a la puerta, observaba en silencio. Afuera, el entorno del Campamento Singler comenzaba a desplegarse como un mural vivo: cabañas elevadas entre árboles, estructuras deportivas con techos inclinados, invernaderos tras cristales oscuros y senderos rodeados por jardines floridos. A medida que avanzaban, se veían estudiantes siendo recibidos por coordinadores en diferentes puntos de ingreso, organizados con precisión.

En lo alto de una colina cercana, un helipuerto moderno se alzaba sobre plataformas elevadas. Un único helicóptero negro reposaba allí, en silencio. Desde esa posición, entre los árboles, era posible ver a lo lejos la isla principal: se distinguía la silueta de un castillo antiguo y majestuoso, convertido en colegio, rodeado por una pequeña ciudad estudiantil, zonas verdes y montañas suaves. El legado de Albert Singler, quien había transformado una fortaleza abandonada en uno de los centros educativos más prestigiosos del mundo, se veía reflejado en esa imagen.

Frente a los recién llegados, una gran estructura con fachada de madera oscura y cristal polarizado se alzaba como entrada principal del campamento: era el Edificio Administrativo, donde todos los alumnos eran registrados antes de ser ubicados en sus zonas correspondientes. La limusina se detuvo suavemente frente a la entrada, en un espacio reservado lejos del bullicio general.

El Sr. White, impecable con su traje, bajó primero. Al ver acercarse a Steven Levies, le extendió la mano con formalidad.

—Señor Levies —saludó con respeto—. Como siempre, un placer.

—Sr. White —respondió Steven con una leve inclinación de cabeza—. Gracias por traerlos.

Steven Levies vestía la chaqueta oficial del campamento: azul oscuro con detalles en rojo vino y el escudo dorado del colegio bordado en el pecho. Caminó hacia los recién llegados con pasos firmes y una sonrisa genuina.

—Bienvenidos al Campamento Singler —saludó—. Me alegra verlos a todos. Este verano será especial.

George y Avel se acercaron primero a su padre.

—Buenos días, papá —dijeron casi al unísono.

—Hola, Steven —agregó Christine con una breve sonrisa. Matt lo imitó con entusiasmo. Max saludó con un gesto tranquilo.

Steven los miró con una mezcla de orgullo y responsabilidad. Luego sacó un estuche plano del maletín que llevaba.

—La señora Irlanda Singler envió un pequeño obsequio para ustedes —anunció—. Tarjetas provisionales del nivel Obsidiana Azul Oscuro, el más alto del sistema Meritum. Max, Christine, Matt… aquí están.

Mientras se las entregaba, añadió:

—También tuvo la generosidad de extender tarjetas para Avel y George. Dijo que este verano, más que nunca, deben mantenerse juntos. Mamita los recuerda con cariño.

—¡Qué bien! —exclamó George al ver su tarjeta, con una mezcla de asombro y emoción—. ¡Nunca había tenido una de estas!

—Guárdala bien —bromeó Avel, mirando a su hermano con media sonrisa—. No la vayas a perder antes de llegar a la cabaña.

Steven soltó una breve risa y luego los condujo hacia un área cercana, donde se encontraba una pantalla interactiva incrustada en una estructura baja, como una mesa vertical de cristal. Al acercarse, la pantalla se encendió automáticamente, desplegando el mapa del campamento con detalles nítidos y zonas diferenciadas por colores.

—Este es uno de nuestros puntos de orientación —explicó Steven, mientras la pantalla, incrustada en una estructura de piedra y cristal al nivel del torso, se iluminaba suavemente con un leve sonido—. Aquí pueden consultar el mapa completo del campamento y revisar las zonas principales.

En cuestión de segundos, el plano se desplegó con claridad. Íconos bien definidos comenzaban a parpadear sobre distintas áreas: la Zona A, asignada a los alumnos de primer año; la Zona B, dedicada a las clases de música y artes visuales; el Gran Coliseo Abierto, una arena rodeada de gradas donde se realizaban ceremonias, juegos y espectáculos de verano; los invernaderos; el centro de restaurantes y espacios comunes; las cabañas clasificadas por nivel —Diamante, Ámbar, Rubí y Obsidiana—, y el muelle de ferris, marcado con una silueta brillante. También aparecían, en puntos estratégicos, pequeñas torres de seguridad que vigilaban discretamente los alrededores del lago.

—George, Max —añadió—, acompañen a Matt hasta la Zona A. Allí encontrarán a la profesora Amanda Clarke, tutora de primer año. Ella lo guiará durante el resto del día.

—¿Y ustedes? —preguntó George, mirando a su hermana.

—Christine y yo vamos a nuestras cabañas Obsidiana —respondió Avel, ya caminando con paso decidido—. ¡Estoy emocionada!

Christine suspiró, se agachó un poco y abrazó a Matt con fuerza, pero sin exagerar.

—No te pierdas —le dijo en voz baja—. Y no hagas tonterías.

Matt asintió con una sonrisa, sin parecer ofendido.

Steven señaló entonces hacia el fondo del muelle, donde los ferris descansaban con los motores apagados.

—Recuerden que desde aquí salen los ferris hacia el colegio —dijo—. Todos los alumnos viajarán en uno el día de la ceremonia de apertura. Ya verán, es una experiencia inolvidable.

—Parecen naves de película —comentó Matt, maravillado.

El grupo comenzó a separarse, unos siguiendo los senderos hacia las cabañas, otros acercándose a las pantallas de información. El cielo despejado y la brisa fresca anunciaban el inicio oficial del verano. Y con él, la promesa de una nueva historia.

II

El sendero por el que caminaban Max, George y Matt se curvaba entre árboles altos y frondosos, dejando atrás la zona de bienvenida. A medida que avanzaban, el bullicio inicial del puerto se desvanecía, reemplazado por el murmullo natural del bosque y el suave crujir de la grava bajo sus pasos. La luz del sol, aún suave, filtraba destellos dorados entre las hojas, y pequeñas banderas colgaban de postes de madera distribuidos a lo largo del camino, todas con los colores del colegio: azul profundo, dorado, vino tinto y plateado.

El aire estaba impregnado del aroma a pino y tierra húmeda, y aunque el campamento era un lugar de élite, todo en su diseño parecía querer rendir homenaje a la naturaleza. Las construcciones visibles desde el camino —oficinas, módulos de clases, estructuras comunes— no eran frías ni pretenciosas: estaban hechas en madera oscura y cristal ecológico, con techos inclinados, patios internos llenos de vegetación nativa y paneles solares camuflados entre enredaderas. Incluso las pantallas interactivas, que ayudaban a los alumnos a orientarse, parecían emerger de estructuras talladas en piedra pulida o madera envejecida.

—Nunca había estado en un campamento —comentó Matt, girando sobre sí mismo para mirar todo—. ¡Y este parece uno de los mejores!

—Es más que un campamento —respondió George, con una sonrisa divertida—. Este lugar guarda secretos… y muchas historias.

Matt levantó la mirada hacia las copas de los árboles, todavía fascinado con el lugar. Luego bajó la voz un poco y se acercó más a Max y George.

—Por cierto… antes de venir encontré algo raro en la mansión —dijo Matt bajando la voz—. Pero no sé si es importante.

—¿Una araña? —bromeó George.

—No, algo… antiguo. Ya verán.

Max sonrió apenas, distraído por un grupo de chicas que pasaban a lo lejos.

—Seguro era una de esas cosas viejas que guarda papá —respondió sin mucho interés.

Matt dudó por un instante. Había pensado enseñarles el anillo… pero viendo que ninguno parecía prestarle atención, decidió no insistir. Se encogió de hombros en silencio, guardándose el secreto como un pequeño tesoro.

El sendero volvió a dividirse. En lugar de continuar hacia la zona de primer año, George se desvió hacia un camino lateral, más amplio, que se dirigía hacia una gran estructura techada, rodeada de pasarelas de madera y jardines cuidados con precisión.

—Antes de dejar a Matt con los de primer año, quiero mostrarles esto —dijo George, señalando la dirección—. Es la zona de evaluación para becados. Todos los años, estudiantes de diferentes partes del mundo vienen aquí a probar suerte. Algunos son de Estados Unidos, otros de Europa, Asia, África… de todas partes.

El edificio era una especie de pabellón semicircular, con enormes ventanales de cristal tintado y techos cubiertos de paneles solares. Afuera, decenas de familias esperaban sentadas en bancas de madera o apoyadas contra las barandas. Se notaba la tensión, pero también la esperanza. Muchos de ellos venían de contextos humildes: madres con ropa sencilla, padres con manos ásperas, jóvenes con mochilas gastadas pero la mirada decidida.

—El colegio cubre todo para ellos —explicó George—. Exámenes, hospedaje, comida. Incluso traen a sus familias para que puedan quedarse unos días. Aquí nadie empieza desde arriba. Si lo logran, es porque lo merecen.

Max observaba en silencio, sintiendo un nudo suave en la garganta. Había algo profundo en esa escena. Un recordatorio de que, incluso en un mundo de élite, aún había espacio para la lucha, el mérito… y los sueños.

Después de unos minutos de observar, retomaron el sendero principal. La zona del primer año no estaba lejos.

—¿Estás listo para conocer a tu profesora? —preguntó Max, rompiendo el silencio con una sonrisa ligera—. Dicen que los de primer año son el grupo más grande del campamento.

—Claro, es obligatorio para todos —añadió George—. Algunos incluso vienen con sus padres desde países lejanos. Aquí empiezan muchas historias… y muchas amistades.

Poco después, llegaron a una gran explanada donde el bosque parecía abrirse solo para dar paso a una zona cálida y acogedora. Estructuras de madera clara, con techos de paja moderna y columnas de piedra viva, formaban una especie de recibidor natural. Había bancos rústicos bajo pérgolas cubiertas de flores, paneles informativos incrustados en los muros verdes y pequeños canales de agua que corrían suavemente a los lados del camino.

Varias docenas de estudiantes de primer año estaban allí con sus padres o tutores. Algunos sacaban fotos, otros se abrazaban emocionados, y muchos miraban alrededor con la mezcla perfecta de nervios y asombro.

Una profesora joven, con gafas redondas, cabello rizado recogido en una trenza alta y una sonrisa contagiosa, consultaba una carpeta mientras caminaba de un grupo a otro. Al ver acercarse a los tres chicos, se detuvo y saludó con voz clara

—¡Hola! Bienvenidos al primer año. ¿Tú debes ser…?

Antes de que pudiera continuar, George dio un paso al frente con naturalidad.

—Profesora Clarke, buenos días. Soy George Levies, estuve en su curso hace dos veranos. Este es Matt Singler. Y él es Max, su hermano.

La profesora alzó las cejas, visiblemente sorprendida al oír el apellido.

—¿Singler? —repitió, con una mezcla de respeto y curiosidad—. Vaya… Es un gusto tenerlos por aquí. He oído muchas cosas buenas de la familia. Bienvenido, Matt.

Algunos padres y alumnos cercanos también miraron hacia ellos al escuchar el apellido. Uno de los niños incluso susurró algo a su madre, quien asintió discretamente.

—Soy la profesora Amanda Clarke —continuó ella, con calidez—. Y estaré encargada del primer año este verano. Espero que disfrutes mucho esta experiencia. Aquí empieza una gran aventura.

Matt sonrió con timidez, pero también con entusiasmo.

—¿Puedo dejar mi mochila?

—Claro, déjala conmigo. En unos minutos nos vamos todos juntos al Coliseo para la ceremonia de apertura.

Max le dio una palmada en el hombro a su hermano.

—Te vemos luego, campeón.

Matt asintió. Siguió a la profesora Clarke mientras ella lo guiaba entre los otros alumnos que ya comenzaban a organizarse en pequeños grupos. Su figura menuda, pero decidida, se fue perdiendo entre los colores y los sonidos del campamento.

Max y George se quedaron unos segundos observando en silencio.

—Va a estar bien —dijo Max con una sonrisa ligera.

—Más que bien —respondió George, y juntos dieron media vuelta por el sendero.

El camino los llevó hacia una zona más alta del campamento, donde las cabañas de nivel Obsidiana comenzaban a aparecer entre los árboles. Una pequeña placa de bronce envejecido colgaba sobre la entrada de una de ellas, con letras finas grabadas que decían: Obsidiana 3. La cabaña estaba al final de un sendero empedrado, ligeramente elevada sobre una colina que descendía suavemente hasta el lago. A su alrededor, arbustos perfectamente podados, faroles de hierro colgantes y pinos altos creaban una atmósfera tranquila, casi mágica. El aire olía a madera, a resina, a tierra limpia.

—Este lugar se ve mágico —dijo Max, mientras subían los tres escalones de la entrada—. No parece una cabaña… parece una casa de lujo en medio del bosque.

—Definitivamente, ser amigo de la familia tiene sus ventajas —añadió George, pasándose la tarjeta por la frente como si fuera un trofeo.

La estructura se alzaba elegante y sólida, como una pequeña casa de montaña cuidadosamente diseñada. Combinaba madera tratada con detalles metálicos oscuros y ventanales amplios que reflejaban el entorno. Las paredes eran de troncos lisos, reforzadas por pilares gruesos, y el techo inclinado de tejas negras brillaba ligeramente bajo el sol.

A un lado del porche, una terraza privada se abría hacia el lago, con sillones de mimbre, una mesita redonda y, más al fondo, un pequeño jacuzzi semicubierto incrustado en la plataforma de madera. Las aguas tranquilas del lago se asomaban entre los árboles, como un cuadro en movimiento. El lugar parecía diseñado para el descanso y la comodidad.

George deslizó su tarjeta por el lector digital empotrado junto a la puerta. Una luz azul se encendió suavemente, seguida por un clic metálico.

Entraron.

El interior estaba dividido en dos niveles, unidos por una escalera de madera curvada que nacía desde una sala central acogedora. El primer piso tenía un pequeño salón con chimenea eléctrica, alfombra persa y sillones color crema frente a una gran ventana panorámica. A un lado, una cocina abierta con muebles de madera natural, cafetera moderna y una bandeja de snacks delicadamente dispuestos. Todo parecía elegido a mano.

Las habitaciones estaban en el segundo nivel. Tres puertas iguales, una para cada uno, con números grabados en placas de cobre. Max se adelantó hacia la suya, pero antes de abrirla, se oyó una cerradura girar. Una de las puertas contiguas se abrió lentamente, y de ella salió un joven alto, con paso sereno. Tenía la piel dorada, una barba corta perfectamente delineada, y vestía una hoodie azul oscuro con detalles bordados en dorado: la chaqueta oficial del equipo de fútbol del colegio. En su cuello colgaba una tarjeta Obsidiana, con borde metálico, fotografía y su nombre grabado en letras finas.

—George Levies —saludó con voz calmada y educada—. Qué gusto verte por aquí.

—¡Kumail! —respondió George, con una mezcla de sorpresa y alegría—. No sabía que estarías en esta cabaña.

—Me lo asignaron esta mañana. Aunque debo admitir que me sorprendió verte con una tarjeta Obsidiana.

George se encogió de hombros, divertido.

—Solo por el verano. Un regalo… de la abuela de mi amigo Max.

Kumail asintió con una leve sonrisa.

—Un gesto muy generoso. Me alegra compartir habitación con ustedes.

Se volvió hacia Max con cortesía.

—Kumail Sherwani —se presentó, llevándose una mano al pecho con educación—. Es un gusto conocerte.

—Max Singler —respondió Max, devolviendo el gesto con una sonrisa.

—He oído muchas cosas sobre los Singler —añadió Kumail, con tono neutral pero respetuoso—. Me alegra compartir habitación con ustedes.

Dejó un libro sobre su cama, se colocó una gorra oscura y consultó su reloj.

—Nos vemos en el coliseo.

Salió por la puerta con la misma calma con la que había llegado.

En cuanto se fueron sus pasos, Max abrió su habitación.

El cuarto era cálido y perfectamente ordenado. Cama individual de marco robusto, sábanas blancas con detalles bordados en azul, un escritorio pequeño junto a una lámpara de lectura de vidrio ámbar. Las paredes de madera tratada daban la sensación de estar envuelto por el bosque.

Se acercó a la cama para dejar su mochila… y fue entonces cuando lo vio.

Un sobre.

Estaba allí, sobre la almohada, como si alguien lo hubiera colocado con esmero antes de que él llegara. Era de un color marfil antiguo, con textura gruesa y bordes ligeramente irregulares. No tenía sello postal, ni nombre completo, solo una palabra, escrita con tinta negra en una caligrafía firme y elegante:

SINGLER

Max lo tomó con delicadeza. Sintió que el papel crujía suavemente bajo sus dedos. En la solapa trasera había un símbolo que no reconocía: un triángulo equilátero, y desde cada vértice, una línea fina se curvaba hacia el centro, formando un círculo incompleto.

—George… —llamó en voz baja, sin quitarle la vista al sobre—. ¿Tú tienes algo como esto?

George apareció en la puerta con expresión de curiosidad.

—¿Qué es eso? ¿Una carta?

Max le mostró la portada, sin soltarla.

—Estaba sobre mi cama. Solo dice Singler.

George negó con la cabeza y se acercó.

—No, a mí no me dejaron nada. Ni a Kumail, creo… ¿vas a abrirla?

Max dudó. Su dedo rozó el borde del sello.

—Más tarde —susurró.

Con cuidado, deslizó el sobre dentro del bolsillo interior de su hoodie. George no preguntó más.

Ambos salieron de la habitación. El lago frente a la cabaña parecía inmóvil, como un espejo expectante. Las ramas se mecían con lentitud, y en la distancia, el murmullo de cientos de voces comenzaba a elevarse.

La bienvenida estaba a punto de comenzar.

Y el sobre, aunque escondido, seguía allí. Esperando.

III

El sol del mediodía caía alto, proyectando sombras suaves entre las palmeras artificiales que bordeaban la entrada del coliseo. Una brisa cálida agitaba las guirnaldas de flores y hojas verdes que decoraban las barandas de madera, mientras luces doradas colgaban de un extremo a otro, dando la sensación de estar entrando en una celebración tropical.

Max y George caminaban entre la multitud que se dirigía hacia las gradas, rodeados por estudiantes que recibían collares florales de bienvenida. A cada paso, descubrían nuevos detalles: puestos con frutas exóticas, mesas con bandejas de bocadillos coloridos, cocos abiertos servidos con pajillas, fuentes de jugo y helados naturales. Todo tenía un aire festivo, alegre, elegante.

—Esto es otro nivel… —dijo George, mientras aceptaba un collar de flores púrpuras que un asistente le colocaba con una sonrisa.

—Ni parece una ceremonia escolar —respondió Max—. Es como una fiesta en la playa de un hotel de lujo.

—Bienvenido al paraíso académico —rió George, dándole un suave codazo.

En ese momento, una voz conocida interrumpió la conversación.

—¡Max! ¡George!

Ambos se giraron. Matt venía trotando entre los grupos, sin aliento pero sonriente. Llevaba puesto su collar de flores y una pulsera de tela que lo identificaba como alumno de primer año.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Max, alzando las cejas.

—Me escapé —dijo Matt sin remordimientos—. Aunque ya hice una amiga. Se llama Wu. Es de China. ¡Y habla tres idiomas!

—¿Qué tan rápido hablas tú como para saber eso? —se burló George.

—Rápido —respondió Matt, y todos rieron.

Los tres continuaron avanzando hasta alcanzar la entrada principal del coliseo. Allí, frente a la tarima central, varios profesores y administrativos del colegio ocupaban los asientos principales. Entre ellos, con postura recta y mirada cálida, Steven Levies los esperaba.

—Sabía que no aguantarías mucho con los de primer año —le dijo a Matt apenas lo vio.

—Es mejor así —respondió Matt—. Aquí se ve todo más divertido.

Steven se giró entonces hacia Max, Matt y George, y bajó un poco la voz, como si compartiera un secreto.

—Tengo una pequeña sorpresa para ustedes.

Y dio un paso al costado.

Allí estaba ella.

Julia.

Con una falda corta de verano, una tarjeta colgada al cuello y una expresión que mezclaba emoción y nervios. El cabello recogido en una coleta baja, los ojos azules atentos a cada movimiento. Casi tan alta como Max y George. Era la misma que había crecido junto a ellos, y, a la vez, parecía una adolescente completamente nueva.

—Hola —dijo con suavidad, su acento ruso tan marcado como encantador.

Max se quedó quieto. George parpadeó, sorprendido.

—¿Julia? —preguntó Matt, como si su mente aún necesitara confirmarlo.

Ella asintió, sonriendo tímidamente.

—Llegué hace unos días. No estaba segura de que me aceptarían. Pero aquí estoy.

—¿Cómo…? —empezó George, sin saber qué más decir.

Steven intervino con naturalidad.

—No todos los estudiantes llegan de la misma manera —dijo con tono sereno—. Algunos son esperados. Otros sorprenden. Y a veces… eso es lo que hace la diferencia.

Julia bajó la mirada por un segundo, pero se mantuvo firme.

—Como estudiante nueva, me asignaron para el campamento de verano.

Max finalmente reaccionó y dio un paso hacia ella.

—Qué bueno que estés aquí —dijo con una sonrisa sincera.

—Sí —añadió George—. Esto ya se siente como los viejos tiempos.

Matt levantó una ceja.

—¿Y yo? ¿No soy suficiente?

—Tú eres el caos, ahora y en los viejos tiempos —dijo George, revolviéndole el cabello.

Julia rió con ellos. El ambiente se volvió ligero, real. Como si el verano acabara de comenzar de verdad.

—Vamos —dijo Steven—. La ceremonia está por empezar.

Entraron al coliseo juntos. Las gradas blancas relucían bajo el sol, y desde lo alto se veían todos los adornos tropicales extendidos como un mar de color. Antorchas simuladas se encendían con gas natural, y grupos de estudiantes ya ocupaban los asientos, charlando y riendo. En el centro, una tarima decorada con símbolos tribales y tejidos típicos esperaba al orador principal.

A un costado, puestos temáticos ofrecían comida inspirada en Hawái: brochetas de frutas tropicales, jugos servidos en piñas, pequeños platos con pescado fresco y decoraciones comestibles. Era un festival. Uno que celebraba el inicio de algo grande.

Las pantallas gigantes se encendieron.

Y, en ese instante, apareció él.

Oguz Williams.

Subió al escenario con paso sereno y firme. Llevaba camisa de lino blanco de manga corta, pantalón beige y unos lentes rectangulares oscuros. No era un hombre expresivo, pero su elegancia turca, su rostro afeitado y coqueto, su precisión al caminar y la manera en que alzaba el mentón bastaban para imponer respeto.

—Buenas tardes a todos —comenzó, con voz profunda y firme—. Bienvenidos oficialmente a Aloha Singler, el evento que da inicio al Campamento Singler.

El murmullo se apagó.

—Durante las próximas dos semanas, vivirán algo más que un curso de verano. Aquí nacen competencias. Aquí se forman campeones. Este es un lugar donde muchas personas sueñan con estar.

Las pantallas mostraron imágenes del campamento: competencias anteriores, momentos de victoria, aplausos, lágrimas, celebraciones.

—No necesito explicarles lo que ya saben —dijo Oguz, con un tono calmo pero firme—. Pero para los alumnos nuevos, hay algo que deben comprender desde ahora: las tarjetas que cada uno lleva al cuello no son solo una identificación. Son parte del Sistema Meritum, la estructura que organiza todo lo que somos como comunidad.

Hizo una pausa. En las pantallas gigantes apareció una imagen sobria: tres tarjetas suspendidas sobre un fondo oscuro, brillando con luz propia.

—Existen tres niveles:

Topacio Vino, el nivel base. Es el punto de partida para todos los estudiantes nuevos y para aquellos que aún no han acumulado méritos destacados.

Diamante Dorado, para quienes han demostrado constancia, liderazgo y excelencia en múltiples áreas: académicas, deportivas y sociales.

Y finalmente, Obsidiana Azul Oscuro… la más rara, la más codiciada. Solo unos pocos la reciben. No se solicita. Se gana. Y no se entrega sin razón.

Las imágenes cambiaron: estudiantes cruzando puertas automáticas, accediendo a bibliotecas privadas, tiendas, clubes, zonas de estudio avanzadas. Otros usaban sus tarjetas para pagar comidas, entradas a eventos o materiales especiales.

—Con estas tarjetas podrán comprar, acceder y moverse dentro del campamento y del Colegio Singler. Pero, más importante aún, reflejan quiénes son… y quiénes pueden llegar a ser.

Oguz dejó que el silencio hiciera su parte. Luego, su mirada se agudizó.

—Durante su estancia aquí, sus tarjetas pueden cambiar. Y cambiarán según sus decisiones. El Sistema Meritum observa, mide y registra. Cada logro, cada error, cada actitud… deja huella.

En las pantallas, una breve animación mostró cómo una tarjeta podía subir de nivel: nombres aparecían en tablones, puntajes aumentaban, recompensas se desbloqueaban.

—Este verano recién comienza.

La música subió suavemente. Y con un leve cambio de ritmo en la voz, Oguz introdujo lo que todos esperaban: la competencia.

—El campamento incluye diferentes actividades: talleres por niveles, deportes grupales, desafíos físicos y clases prácticas. Este lugar no es solo un respiro del curso académico… es una extensión de la excelencia Singler. Pero, más allá de eso, hay algo que lo distingue de cualquier otro sitio: los Juegos de Verano.

Las pantallas mostraron fragmentos de años anteriores. Equipos compitiendo, estudiantes corriendo por senderos, saltando en cuerdas, enfrentándose en duelos de esgrima, resolviendo acertijos en salas especiales.

—Los Juegos no son obligatorios —continuó Oguz—. Pero casi todos deciden participar. Cada curso compite internamente. Solo uno por nivel será nombrado ganador. Se destacarán los tres mejores. Y ese título… no es cualquier cosa. Otorga puntos de mérito, acceso especial a proyectos, privilegios únicos… y para algunos, puede significar una promoción en el sistema Meritum.

Max y George intercambiaron miradas.

—¿Este año sí vas a intentar ganarlo? —susurró George.

—¿Tú no? —replicó Max con una sonrisa.

—Nunca gano porque siempre me voy a Rusia a visitarte. Este año… no hay excusas.

Las pantallas mostraban imágenes rápidas de actividades: tirolesa, laberintos naturales, juegos acuáticos, esgrima. Solo insinuaciones. Justo lo necesario para que los alumnos imaginaran lo que venía.

—Al final —dijo Oguz, con voz más baja—, uno de cada curso se alzará como ganador. Pero no se equivoquen. Aquí no gana el más fuerte… sino el más completo.

En la penumbra del escenario, Oguz hizo una breve pausa.

Y en ese momento, entre toda la multitud, sus ojos se detuvieron en una dirección.

Donde estaba Max.

Fue un instante.

Pero fue suficiente.

Max no lo notó.

Y el viento, en ese instante, trajo el sonido suave de los tambores.

—Disfruten —concluyó Oguz—. Porque esto… apenas comienza.

Luces cálidas se encendieron por todo el coliseo. Comenzó un espectáculo de danza hawaiana, con música tradicional, acrobacias con fuego y bailes tribales bajo las antorchas. Los estudiantes aplaudieron, se levantaron, algunos comenzaron a bailar. Era una celebración.

Julia se inclinó hacia Max con una sonrisa.

—Ahora sí… esto parece un verano inolvidable.

Y Max, sin dudarlo, asintió.

—Lo será.

 

IV

Después del evento Aloha Singler, cuando las luces del coliseo aún titilaban y el cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados, muchos estudiantes empezaban a caminar hacia la zona de fogatas frente al lago, una tradición del primer día de campamento. Aún no era de noche, pero el sol ya había comenzado a esconderse detrás de los árboles.

Las primeras fogatas comenzaban a encenderse en la orilla del lago Passalune, lanzando destellos dorados sobre el agua tranquila. Se escuchaban risas, algunos cánticos improvisados y el sonido lejano de instrumentos. El aire olía a madera, frutas frescas y a promesa de aventuras.

Matt caminaba solo, explorando entre los senderos que conectaban las distintas zonas de fogata. Llevaba su tarjeta Obsidiana colgada al cuello, brillando discretamente bajo la luz de las antorchas. Había dicho que volvería con George y Max, pero se había distraído. Era difícil no hacerlo en un lugar así.

Fue entonces cuando la vio.

Estaba sentada sola en un banco de madera frente a una pequeña fogata que apenas crepitaba. Wu Siyu, aunque en el colegio ya todos comenzaban a llamarla Esthela, su nombre occidental. Llevaba una chaqueta liviana sobre los hombros y el cabello oscuro, corto hasta los hombros, con un corte limpio y práctico. Sus lentes redondos reflejaban la luz del fuego, y sus ojos, atentos pero tranquilos, se alzaron al verlo acercarse.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Matt, con una sonrisa confiada.

—Claro —respondió ella, haciendo un pequeño gesto con la cabeza—. Ya nos vimos hoy.

—Lo sé. Le dije a mi hermano que tú eres mi primera amiga del campamento. Wu, ¿cierto?

Ella asintió con una pequeña sonrisa.

—Wu Siyu es mi nombre real. Pero mis padres me dijeron que podía usar uno más fácil para otros idiomas. Así que también me llaman Esthela.

—Esthela suena bonito —dijo Matt—. Pero Siyu también… parece nombre de una guerrera legendaria.

Esthela no supo si reír o no, pero se notó que le había gustado el comentario. Matt sacó algo del bolsillo de su chaqueta: el anillo antiguo con el trébol de cuatro hojas grabado.

—Encontré esto antes de venir. En una caja vieja, en la mansión. Es raro… como si me estuviera esperando.

Esthela lo observó con más atención. El anillo era sencillo, pero elegante. No tenía brillo, pero parecía contener algo antiguo, casi vivo.

—Se ve… especial —dijo con voz baja, pero clara.

Y justo cuando Matt lo giró entre los dedos para mostrárselo mejor, una sombra oscura, fina, sin forma definida, cruzó rápidamente por el suelo, al borde de la fogata. Fue apenas un instante. Como si algo hubiera pasado entre los árboles, detrás de ellos.

Esthela se tensó. No gritó, no se levantó, pero su cuerpo se congeló por un segundo. Matt notó que ella había visto algo.

—¿Todo bien?

—Vi… algo —susurró—. Como una sombra.

Matt giró la cabeza. El bosque estaba quieto. El lago también. Solo el fuego crepitaba suavemente.

—Tal vez fue una hoja… o un bicho —dijo, sin darle importancia—. Aquí hay muchos.

Esthela no insistió, pero sus ojos siguieron mirando hacia el mismo punto por un momento más. Matt volvió a guardar el anillo en su bolsillo.

—¿Sabías que mi tarjeta es Obsidiana? —dijo con tono confiado, como cambiando de tema—. Es como… la más poderosa. Puedes comprar lo que sea y entrar a cualquier lugar. Mamita me la dio. Ella es… bueno, una Singler.

Esthela asintió, sin envidia ni sorpresa.

—Nosotros no tenemos tarjeta aún. Mi hermano y yo somos becados. Entramos por examen.

—¿Vives en China?

—No, vivo aquí cerca, en la ciudad de Drakestone. Con mis padres y mi hermano, Wu Que. Tenemos un restaurante… de comida china, claro —agregó con una sonrisa leve—. Pero también vendemos sopa con queso.

Matt se rió con ganas.

—¡Sopa con queso! Es una mezcla extraña pero divertida.

—Lo es —dijo ella—. Como todo en este campamento.

Se quedaron en silencio unos segundos. El fuego, el lago, las voces lejanas… todo se sentía grande, pero acogedor.

—¿Quieres que vayamos con los demás? —preguntó Matt, poniéndose de pie—. Seguro George ya está gritando por mí.

Esthela dudó un segundo. Luego asintió.

—Sí… vamos.

Caminaron juntos de regreso por el sendero iluminado. Esta vez, más cerca. Sin decir mucho más. Pero algo había cambiado.

No se conocían del todo.

Pero ya eran amigos.

V

El cielo, despejado y salpicado de estrellas, parecía envolver todo el campamento en un hechizo silencioso. Un sinfín de fogatas iluminaban los bordes del lago, reflejando destellos anaranjados sobre el agua quieta. El aire estaba perfumado con madera quemada, chocolate caliente y brisa húmeda.

La zona de fogatas era una de las más grandes del campamento. Una explanada natural bordeaba el lago, cubierta por mantas, bancos rústicos y pequeñas plataformas donde los alumnos se sentaban libremente. Las llamas daban calor, pero también creaban una atmósfera acogedora. Malvaviscos giraban en palitos, algunos estudiantes cantaban, y otros simplemente miraban las aguas negras del lago.

Entre los árboles, paseaban profesores y algunos miembros del equipo de seguridad del campamento, todos con linternas en mano. No interrumpían las conversaciones, pero su presencia silenciosa ayudaba a mantener el orden. La fogata libre era una tradición sagrada del primer día.

Max, Julia y George no habían decidido todavía un lugar donde sentarse. Había muchos espacios para encender una fogata, por lo que solo caminaban juntos por uno de los senderos iluminados con antorchas suaves. No buscaban nada en particular, solo un sitio tranquilo. Siguieron caminando, incluso alejándose un poco de la zona principal. La música quedaba atrás, al igual que el bullicio de los demás.

Fue Max quien notó la pequeña pendiente cubierta de césped que descendía hacia un rincón del lago, ligeramente oculto por un arco natural de ramas entrelazadas. Las aguas estaban frente a ellos, y detrás, en el horizonte, se alzaba majestuosa la isla del Colegio Singler. El castillo, aunque lejano, era visible: oscuro, alto, casi mítico bajo la luna.

—Aquí está bien, parece un buen lugar y la vista es buena —dijo, mirando alrededor.

Los tres se sentaron sobre la hierba húmeda, bajo un cielo estrellado que parecía más brillante allí. Durante un rato, nadie dijo nada.

Julia se abrazó las rodillas, con la mirada fija en el reflejo del castillo lejano.

—Mi madre lloró cuando me aceptaron —dijo de pronto, con una voz suave—. Ella quería que mi hermana y yo estudiáramos en el colegio, como lo hicieron ella y mi tía. Pero mi hermana no quiere estudiar aquí. Ella es feliz en Rusia.

Max y George recordaron por un momento a Masha. Ella también fue parte de su grupo de juegos cuando eran niños.

—¿Y cómo lograste entrar al colegio? —preguntó George, con curiosidad genuina.

Julia respiró hondo y sonrió.

—Estudié mucho durante años —dijo con honestidad—. Sabía que si quería estar aquí, tenía que ganarme el lugar. Y lo hice.

Max se recostó en la hierba, con las manos detrás de la cabeza.

—Mamita es la dueña del colegio —dijo en tono tranquilo—. Si quieres, puedo pedirle que te den una tarjeta Obsidiana como la nuestra. Siempre te ha tenido mucho cariño… a ti y a tu hermana Masha.

Julia lo miró y rió bajito, con esa elegancia tranquila tan suya.

—Gracias… pero no es necesario. Mi madre y mi tía Irina también fueron becadas cuando estudiaron aquí. No me avergüenza. Me hace sentir más como ellas, en realidad.

Max se acomodó un poco en el césped, con una media sonrisa.

—Nunca entendí por qué todos nos alejamos —dijo, sin mirar a Julia directamente—. Un día estábamos todos en la mansión, creciendo juntos… y al siguiente, todo cambió.

Julia bajó la mirada, jugando con una brizna de pasto entre los dedos.

—Yo tampoco lo entendí —respondió con sinceridad—. Los adultos muchas veces toman decisiones que no entendemos.

El silencio volvió a reinar por unos segundos, hasta que Max se incorporó y sacó el sobre que había guardado desde esa mañana.

—Me encontré esto en la cabaña. Estaba sobre mi cama.

Era un sobre antiguo, de papel grueso y bordes desgastados. En el centro, una sola palabra escrita con tinta negra:

SINGLER

Y en la solapa, el símbolo desconocido: un triángulo con tres líneas curvas que formaban un círculo perfecto.

Julia se acercó. George se inclinó para ver mejor.

Max lo abrió con cuidado. Dentro había tres hojas dobladas, todas escritas a mano con tinta negra. Las desplegó una a una, y los tres se acercaron.

La primera decía:

 

¿Estás listo?

Este verano no es como los demás.

Este lugar, disfrazado de campamento, esconde algo único.

Un tesoro sin nombre, pero con poder.

Uno que no pertenece a este tiempo…

ni a este mundo.

Solo uno lo hallará.

Solo uno lo comprenderá.

Pero no podrá hacerlo solo.

(Al pie, dibujado a mano, el mismo símbolo de la solapa.)

 

La segunda hoja contenía un acertijo, más largo, en una caligrafía aún más detallada:

 

Al pie del manzano donde no crecen las sombras,

bajo las raíces de lo que florece sin estación,

se esconde el comienzo del todo.

No busques oro ni gloria.

Busca la fruta.

No la muerdas. No la tomes.

Recuerda.

Lo que una vez fue dicho… puede volver a ser verdad.

Tres árboles. Una señal.

Donde el rocío no cae…

Allí comienza la historia.

 

Y en la tercera hoja, una historia. Escrita como un cuento antiguo:

 

Hubo una vez un deseo tan poderoso que cambió la forma del mundo.

Fue escondido. Enterrado. Olvidado.

Solo puede ser hallado por quienes aún creen.

Dicen que fue guardado en una piedra.

Otros, que fue sembrado como una semilla.

Pero todos los relatos coinciden en algo:

quien lo encuentra…

puede hacer que lo imposible suceda.

Solo una vez.

Solo si su corazón es sincero.

 

Cuando Max bajó el último papel, el silencio fue inmediato.

—Esto es real… —dijo en voz baja.

Julia abrió los ojos, asombrada. George se frotó la nuca.

—Te lo juro, Max… tú siempre sueñas estas cosas —bromeó.

Max no respondió. Miraba el lago, pero no lo veía.

Fue él quien habló primero, en voz baja pero firme:

—¿Y si lo buscamos nosotros? Los tres.

Julia y George lo miraron. Y asintieron al mismo tiempo.

Detrás de ellos, las fogatas seguían brillando. Desde lejos, se escuchaban risas y canciones, pero en ese rincón del lago, todo era distinto. Más íntimo. Más antiguo.

Los tres miraban el agua en silencio, como si esperaran ver algo surgir desde las profundidades.

Fue entonces cuando se escucharon pasos ligeros por el sendero.

—¡Ah! Por fin los encontramos —dijo Matt, apareciendo entre los arbustos con una niña a su lado—. ¡Qué difícil fue hallarlos! ¿No podían elegir un lugar más escondido?

Max alzó la vista. Matt señaló a su acompañante.

—Ella es Esthela —dijo con orgullo—. Es mi amiga. Es de China. Y habla tres idiomas.

Esthela asintió con una pequeña sonrisa, algo tímida.

—Hola —dijo en voz baja.

—Hola —respondió George con amabilidad.

Julia le devolvió una sonrisa tranquila. Max también asintió, sin añadir nada más.

Matt y Esthela se sentaron junto a ellos, sin sospechar que acababan de interrumpir algo especial.

Desde su rincón, Max guardó silencio. El sobre seguía en su bolsillo. El misterio, intacto.

Los cinco miraron el lago. El cielo reflejaba su luz sobre las aguas oscuras, y la noche seguía avanzando.

Cada uno de ellos, sin saberlo, acababa de descubrir algo nuevo.

Algo extraño.

Algo que los cambiaría para siempre.

Y aunque nadie lo supo con certeza…

esa noche había comenzado algo importante.