Sacudiendo la cabeza, le sonreí a Elizabeth. —No puedo quedarme aquí —murmuré, no muy feliz con ese hecho. Pero concedí todos los deseos que quise, y estaba preocupada de que pudiera terminar matando a más mujeres.
—Además, no es como si estuviera hecha de azúcar. No me derretiré por un poco de lluvia —continué, dándole palmaditas en la mano—. Estaré bien, lo prometo. Además, es sorprendentemente difícil matarme.
—Ese no es el tipo de tranquilidad que quería escuchar —refunfuñó Elizabeth, atrayéndome a su abrazo.
—¿Entonces cuál es? —pregunté, genuinamente sorprendida por su declaración.
—Dime que vas a estar segura y feliz con lo que sea que hagas —comenzó. Alejándome de ella, sentí su pulgar acariciando mi mejilla—. Dime que volverás si es posible, y dime que nunca me olvidarás.