Acoso

No me gustaban las mañanas. O al menos no voluntariamente.

Uno pensaría que con la cantidad de veces que tuve que levantarme al amanecer para tener el desayuno listo, la lavandería en marcha y la limpieza comenzada, ya estaría acostumbrada.

Pero no, odiaba las mañanas con pasión.

Y sin embargo, el buen médico parecía amarlas.

Ni siquiera tenía que abrir los ojos para saber que prácticamente estaba saltando sobre sus zapatos elegantes o que había una sonrisa gigante en su rostro mientras me observaba. No, podía sentir esa mierda desde donde estaba.

Y todo sin café en su sistema. Era repugnante.

—¿Disfruta viendo dormir a alguien, doctor? —pregunté, con la voz más ronca de lo que pretendía. Sin embargo, a esta hora impía, tenía suerte de que estuviera hablando.

—Serías la primera —admitió, las suelas de sus zapatos apenas hacían ruido. De hecho, si no hubiera estado tan entrenada para despertar al menor disturbio, ni siquiera habría sabido que estaba allí.