Con cuidado, empujó la tapa del maletero, abriéndola apenas una fracción. La luz del sol cayó sobre su rostro, obligándola a entrecerrar los ojos mientras su vista se acostumbraba al resplandor. El aire húmedo y con un leve aroma a sal le indicó que estaba cerca de la costa. Sus sentidos se activaron de inmediato, alerta.
«¿Dónde estoy?», pensó, sintiendo su corazón latir con fuerza. Se deslizó con cautela fuera del maletero, estirando sus entumecidos músculos. A su alrededor, la ciudad bullía de actividad. Personas caminaban rápido, ensimismadas en sus propios asuntos, mientras el sonido de bocinas y conversaciones flotaba en el aire. Justo frente a ella, un letrero de colores vivos capturó su atención: CaliCosta. Un restaurante pequeño pero concurrido.
No tuvo tiempo de pensar en su próximo paso cuando un hombre robusto y de ceño fruncido la miró con desdén.
—¡Oye, niña! ¡Llegas tarde! ¿Crees que los platos se lavan solos?
Paloma parpadeó, confundida. «¿Me habla a mí?».
—¡Perdón! ¿Yo?—balbuceó.
—No, claro, a la pared. ¡Por supuesto que a ti! —bufó el hombre, cruzándose de brazos. —Vamos, apresúrate. Y dile a tu amiga Jennifer que no le voy a pagar el día de ayer. Dejó la estufa llena de grasa otra vez. Siempre me manda a alguien en su reemplazo cuando se va de fiesta.
Paloma se quedó quieta un instante, procesando la situación. No tenía idea de quién era Jennifer, pero acababa de caerle una oportunidad del cielo. Sin dinero, sin identidad, sin un lugar a dónde ir, este trabajo podría darle al menos un respiro. Si Jennifer tenía la costumbre de mandar reemplazos, nadie notaría que no era quien decía ser.
—S-sí, claro. —Paloma asintió con rapidez, siguiendo al hombre al interior del restaurante.
El lugar era un caos. Los meseros corrían de un lado a otro, la cocina estaba llena de vapor y el sonido de ollas golpeándose entre sí resonaba en el aire. El hombre gruñó y señaló una pila de platos sucios.
—Ahí está tu puesto. ¡Ponte a lavar, que no tengo tiempo para niñas flojas!
Paloma sintió el peso de las miradas sobre ella. Los otros empleados la observaban con expresiones de burla o indiferencia. Sin embargo, ignoró todo y se acercó al fregadero. El agua caliente y jabonosa se deslizó por sus manos mientras tomaba el primer plato y comenzaba a fregar con fuerza.
Los primeros minutos fueron un desastre. Se le resbalaron varios platos, derramó agua en el suelo y sus movimientos eran torpes. Un par de cocineros se rieron por lo bajo, pero el hombre gruñó.
—Por Dios, Jennifer no podría haber enviado a alguien peor. ¡Aprende rápido o te vas!
Paloma apretó los labios y asintió. No podía permitirse perder esta oportunidad. Tomó aire y repitió en su mente: puedo hacer esto. Aprender rápido había sido su salvación en "Manantiales de Santa María"; ahora también lo sería aquí.
Concentrándose en cada movimiento, encontró un ritmo. Frota, enjuaga, coloca en la bandeja. Frota, enjuaga, coloca en la bandeja. Pronto, sus movimientos se volvieron más eficientes. Para cuando la pila de platos sucios disminuyó, su espalda dolía, pero sintió una pequeña satisfacción.
Al final del día, el hombre gruñó de nuevo.
—No eres la mejor, pero al menos trabajaste. Ven mañana a las ocho. Y dile a Jennifer que esta es la última vez.
Paloma asintió, ocultando su alivio. Ahora tenía un trabajo, aunque fuera temporal. Era su primera victoria.
Salía del restaurante cuando notó su reflejo en la ventana. Su cabello estaba desordenado, su rostro cansado, y su ropa aún era la misma con la que había escapado junto con la chaqueta. Necesitaba un cambio.
Con un trabajo y una nueva apariencia, Paloma dio su primer paso hacia la nueva vida que estaba construyendo. Pero sabía que su pasado la acechaba. Solo era cuestión de tiempo antes de que la buscaran.