—Detente. Maldita sea. Detente —murmuró Sylvia entre dientes, sus dos iris de un brillante color dorado.
No entendía por qué, pero su cuerpo y su corazón de repente habían empezado a actuar como locos.
Apenas podía contenerse, incapaz de resistir el impulso de subir y luchar contra el Quilin.
Era un instinto; un pensamiento; una idea que se apoderó de todo su cuerpo, un impulso completamente irracional.
Sabía perfectamente que si se acercaba a la bestia ahora, sería reducida a la nada en una fracción de segundo.
Pero aun así, sentía un inexplicable impulso de enfrentarse cara a cara con esa aterradora bestia.
Mientras Sylvia luchaba a un lado, Mikel y Theodore tenían sus propios problemas.
No eran rival para la bestia Quilin que se pavoneaba frente a ellos, pero no toda esperanza estaba perdida.
El hecho de que estuvieran tan cerca de la ciudad principal era ahora su única salvación.