Los caminos de la ciudad real estaban llenos de gente caminando y carruajes apresurándose de aquí para allá.
El mal humor de Sylvia persistía, pero las vistas coloridas la distrajeron de sus pensamientos.
El cielo ya se había oscurecido, y solo necesitaba inclinarse ligeramente hacia adelante para ver los varios carruajes que se dirigían en la misma dirección.
Las gemas en los carruajes brillaban incluso bajo la tenue luz de las farolas, lo que hizo que Sylvia asumiera que la mayoría de la multitud pertenecía a las clases más adineradas de la sociedad.
De lo contrario, no habrían podido permitirse estas gemas ricas en mana solo para mejorar la velocidad de sus carruajes.
Interrumpiendo sus pensamientos, la voz de Mikel continuó con desinterés:
—El castillo es un lugar enorme...
—No podré vigilarte todo el tiempo, pero si aprovechas esa oportunidad para deambular...
—Ya conoces las consecuencias.