El jarrón voló por el aire con un agudo silbido, su trayectoria precisa e impulsada por la furia de Aeliana. Pero antes de que pudiera estrellarse contra el rostro del Duque, se desmoronó en fragmentos en el aire, desintegrándose inofensivamente contra la superficie brillante de una barrera de maná.
El tenue resplandor de la barrera persistió por un momento antes de desvanecerse. La expresión del Duque permaneció estoica, aunque su mirada penetrante se fijó en su hija con una intensidad que podría cortar piedra.
Aeliana permanecía temblando, su pecho agitándose con respiraciones rápidas. Sus manos, que momentos antes aún se aferraban al alféizar de la ventana, ahora colgaban a sus costados, con los puños tan apretados que sus nudillos se tornaron blancos.
—Te atreves... —comenzó el Duque, con voz baja y peligrosa.