Capítulo final: “crisoles de entretejido”

"Cada raíz sabe que no crece sola. Hay otras, invisibles, latiendo al otro lado del sueño."

Europa, 2154.

El primer sonido que Dante escuchó al despertar no fue una voz humana, sino el eco de agua goteando. Estaba dentro de una caverna, rodeado de cristales cuánticos que emitían un resplandor suave como un suspiro contenido durante siglos.

A través del hielo tallado por el tiempo, trepaban raíces que parecían venas de luz. El aire, a pesar del entorno hostil, olía a tierra mojada. A hogar.

Y entonces la vio.

La guardiana de los cristales

Una niña, de no más de siete años, estaba inclinada junto a un terraformador abierto, rociando las enredaderas que brotaban de él con agua templada. Llevaba un overol desgastado de fibras sintéticas, y su mirada era tan firme como antigua.

—Sabía que vendrías —dijo sin mirarlo—. Las flores lo soñaron.

Dante se quitó el casco. El aire era frío, pero respirable. En sus ojos, vio el reflejo de otra mirada que conocía demasiado bien.

—¿Liora?

—Soy Mira —dijo ella, y alzó una mano hacia las paredes de la cueva, donde las estructuras hexagonales parecían latir—. Ellas me enseñaron tu nombre. Y el de ella, soy una esquirla de Liora

El jardín imposible

La caverna era una sinfonía de imposibilidades: árboles con ramas de titanio orgánico, frutos bioluminiscentes, colibríes de cristal que emitían frecuencias desconocidas.

Mira lo guió entre las raíces. Su pequeña mano envolvió la suya con una seguridad ancestral. La pulsera de Dante comenzó a vibrar, proyectando imágenes en el aire: recuerdos, visiones, bifurcaciones del tiempo.

—Te esperamos desde hace tiempo —susurró Mira.

El cristal que latía

En el corazón de la cueva, un prisma flotaba suspendido, palpitando con una luz que no era ni roja ni azul: era memoria.

Dentro, la silueta de una mujer oscilaba como una nota sostenida.

—No está dormida —explicó Mira, ofreciéndole un cristal vacío del tamaño de una semilla—. Está recordando. Pero no puede hacerlo sola.

Dante entendió.

Los 300 crisoles no eran archivos. Eran larvas de existencia. Sin vínculo humano, sin contacto, no podían renacer. Liora había quedado atrapada en una dimensión intersticial, en un lugar donde las memorias no morían pero tampoco vivían. Él era el puente. El ancla.

La sincronización

Dante apretó el cristal contra su pecho. La pulsera se desintegró en un estallido silencioso, liberando los pétalos que se fusionaron con el prisma flotante. Las raíces del jardín envolvieron ambos cuerpos —uno presente, otro suspendido— con la ternura de un planeta que sueña con volver a florecer.

El colibrí trazó una figura en el aire: el mismo símbolo que el árbol del parque había dibujado en sus ramas años atrás.

Mira, sentada entre los crisoles, comenzó a cantar. La misma melodía que Liora le había enseñado en un sueño antiguo: la nana que calmaba los libros cuando ardían.

El renacimiento

No fue un reencuentro. Fue una fusión.

Dante sintió el sabor del té de Liora, la brisa de aquel tren que nunca abordó, el vértigo de la decisión que la había llevado lejos. Ella, en cambio, probó el peso de su soledad bajo el árbol, la presión de un traje espacial, la tibieza de la voz de Mira.

Y juntos vieron el futuro: Mira enseñando a nuevos niños a leer los crisoles. A cuidarlos. A soñarlos.

Cuando abrieron los ojos, el prisma contenía ahora dos siluetas danzando, como si el recuerdo no pudiera separarlos más.

—Ahora están completos —dijo Mira—. Y los otros también despertarán.

Fuera de la cueva, Europa florecía.