Capitulo 10: “El jardinero de los mundos”

"Algunas semillas cruzan galaxias sin saberlo. No buscan tierra, buscan memoria."

El viejo roble del parque aún se mantenía en pie, aunque la ciudad a su alrededor ya no era la misma. Dante, con treinta y cinco años, barba impecable de ingeniero orbital y el lunar rojo disimulado bajo la manga del uniforme, pasaba los dedos por la corteza como quien repasa una cicatriz. Cada grieta, una línea del diario que nunca dejó de leer.

En su muñeca, la pulsera de resina brillaba suavemente. Los pétalos atrapados en su interior —los mismos que había recogido aquel día de lluvia— palpitaban con una frecuencia imperceptible para el ojo común. Pero él sabía: cada pulso coincidía con el perigeo de Europa.

Abrió el maletín con manos ceremoniosas. El diario seguía ahí. Aunque las páginas ya no se llenaban con la letra viva de Liora, Dante aún escribía:

Hoy aprobaron la misión Galilei-II. El modelo del subsuelo coincidía con los diagramas que soñé anoche. No se los mostré completos. Algunas cosas... las reservo para ti.

Un colibrí mecánico zumbó entre las ramas. El mismo que años atrás Liora había imaginado en sus notas.

En su oficina de AstroDynamics, entre planos de propulsión cuántica y modelos holográficos de satélites, Dante conservaba objetos que nadie comprendía:

— Un dibujo infantil enmarcado: una ciudad bajo hielo, fechada años antes de cualquier misión jupiteriana. — Una réplica en miniatura del roble, cuyas raíces metálicas se entrelazaban con filamentos de cobre y seda luminosa. — Un cristal hexagonal en el cajón inferior, encontrado al pie del árbol el mismo día que Liora desapareció.

Sus colegas hablaban de su intuición como una anomalía afortunada. Ignoraban que cada invento había nacido de los fragmentos que ella ya no podía escribir, pero que aún le hablaban entre sueños.

Base de lanzamiento Odysseus, 15 de junio de 2147.

—T-10 minutos —anunció la voz del control, con la calma implacable de las cosas inevitables.

Dante se acomodó el traje de vuelo. La pulsera titilaba como si respondiera a algo invisible más allá de la atmósfera. Cuando el médico le ofreció la pastilla de hibernación, él la sostuvo entre los dedos sin tragarla aún.

Sabía que, al dormir, no soñaría. O no como antes. Esta vez, los sueños vendrían a él.

Y así fue.

Mientras descendía a la hibernación, vio:

— El árbol del parque, cuyas raíces atravesaban el asfalto hasta conectar con tubos oxidados y memorias subterráneas. — Trescientos destellos dispuestos en forma hexagonal, pulsando en sincronía con su corazón. — Una mano —¿Liora? ¿Otra versión de ella?— escribiendo en el diario que llevaba oculto en el traje:

Los crisoles necesitan un jardinero. Alguien que sepa hacer florecer memorias en tierra extraña.

El último pensamiento de Dante fue para los pétalos. No eran reliquias. Eran coordenadas.

Simultáneamente, en dos lugares distantes:

— En el parque, el roble floreció a medianoche. Exactamente 300 flores de cristal brotaron de sus ramas, cada una conteniendo un núcleo titilante de memoria aetherica. — En Europa, bajo el hielo, una formación hexagonal emitió un pulso que se registró en la telemetría de la Galilei-I. Los sensores detectaron una figura humana cerca del lugar donde aterrizaría la Galilei-II.