Elliot despertó en Londres con el sonido de la lluvia golpeando suavemente la ventana. Se sentó en la cama y, casi sin pensar, tomó el teléfono. Tenía un mensaje.
Joaquín (hace 3 horas):
"Todavía está lloviendo acá. No dormí mucho, pero creo que valió la pena. Buen día, Elliot."
Sonrió. No recordaba la última vez que un mensaje tan simple le había hecho sentir tanto. Era temprano, pero no importaba. Respondió:
Elliot:
"Acá también llueve. Tal vez es una señal. Hoy, el cielo también quiere seguir hablando con vos."
La conversación siguió durante días. A veces hablaban de cosas profundas, otras de tonterías. Pero en cada palabra había una honestidad que no se forzaba.
—¿Vos creés en las coincidencias? —preguntó Joaquín una noche.
—No del todo —contestó Elliot—. Creo en conexiones. Y que cuando dos personas tienen que encontrarse, el universo acomoda los husos horarios, las distancias, los algoritmos… lo que sea.
Joaquín guardó ese mensaje. Literalmente lo copió y lo pegó en sus notas del celular. Había algo en Elliot que lo desarmaba con ternura.
Una noche, mientras Elliot caminaba por el río Támesis, le envió una foto: la ciudad iluminada, con su reflejo temblando en el agua.
Elliot:
"Pensé que te gustaría ver esto. No es tan cálido como tu lluvia, pero es parte de mi mundo."
Joaquín respondió con un audio corto, con su voz suave, cargada de sueño:
—Gracias por dejarme entrar.
Elliot lo escuchó varias veces. No porque dijera mucho. Sino por cómo lo decía.
No eran novios. No se habían tocado. No sabían el perfume del otro.
Pero, de algún modo… ya se estaban habitando.